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Publicado: 14 octubre, 2023 en Sin categoría

Eco sintió que algo no andaba del todo bien en cuanto vio de nuevo a aquella HaFuna cruzar la esquina. Ésta no le dirigió siquiera la mirada y siguió adelante calle abajo con la cabeza gacha, mientras Eco la observaba con desmedida atención y los ojos entrecerrados. Esperó a perderla de vista tras un nuevo recodo y tomó el mismo camino por el que había venido ella, aunque era consciente que haciéndolo se estaba alejando de su destino. El HaFuno cuernilampiño aceleró el paso, zigzagueando entre los transeúntes de aquella bulliciosa zona de Ictaria, cada vez más apurado por dar término a su misión.

Hacía ya un buen rato que había abandonado El abrazo de Tås, decepcionado al no haberle podido contar a Aru el extraño encontronazo que había tenido con Fin; ésta se encontraba de nuevo ausente, en uno de sus frecuentes viajes de negocios. Nadie supo decirle cuánto tardaría en volver, por lo cual optó por marcharse. Había tomado uno de aquellos ascensores para cruzar el continente, y fue al poco de comenzar su peregrinaje hacia el templo de Ymodaba que había sentido que alguien le estaba siguiendo.

La manía persecutoria no se encontraba entre sus defectos, pero desde que se reuniese con Fin había tenido la sensación que se estaba metiendo en un problema del que difícilmente sabría salir. La HaFuna había sido francamente discreta, pero no lo suficiente para alguien que ya de por sí buscaba indicios de algo anómalo a su alrededor. Debía tener su edad, e iba vestida de un modo muy extraño, que a Eco le hizo pensar que debía ser oriunda de una comarca lejana. Lucía unos guantes larguísimos, pantalones rectos que le iban enormes y hacían imposible distinguir su complexión, una recargada casaca de un azul oscuro que prácticamente parecía negro y una cofia de terciopelo de idéntico color que ocultaba su furo piloso y sus orejas, tan grande que dificultaba incluso reconocer sus facciones.

            Cuando ya había pasado un buen rato y Eco había tenido ocasión incluso de tranquilizarse y convencerse que habían sido imaginaciones suyas, la vio aparecer de nuevo tras unos altos arbustos que cubrían unos larguísimos alcorques en el perímetro de un parque que hacía de pulmón en una zona de la ciudad con edificios especialmente altos, aunque no interconectados entre sí. Era imposible que no le estuviera siguiendo. El HaFuno cuernilampiño maldijo entre dientes, irritado, y cambió bruscamente de rumbo. Exactamente igual que hizo ella instantes después.

No era habitual que hubiese atracos en la cara superior de Ictaria. La mayoría se producían en la parte inferior, donde no había ningún tipo de seguridad. Arriba eran más infrecuentes debido a la omnipresencia de la Guardia Ictaria, aunque también era cierto que la probabilidad de hacerse con un buen botín crecía exponencialmente ahí. Él, en esos momentos, llevaba suficientes cuentas encima para resultar un blanco más que apetecible. No obstante, algo en su interior le decía que lo que pretendía para con él aquella HaFuna nada tenía que ver con sus cuentas.

            El hecho que careciese de astas solía ser suficiente llamada de atención para que cualquier maleante se lo pensara dos veces antes de plantarle cara. Su particular minusvalía le había salvado de más de un disgusto en el pasado, aún sin ser él consciente de ello. Su condición confería rechazo a la víctima y una cierta aura de respeto al verdugo, que le solía ver como un semejante. Pero a aquella HaFuna, que sí lucía unas níveas astas de un tamaño más que considerable, todas aquellas consideraciones parecían traerle sin cuidado.

            El HaFuno cuernilampiño comenzó a caminar al trote, para sorpresa de los transeúntes, que le miraron con evidente disgusto. Del mismo modo que en la cara superior del continente no era habitual volar, tampoco lo era correr. Ambas cosas eran consideradas poco menos que una ordinariez; el HaFuno que tenía prisa, se limitaba a tomar un carro tirado por kargúes. Los había a patadas. No tardó mucho en perderla de nuevo de vista y poder, en consecuencia, relajar el paso. Pero no habría cruzado ni dos calles cuando la vio de nuevo. Ahora ya no se molestaba en ser discreta: iba directa hacia él, a una velocidad más que considerable.

            En adelante la consiguió despistar en hasta cinco ocasiones más. Cada vez lo hacía de un modo más hábil, sorprendiéndose incluso a sí mismo. Se aprovechó del urbanismo del lugar y de las aglomeraciones de HaFunos que había por las calles a esas horas de la mañana. Su camino errático le llevó a una de aquellas vías elevadas que cruzaban la ciudad a una distancia más que considerable del suelo, que se iban apoyando en los múltiples y altos edificios que la poblaban. Había zigzagueado sin descanso por docenas de callejuelas, sin ningún tipo de dirección ni criterio, con el único objeto de desembarazarse de ella. Era imposible que le hubiese podido seguir hasta ahí, pero en cuanto miró por enésima vez por encima del hombro y la volvió a ver, concluyó que había algo que se le escapaba. Era literalmente imposible que a esas alturas no la hubiera podido despistar, y mucho menos siendo una única HaFuna quien le daba caza, como todo apuntaba a pensar.

            No hacía más que mirar por encima del hombro, literalmente corriendo. Pero por más que avanzaba, aquella HaFuna le seguía siempre a la misma distancia. Eco se afianzó todo lo fuerte que pudo el macuto al lomo, tirando con fuerza de las cinchas, y dio un salto hasta quedar posado sobre el pasamanos de piedra que protegía la vía del vacío, apoyado sobre una innumerable cantidad de balaustres idénticos. La miró a los ojos con todo el odio que fue capaz de atesorar, y ésta se quedó de repente quieta donde estaba.

ECO – ¿¡Se puede saber qué quieres de mí!?

                Los transeúntes que cruzaban el puente se le quedaron mirando, horrorizados. La HaFuna se limitó a observarle con una media sonrisa en el rostro, que ladeó ligeramente. Parecía estar pasándoselo en grande. Entonces Eco se dejó caer hasta prácticamente dar con sus huesos en la calle inferior y, aprovechando la gran velocidad que había adquirido, alzó el vuelo, alejándose de ahí todo lo rápido que pudo. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que ella también se había tirado del puente y le seguía al vuelo, a una velocidad endiabladamente rápida.

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