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Publicado: 20 septiembre, 2022 en Sin categoría

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Ya era noche cerrada, aunque no total, cuando Eco llegó a El abrazo de Tås. Había destinado tanto tiempo a la lectura de aquél libro que volvía a estar hambriento. Tan solo cruzar el umbral de la puerta de la taberna y notar el delicioso olor del guiso que se servía esa noche, se le hizo la boca agua. Tomó asiento y buscó a Aru con la mirada, pero no la encontró. Cuando uno de sus trabajadores fue a tomarle la comanda, éste le informó que Aru había salido hacía un par de jornadas en un viaje de trabajo, y que ignoraba cuánto tardaría en volver. Esa noche no se encontrarían. Eco se mostró algo decepcionado por la nueva, pues le apetecía bastante charlar con ella. Pidió una ración y aguardó pacientemente a que se la trajeran.

            Cuando llegó la cena, aún estaba enfrascado en la lectura de aquél peculiar libro. Le estaba despertando sentimientos encontrados. Pese a que tanto en la portada como en su arranque se mencionaba de manera explícita que el libro era anónimo, Eco sentía mucha curiosidad por la identidad de su autor. Resultaba evidente el motivo por el que su escritor había preferido mantenerse en el anonimato, pues el relato que hacía de Ulg era demasiado amable, en claro contraste con la versión oficial y extendida, que siempre le había tildado de un vil traidor a las órdenes del ejército HaGrú durante la Gran Guerra. El HaFuno cuernilampiño no alcanzaba a comprender qué podría haber empujado al autor a tomar la decisión de enfocarlo de ese modo, pero sí por qué había acabado en el altillo de aquella estantería, olvidado durante ciclos y cubierto de polvo.

            El guiso, que llegó a la mesa literalmente hirviendo, estaba tan rico como su olor sugería. El HaFuno cuernilampiño dejó a un lado el libro y lo guardó en su macuto. Había comido y cenado ahí muchas veces, y pernoctado en las habitaciones de la posada tantas sino más. Jamás se había sentido decepcionado con la comida, y mucho menos con hambre. Esa no sería la excepción. Sin ser cara, aquella taberna no era barata, sobre todo comparada con la mayoría de tugurios de la cara inferior de Ictaria, pero Eco debía rendirse a la evidencia que cuanto salía de aquella cocina valía hasta la última cuenta que costaba.

Aru había sabido escoger muy bien a sus trabajadores, y Eco se sentía muy satisfecho y en cierto modo incluso orgulloso por ello, porque todos y cada uno de ellos tenían idéntico origen humilde. Había pasado mucho tiempo desde que la conociera, y Eco siempre gustaba de confirmar que la Aru de la actualidad no tenía nada que ver con la asustada y maltrecha HaFuna que él se encontró hacía tantos ciclos en el camino hacia las minas de Ötia. Ahora, a diferencia de entonces, Aru era una HaFuna fuerte, decidida, dadivosa, enérgica y sobre todo, feliz.

Al acabar su plato, y pese a que estaba bastante lleno, no pudo evitar pedir otra ración. No fue capaz de acabársela, pero la disfrutó hasta la última cucharada. Ahora ya con la panza bien llena, finalmente abandonó su asiento. Pagó al mesero religiosamente por el ágape, cruzó de extremo a extremo la taberna y se dirigió hacia el mostrador de la posada, al final del pasillo que conectaba ambas estancias. El HaFuno que hacía guardia ahí, que había estado dormitando hasta el momento, se irguió tan pronto le vio. Se trataba de un HaFuno bastante joven y muy tímido. Le había reconocido, y se puso bastante nervioso por tener que tratar con él.

ECO – Quiero una habitación con vistas a la Torre.

El recepcionista de la posada asintió, con la mirada gacha, sin mediar palabra. Tras una breve inspección a los alrededores, confirmando que nadie les hubiera oído y que nadie les seguiría, le hizo un gesto a Eco para que le acompañase. El clamor ahogado de las voces de los parroquianos de la taberna hacía de telón de fondo. El recepcionista tomó un candil, lo prendió, y guió a Eco más allá de las escaleras que comunicaban con los pisos superiores, donde se encontraban las habitaciones de la posada. Pasaron por un pasillo angosto hasta llegar a una puerta de aspecto francamente anodino, frente a la cual se pararon.

Aquél joven abrió la puerta, se hizo a un lado, e invitó a Eco a entrar. El HaFuno cuernilampiño hizo lo propio, tomó el candil que el recepcionista le ofrecía y cerró la puerta tras de sí, sin mediar palabra. Aquél cuarto era tan pequeño que resultaba incluso claustrofóbico. Una de sus paredes estaba ocupada de arriba abajo por una estantería, llena de útiles de limpieza. Apoyada sobre la otra descansaban tres escobas viejas. Eco apoyó el candil en un alzapaños que pendía de la pared opuesta a la puerta por la que había entrado.

Comprobó que la puerta estuviera bien cerrada antes de agacharse. El suelo estaba cubierto por una moqueta raída. Eco la levantó por una esquina, mostrando una pesada trampilla de forja que dejaba entrever una escalera que se adentraba en las entrañas de Ictaria. Se sacó la llave que le pendía del colgante que tenía al cuello y, ayudado por la tenue luz del candil, la enhebró en el candado que mantenía fuertemente cerrada la trampilla. Con ésta abierta, el HaFuno cuernilampiño tomó de nuevo el candil y accedió a una escalera en espiral. Cerró de nuevo la gruesa cerradura, metió una mano por entre las excesivamente gruesas barras de metal y acomodó de nuevo la moqueta para ocultar la trampilla. Acto seguido comenzó a bajar la estrecha y empinada escalera.

Tras lo que le pareció una eternidad, finalmente llegó al extremo opuesto. Ahí el ambiente era todavía más fresco, y el olor sustancialmente más viciado. Dejó el candil apoyado en el tercer escalón de la escalera por la que había bajado y miró en derredor. Se encontraba en una sala de planta eneágona. Seis de sus nueve lados tenían puertas prácticamente idénticas, todas bastante estrechas. Las otras tres paredes estaban burdamente excavadas en la roca. Sobre cada una de las seis puertas había un icono. Ningún texto los acompañaba.

El HaFuno cuernilampiño estaba observando esas inscripciones cuando escuchó un ruido. El golpe al caer del candil le sobresaltó. El sonido retumbó en las paredes de un modo francamente tétrico. La luz del candil se apagó al instante, y al rancio tufo a humedad que reinaba en el ambiente se le sumó el dulzón olor del humo del candil recién apagado. Eco vio los cuatro ojillos rojizos del gníbiro que había tirado el candil, y escuchó sus patitas arañando la piedra, alejándose de él, hacia una grieta en la pared por la que enseguida desapareció.

Sus ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse a la oscuridad de aquella sala. Si lo hicieron fue únicamente porque la oscuridad no era total. Por las rendijas de una de aquellas seis puertas se colaba un poco de luz. Eco se dirigió hacia esa puerta prácticamente a tientas y se plantó delante. Colocó la mano en el tirador y respiró hondo. Lo accionó y tiró hacia él. Se vio en la obligación de entrecerrar los ojos e incluso protegerlos con su antebrazo para salvaguardarse del exceso de luz. Lo que había al otro lado de aquella esbelta puerta se mostraba extrañamente borroso. Daba la impresión que estuviese mirando el fondo de un lago, y que las ondulaciones de la superficie del agua le impidieran verlo con nitidez.

Al otro lado de la puerta había una cabaña bastante humilde, hecha de madera. Por una de sus ventanas entraba la luz directa del sol azul, y a través de ella se veía con claridad un cielo inmaculadamente verde, espléndido, sin un solo nimbo. El HaFuno tragó saliva y adelantó una de sus manos. Cuando ésta tocó aquella especie de barrera invisible, el HaFuno cuernilampiño sintió un escalofrío por el cuerpo que incluso le hizo erizar el furo del lomo, de pura nostalgia. Sin pensárselo dos veces dio un paso firme al frente, y cruzó al otro lado del portal.

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