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Publicado: 27 septiembre, 2022 en Sin categoría

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Aún con aquél curioso cosquilleo recorriéndole el cuerpo tras haber cruzado el portal, Eco miró en derredor. Aquella cabaña era el lugar más anodino y discreto imaginable. Se trataba de una edificación humilde, hecha con más cariño que conocimientos de construcción, afincada en lo alto de una colina en una isla bastante pequeña en la que únicamente vivían granjeros y agricultores, en una comarca de nombre prácticamente impronunciable apartada de las principales capitales del anillo celeste. En resumen: el lugar perfecto para esconder un secreto de semejante envergadura sin temor a levantar sospechas.

            El HaFuno cuernilampiño se dio media vuelta y contempló la roca delicadamente tallada de la que se componía el portal. En apariencia se trataba de un simple arco abocinado apoyado en dos robustas columnas que acababan en una estrecha puerta. Él ahora se encontraba al otro lado de la abertura más amplia del mismo. Aquél arco de piedra había sido manufacturado por miembros del prestigioso gremio de canteros de la capital del anillo celeste, aunque ellos ignoraban cuál sería el uso que se le daría en el futuro. De haberlo sabido, jamás hubieran llevado a término ese trabajo, y sin duda hubiesen denunciado a la guardia Ictaria a sus empleadores.

Eco se acercó algo más al portal. Desde esa perspectiva y con tan buena luz se podía contemplar, si uno dedicaba la suficiente atención, cómo aquellas piedras habían sido seccionadas con una precisión digna de elogio, siguiendo un proceso no por básico menos complejo. El HaFuno cuernilampiño recordaba con nostalgia lo que había costado crear el primer portal. Carecer de astas, por más que tuviese en su haber el conocimiento para replicar aquél vetusto prodigio, fue sin duda un inconveniente más que considerable a ese respecto. Las primeras veces no había salido bien, nada bien, pero al fin y al cabo, la taumaturgia era un deporte de fondo, no de velocidad.

            El corte se había efectuado con precisión exhaustiva, y era precisamente en la macla entre las dos piezas seccionadas donde se producía aquél en apariencia inexplicable prodigio. Las dos piezas estuvieron unidas en el pasado, y tras ser seccionadas, y precisamente por el modo en que fueron seccionadas, su unidad se mantuvo intacta incluso después de separarse. Tal solo hubo que trasladar todas aquellas rocas a su nueva ubicación, y colocarlas estratégicamente en la misma posición que se encontraban sus homólogas, para darle vida al prodigio y conectarlas de nuevo pese a la más que generosa distancia que las separaba. De ahí la importancia de un trabajo de cantería tan riguroso. Tan solo retirando una de aquellas piezas, todo se vendría abajo, y el portal se transformaría tan solo en un montón de piedras inútiles.

            Un ruido a su vera le hizo girar el cuello. Una puerta de madera mucho más sencilla y basta que la que él acababa de cruzar se abrió, y tras ella apareció un HaFuno que de tan alto que era, tuvo incluso que agacharse para poder pasar por su umbral. El robusto y corpulento HaFuno que acababa de abandonar la letrina se estaba encordando los pantalones con la mirada distraída. A un lado de su cinto llevaba colgando una argolla tan ancha como la palma de su mano abierta, con al menos una docena de llaves. Una de ellas era idéntica a la que pendía del colgante del cuello del HaFuno cuernilampiño. Eco no pudo evitar fijarse en la afilada cimitarra que pendía del otro lado de su cinto. Tan pronto vio a Eco frente al portal, su mandíbula cayó a plomo.

SÏL – ¡Señor Eco!

            El robusto HaFuno, visiblemente nervioso, hizo un gesto de asentimiento, mostrándole sus altas astas, e hincó una rodilla en el suelo en una curiosa reverencia, quedando a su altura. Eco puso los ojos en blanco. Se acercó a él y se afanó en hacerle alzarse de nuevo, avergonzado. El HaFuno acabó dándose por aludido y se irguió. Eco tuvo que levantar el mentón para poder dirigirse a él.

ECO – Haz el favor, Sïl. ¡Tú siempre igual!

SÏL – No le esperaba, señor Eco.

            Eco sonrió. Aún se maravillaba por cuánto había crecido aquél HaFuno en tan pocos ciclos. Cuando él le conoció, el HaFuno le llegaba a la altura del hombro.

SÏL – ¿Quiere beber algo? Tengo… tengo zamosa artesana. Le puedo calentar un poco. Y… un queso de crotolamo que le encantará. Todavía no está muy curado pero… le aseguro que es delicioso.

            El HaFuno cuernilampiño sonrió. Estaba demasiado empachado para comer nada más, aunque la perspectiva era francamente tentadora. Incluso tenía serias dudas sobre si podría volar cómodamente con la panza tan llena.

ECO – No. Muchas gracias. Tengo algo de prisa…

SÏL – Faltaría más. Permítame que le acompañe.

            Sïl se acercó a la puerta principal de aquella cabaña a toda prisa, y la abrió haciendo uso de una de las llaves que pendían de aquella enorme argolla. La dejó abierta de par en par y se hizo a un lado para dejar paso a Eco, agachando la mirada.

ECO – No tardaré mucho en volver. Volveré en… dos o tres llamadas, como mucho. ¿Estarás por aquí?

SÏL – Sí. Para lo que necesite.

ECO – Me alegra saberlo. Ahora… tengo que dejarte. Tengo una misión muy importante que llevar a término.

            Sïl se le quedó mirando mientras el HaFuno cuernilampiño bajaba aquella empinada cuesta a toda prisa. No llevaría ni una docena de zancadas cuando finalmente dio un salto y emprendió el vuelo. Eco echó un vistazo a aquella pequeña isla. Se trataba de una isla independiente, que no formaba parte de ningún archipiélago, algo excéntrica del resto del anillo celeste. Desde esa altura pudo ver las pocas edificaciones que había en la parte baja de la colina. Un par de HaFunas guiaban a un generoso rebaño de crotolamos hacia un pequeño lago que había cerca del abismo. La imagen era bucólica y francamente atractiva.

            En esa parte del anillo acababa de amanecer. Hasta hacía un momento él se encontraba en una isla donde reinaba la noche. En un abrir y cerrar de ojos se había trasladado a un lugar donde ésta ya había dado paso una nueva jornada. Eso era algo que a Eco siempre le resultaba incómodo. En su vuelo en pos de Tárgal se acercó a un grupo de moghillas que volaban en formación en V y se colocó a su cola, a suficiente distancia para no asustarlas. Éstas, en su vuelo migratorio huyendo del inminente invierno, iban en la misma dirección que él.

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