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Publicado: 17 octubre, 2023 en Sin categoría

Måe cruzó las puertas de la Factoría sopesando aquella colorida bolsa de cuentas, con una amplia sonrisa cruzándole el hocico. Había salido algo más pronto que de costumbre, instigada por Lia por haberle hecho quedar hasta tan tarde la jornada anterior, pero no antes de haber pasado con ella casi una llamada seguida ayudándole a practicar su prodigio de transferencia de memoria.

La hilandera ponía todo su empeño por mejorar, pero esa jornada los avances fueron prácticamente nulos. Le costó mucho comenzar a transmitir imágenes y sonidos, y cuando finalmente lo consiguió, éstos eran erráticos e inconexos. No conseguía concentrarse, y en ningún momento llegó siquiera a acercarse a su objetivo; transmitir lo que veía en ese preciso momento.

            La hilandera estaba bastante frustrada, porque quería poder ofrecerle aquél incalculable regalo a su abuelo, que tanto lo merecía. Tyn no había vuelto a sacar el tema desde aquél primer acercamiento, lo cual la había sorprendido bastante, pero ella estaba convencida que se moría de ganas de poder repetir la experiencia; las lágrimas que vertió le delataban. Por mucho que Måe le insistió en que no era una transferencia tan sencilla como para controlarla en tan poco tiempo, Lia no paraba de lamentarse por no hacer más avances. La joven HaFuna no le dio demasiada importancia, pues estaba convencida que no tardando mucho acabaría consiguiéndolo. Había visto cómo tintaba ya a una velocidad más que considerable, tras haber recibido tan solo unas breves nociones; transferir su propia visión no debía resultarle mucho más complicado. Lo único que necesitaba era seguir practicando.

            Pese a que había trabajado en innumerables ocasiones, era la primera vez que a Måe le pagaban por ello. Allá en Hedonia, había aprendido muchísimas cosas útiles en el ejercicio de sus labores, pero nunca había recibido una sola cuenta por ello. Esas eran las normas, y hasta el momento, le habían parecido perfectas. Disponer de aquél pequeño montoncito de cuentas en su poder, que poder destinar a cuanto le viniera en gana, le había hecho reflexionar. Seguía, no obstante, convencida que el sistema de Hedonia era mucho mejor que el de la capital, pues ofrecía las mismas oportunidades y las mismas obligaciones a cualquier hijo de vecino.

            Ahora un nuevo abanico de posibilidades se abría frente a sí. Si bien era cierto que hasta el momento había dispuesto a discreción de las cuentas que le facilitaba Eco, siempre había sido muy celosa de gastarlas frívolamente, consciente de cuánto costaba ganarlas al HaFuno cuernilampiño. Buen ejemplo de ello era el larguísimo viaje a la otra punta del anillo en el que estaba enfrascado en esos momentos. Ahora aquellas cuentas eran suyas, y sólo suyas, y lo único en lo que pensaba era en gastarlas para hacerle un regalo a él, en agradecimiento a la generosidad que siempre le había brindado. Él la había adoptado como parte de su familia desde que era una simple cachorra, sin ninguna obligación de hacerlo, pues no compartían sabia, y eso era algo que ella tenía grabado a fuego en su corazoncito. Era la única familia que tenía, e idolatraba a aquél HaFuno que le había enseñado todo cuanto sabía.

            Volvió a la cara superior de Ictaria haciendo uso de uno de aquellos lujosos ascensores, pagándolo con sus propias cuentas. Tenía una idea muy clara en la cabeza, y no cejaría hasta llevarla a término. Ataviada como iba con la túnica de la Universidad, los transeúntes no la miraban por encima del hombro. De haber conocido su origen, o de haber estado junto a Eco, todo había sido muy distinto. Allá en la cara superior de Ictaria, era todo un honor recibir esa asignación de gremio. Secretamente, la mayoría de familias deseaban que alguno de sus hijos ostentase semejante distinción, aunque la enorme mayoría acababan siendo sueños frustrados.

            Guiada por la sugerencia del tercer HaFuno al que pidió consejo, acabó llegando a una amplia librería que se encontraba en una de las dormas más pequeñas que ella había visto desde que llegase con Eco a la capital. Le llamó la atención que hubiese tantas, ahí, y que estuviesen tan cerca las unas de otras. Según tenía entendido, eran algo extremadamente raro de encontrar, y su número era muy limitado. Lo que ella no sabía, era que ninguna de esas dormas era autóctona de Ictaria. Si bien la de Hedonia había sido excavada directamente en el suelo, donde fue encontraba originalmente, literalmente todas las que había en Ictaria habían sido trasladadas, pieza por pieza, desde otro punto de la extensísima cartografía de Ictæria, en un tiempo muy remoto, anterior incluso a la Gran Escisión.

            Esa librería era la más bella y grande que ella había visitado jamás, si bien tampoco había visitado tantas. La joven HaFuna quedó obnubilada por aquél majestuoso edificio con privilegiadas vistas al cuidado parque que circundaba la Ciudadela, donde las bestias domesticadas campaban a sus anchas alimentándose de la jugosa vegetación y los engalanados nobles paseaban con sus familias, o bien tomaban el fresco a la sombra de alguno de aquellos altos árboles mientras leían o practicaban alguna bella tonada con sus instrumentos.

            El librero era un HaFuno viejo y encorvado, minúsculo pese a su vetusta edad. A Måe le llamó poderosamente la atención que un HaFuno tan pequeño regentase un local con estanterías tan altas que se perdían en el techo. Divertida al tener que dirigirse a él inclinándose hacia abajo, cuando toda su vida había hecho justo lo contrario, le acompañó a la sección donde se encontraban los libros de Historia. La joven HaFuna era conocedora de la afición, rayana en la obsesión, que Eco tenía por la época de la Gran Escisión. Su intención era la de ofrecerle algo más de material con el que complementar su ya más que generosa biblioteca temática particular.

            El librero le aseguró que ese era uno de los mejores libros que podían encontrarse sobre el tema. Se trataba de un volumen grueso, con cubierta de cuero envejecido y grabados plateados. No era barato: comprarlo la dejó con menos de la mitad de cuentas de las que ostentaba en aquella bonita bolsa. No obstante, se las gastó con sumo gusto, convencida de lo que hacía, y deseosa de poner tener a Eco delante para ofrecerle aquél presente.

Tomó el ascensor más cercano y volvió volando a la isla del molino, tan tarde, que para cuando llegó a duras penas quedaban unos ligeros rescoldos de la luz del sol azul en la curvada superficie de Ictæria.

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