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Publicado: 30 abril, 2024 en Sin categoría

Eco le dio un nuevo sorbo a su humeante té, notando un agradable estallido de sabor en sus papilas gustativas debido a las selectas especias que éste llevaba. Desde que abandonase Hedonia con Måe en un tiempo que ahora le parecía muy remoto, una de las cosas que más había echado en falta había sido la buena mano de Ena en la cocina. Esa jornada había llegado demasiado tarde a Hedonia para acudir a la dorma como un comensal más y disfrutar, por ende, de uno de sus guisos. Había acudido directamente a la casa que Goa compartía con sus madres, con el único propósito de entregar a la mejor amiga de Måe la gruesa carta que ésta le había escrito.

            Se lamentó al descubrir que Goa no estaba en casa en esos momentos. Al parecer, había salido con una amiga que había conocido en sus estudios en El observatorio, con la que últimamente pasaba la mayor parte de su tiempo libre. Aún tardaría en volver. Trató de entregarles a sus madres la carta y marcharse, por miedo a resultar una molestia al haberse presentado sin avisar, pero éstas se negaron en redondo. Le obligaron a pasar y el hecho que mencionasen que le invitarían a cenar no hizo sino convencerle de lo acertada que había sido la visita. Finalmente sí pudo disfrutar de uno de aquellos deliciosos guisos que tanto añoraba.

            El HaFuno cuernilampiño ahora se encontraba digiriendo la cena en compañía de Hap. Ambos estaban sentados en sendas butacas frente a la chimenea encendida, disfrutando de aquél té caliente, poniéndose a la jornada de cuánto había ocurrido en sus vidas desde que Eco marchase hacia la capital, la menos de la parte que se podía explicar abiertamente. La pequeña Baikal, que había crecido considerablemente desde que Eco la viera por última vez, descansaba firmemente aferrada a las astas de su madre raíz; se había quedado dormida. A juzgar por el nada desdeñable tamaño que había adquirido la criatura desde la última vez que la vio, Eco asumió que pronto la desastarían. Esa siempre resultaba una etapa especialmente sensible en la vida de una madre raíz y su cachorro.

Las madres raíz tenían unas astas más gruesas y resistentes que las de sus homólogos masculinos, si bien el tamaño no afectaba en absoluto a su capacidad para practicar la taumaturgia. El dimorfismo sexual en los HaFunos no era muy notable. La principal diferencia residía en el hecho que los machos, a diferencia de las hembras, no podían generar vida, de igual modo que en la mayoría de especies. Para hacerlo tan solo hacía falta una HaFuna en edad fértil y otro HaFuno que, a diferencia de los mamíferos, podía ser tanto macho como hembra.

La única diferencia reseñable entre machos y hembras era que el macho tenía, por regla general, un mayor tamaño y resistencia, y unas astas más altas. Había corrientes que afirmaban que el motivo por el que las astas de un macho HaFuno no podían producir descendencia se debía a que no estaban conectadas con la madre Ictæria, generadora de vida. Esas mismas voces afirmaban que las de una hembra sí lo estaban, al encontrarse, tras incontables generaciones, unidas con Åma, la primera HaFuna, primogénita del mismísimo Ymodaba, fruto del árbol que creció de sus astas tras hinchar sus raíces en Ictæria.

Ena se unió a ellos, sentándose junto a Hap. Ambas se rozaron las mejillas. Al fin había conseguido que el pequeño Eiikuh se quedase dormido. Los tres siguieron charlando en voz baja, por no despertar a los dos cachorros, disfrutando de aquél delicioso té caliente frente a la chimenea. Ahí en Hedonia el invierno parecía haber llegado mucho antes que a Ictaria, a juzgar por la gélida temperatura que reinaba en el exterior. Más ahora que el sol azul ya había abandonado la bóveda celeste. Eco lamentó que Måe no estuviese ahí, pues la joven HaFuna adoraba la nieve.

Siempre que nevaba en la isla del molino, Måe tenía la costumbre de hacer dos muñecos de nieve: uno pequeño que la representaba a ella, y uno más grande que hacía las veces de Eco. Desde bien pequeña, mucho antes que le brotasen las astas, tenía la costumbre de recopilar dos ramas secas bien hermosas de algún árbol cuyo origen Eco jamás tuvo ocasión de averiguar, pues siempre aparecía con ellas después de una de sus frecuentes escapadas con la entonces Kurgoa. La rama más pequeña la colocaba en lo alto de la cabeza de la figura que la representaba a ella, pese a que por entonces aún no le habían brotado las astas. La más grande, siempre escogida con especial cariño por su peculiar forma y su indiscutible belleza, la colocaba sobre el muñeco que le representaba a él. Para poder hacerlo, siempre le pedía ayuda, y el HaFuno cuernilampiño la aupaba, orgulloso y satisfecho.

Todos se giraron al escuchar cómo se abría la puerta principal, tras la que apareció Goa luciendo una sonrisa radiante. Se quedó parada, con el hocico entreabierto, al ver a Eco sentado en una de las butacas, junto a sus madres. Eco leyó la decepción en su rostro al verla buscar con la mirada a alguien más en la sala y no encontrarlo. Resultó enormemente agradable y hospitalaria con Eco, pero no pudo ocultar su tristeza al comprobar que Måe no le había acompañado en su viaje, y que su presencia ahí se debía a una simple coincidencia.

Goa se alegró sobremanera, no obstante, cuando el HaFuno cuernilampiño le entregó aquella ridículamente gruesa carta. Sus madres tuvieron que insistirle en más de una ocasión que parase de leerla un momento, para cenar, hasta que finalmente dio su brazo a torcer, aunque a regañadientes. Pese a que Eco insistió en que no era necesario, que podía pasar la noche en la posada, las madres de Goa no aceptaron un no por respuesta y le prepararon un catre en la habitación de invitados. Cuando finalmente se encontró a solas en la pequeña sala, con la única compañía de la luz del quinqué que le habían ofrecido, se sintió algo mal al ver que habían preparado la cama con el cabezal en el lado opuesto a la pared. Así era como dormían los HaFunos adultos; los HaFunos con astas. Su cama en la isla del molino lo tenía contra la pared, igual que las camas de los cachorros. Al fin y al cabo, a él no le hacía falta dejar libre ningún espacio por delante.

            Eco abandonó la casa de aquella hospitalaria familia la mañana siguiente, tras haber disfrutado con ellas de un opíparo desayuno, y con una endrita bien gorda recién desescamada colgando de su cinto. En su macuto se encontraba la carta a Måe que Goa había pasado media noche redactando. Viviendo en una isla flotante errante, recibir correspondencia se convertía en una tarea harto complicada, por no decir imposible, y sin saber siquiera dónde habían ido a parar, Goa había desestimado hacía tiempo la idea romántica de poder enviarle una misiva a su mejor amiga.

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