107

Publicado: 8 octubre, 2022 en Sin categoría

107

Måe observaba embelesada a través de la ventanilla de aquella curiosa nave, con el hocico entreabierto, incapaz de dar crédito a lo que le narraban sus ojos morados. Era la primera vez en toda su corta vida que tenía ocasión de contemplar el Templo de Ymodaba.

Durante sus estudios de educación fundamental, la joven HaFuna había visto infinidad de grabados del Templo. Algunos de ellos eran de exquisita calidad y contaban con un nivel de detalle rayano en lo ridículo, pero viéndolo ahora, concluyó en que ninguno de ellos le hacía justicia. El Templo era mucho más grande de lo que ella había imaginado, e increíblemente más bello.

            Aquél edificio parecía brillar con luz propia. Había sido construido con los materiales más nobles, por la largamente extinta raza de los HaGapimús, hacía tanto tiempo que ni los libros de Historia coincidían en ponerse de acuerdo en cuándo. Desde entonces había sido siempre el edificio más alto y emblemático de toda Ictæria; nadie había osado construir uno de más altura, por puro respeto a la deidad. Eso fue así al menos hasta que los HaGrúes comenzaron a erigir aquél horripilante esperpento arquitectónico al que los propios HaFunos habían bautizado la Torre Ambarina, y al que todos tanto temían.

            Se trataba de una pirámide de planta triangular; una forma pura de líneas limpias, no por básica menos hermosa. Se encontraba en la cúspide de una colina, que pese a ser el punto más alto de toda Ictaria, acababa abruptamente, en un abismo de acantilados prácticamente verticales que ofrecían un amplia perspectiva de la madre Ictæria en toda su extensión. Era el principal lugar de culto de su raza, conocido, respetado y admirado por igual por todos los HaFunos del anillo.

Tan solo conjeturar las maravillas que albergaría en su interior, hacía que la imaginación de la joven HaFuna volase a lugares inimaginables. Según se contaba, en el interior del Templo se encontraba el árbol de Ymodaba, y éste había sido construido en su honor, con el noble propósito de protegerlo, tanto de los colosos que campaban a sus anchas en Ictæria en la antigüedad, como de los viles HaGrúes, que a punto estuvieron de echarlo abajo durante la Gran Guerra.

Muchos estaban convencidos que en su interior no había árbol alguno, que eso era sólo parte del acervo popular; historietas para cachorros HaFunos, como diría Uli. La joven HaFuna, sin embargo, quería creer que sí, que lo que narraban era cierto. Al fin y al cabo, alguien les tenía que haber creado; alguien les tenía que haber enseñado a comunicarse, a cuidar del ganado y a cultivar el fértil suelo; lo contrario no albergaba sentido alguno. Pero lamentablemente, no había manera de confirmar o desmentir ninguna de esas conjeturas, pues acceder a él estaba estrictamente prohibido. Incluso sobrevolarlo se consideraba un delito grave.

Tras la Gran Escisión se temió que con los enormes desprendimientos de islas que se produjeron, el Templo, al igual que ocurrió con infinidad de edificios, también acabase viniéndose abajo. Afortunadamente eso no ocurrió, y ese era siempre uno de los grandes motivos de agradecimiento a Ymodaba durante los festejos en conmemoración de la Gran Escisión que se celebraban todos los ciclos, coincidiendo con el solsticio de verano.

            Antaño el Templo de Ymodaba había estado rodeado en todo su perímetro por un ancho y hondo foso ácido. La única manera de acceder a él era por un puente de piedra acabado en unas empinadas escaleras que daban acceso a su entrada principal en uno de los lados de la pirámide. Tanto el puente como las escaleras estaban siempre fuertemente vigilados por la Guardia Ictaria. Ambos seguían en pie. No obstante, del foso ya no había rastro alguno como tal; ahora no era más que un hondo cañón seco. Pese a que el ácido del foso se había vertido hacia Ictæria al partirse la isla que ahora conformaba Ictaria, en toda la extensión de aquél gran surco no había vuelto a brotar la vida, si bien tanto en la colina coronada por el Templo como en los terrenos que la circundaban antes de llegar a la muralla, un hermoso manto rojo y azul lo cubría todo, resaltado aún más la belleza natural del paisaje.

            Desde que iniciase sus estudios en la Universidad de taumaturgia, Måe siempre había sentido cierta tentación a acercarse a echar un vistazo, aprovechando lo cerca que el Templo se encontraba de ésta. No obstante, jamás había encontrado el momento. Parte de la razón residía en el hecho que sabía a ciencia cierta que estaba terminantemente prohibido acercarse a él, y que las altas murallas que protegían el terreno que había a su alrededor tampoco le hubieran permitido verlo con claridad. Y parte en que sabía que en sus inmediaciones se encontraba la residencia de Uli. No en vano, su familia, desde tiempos previos incluso a la Gran Escisión, había sido la encargada de velar por su seguridad y salvaguardar su contenido.

La HaFuna echó un corto vistazo a Uli y se preguntó si él sí conocía los secretos que ese magnífico edificio albergaba en su interior, o si por el contrario a él también le habían denegado siempre el acceso. Los demás alumnos charlaban distendidamente entre sí, sin prestar atención a su entorno, como si aquello fuera tan insignificante como cualquier otro edificio de las comarcas. Ella no daba crédito a su falta de interés.

La nave siguió su rumbo y el Templo pronto dejó de ser visible desde donde se encontraba la joven HaFuna. Ella se enfrascó de nuevo en el estudio de sus apuntes. Últimamente eso se había transformado prácticamente en una obsesión, sobre todo en ausencia de Eco. No obstante, la joven HaFuna estaba convencida que todo aquél tiempo invertido acabaría dando sus frutos.

            Pese a que ignoraba el destino que el profesor Elo había escogido para ellos, Måe se sorprendió al comprobar, poco después, que ya habían llegado a su destino. La nave frenó paulatinamente su avance, dando fe de la destreza de sus pilotos, que echaron de nuevo el ancla. Elo tuvo ciertas dificultades para apaciguar a los excitados HaFunos, pero finalmente consiguió que comenzasen a bajar de la nave ordenadamente y en relativo silencio. La joven HaFuna esperó de nuevo hasta que el último de sus compañeros hubiese abandonado la nave antes de hacer lo propio: no quería sorpresas.

Deja un comentario