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Publicado: 27 noviembre, 2021 en Sin categoría

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Snï comenzó a arder de color morado cuando vio emerger a Måe por las escaleras en espiral que conducían al ático del molino. La joven HaFuna contempló desde el último escalón a Eco, dormido de nuevo sobre la mesa de su estudio, con un hilillo de saliva emborronando uno de aquellos viejos, quebradizos y tediosos libros de Historia que con tanto ahínco leía y releía. Måe hizo un gesto de negación con la cabeza, con una sonrisa dibujada en el rostro. Estaba de bastante buen humor esa mañana.

            La joven HaFuna agarró el quinqué, y Snï comenzó a revolotear alegre y agitado en su interior. Se disponía a desandar sus pasos, cuando una de las tablas de madera del suelo, aún algo abombada tras la desafortunada visita del nimbo no hacía mucho, crujió con un estruendo que despertó a Eco. El HaFuno aquejó un dolor en su cuello, en lo que bostezaba y se giraba hacia Måe.

MÅE – Un día te vas a quedar tan agarrotado en la silla que no vas a poder volver a levantarte.

            Eco estiró los brazos al aire, haciendo crujir sus articulaciones, mientras bostezaba de nuevo.

ECO – ¡Ya será menos!

MÅE – ¿Cuánto hace que no duermes en tu cama?

            Eco echó un vistazo hacia el lugar donde ésta debía estar. Había sido sepultada por ropa y mantas de todo tipo, libros y más libros, pergaminos, cajas con útiles de escritura e incluso algún que otro ídolo de madera de aquellos que tallaba en su tiempo libre. Había tantas cosas encima, que costaba distinguir incluso su forma.

MÅE – Al final te va a pasar factura. Descansar debidamente es muy importante, Eco.

            El HaFuno se llevó una mano a la nuca y se la rascó, al tiempo que se levantaba con un gruñido.

MÅE – ¿Tan interesante es eso que estás estudiando?

            Eco comenzó a olisquear el ambiente, ignorando abiertamente las observaciones de la joven HaFuna.

ECO – ¿A qué huele?

MÅE – Estoy preparando tortas. Pero necesitaba a Snï para calentarlas.

ECO – ¿Y no me ibas a invitar?

MÅE – No hasta que no estuvieran listas.

            El HaFuno acarició el furo piloso de Måe, y le hizo un gesto invitándola a abandonar el ático. Los tres bajaron las escaleras y se dirigieron hacia la cocina. Mientras Eco vestía la mesa y preparaba los cubiertos, Måe, con la ayuda de Snï, cocinó las tortas, y presentó media docena en un gran plato de cerámica, para verter acto seguido jarabe de ruka en lo alto. Ambos se sentaron a la mesa, sobre la que descansaba el quinqué, y comenzaron a degustar el sencillo pero a la vez delicioso desayuno. Eco agradecía tener a Måe cerca, pues él era un negado para esas cosas.

            La joven HaFuna acabó enseguida, y se excusó para ir a vestirse a su cuarto. Eco devoró la última torta, y comenzó a fregar los cacharros. La luz del sol azul entraba prácticamente horizontal por la ventana desde la que se veía la balsa. Måe no tardó en aparecer de nuevo bajo el umbral de la cocina. Iba vestida con otro de aquellos bonitos vestidos veraniegos que ella misma había diseñado y cosido, uno con la falda superpuesta por el lomo que le permitía dejar la cola al descubierto.

MÅE – Me voy a marchar ya.

            Eco negó con la cabeza, mientras secaba con un trapo con estampado de topos uno de los platos con los que habían desayunado.

ECO – ¿Quieres que te acompañe?

MÅE – No, no.

            El HaFuno frunció ligeramente el entrecejo, con una media sonrisa dibujada en el rostro.

ECO – ¿Ya sabrás llegar tú sola?

MÅE – Que sí. He estado estudiando el mapa que me diste. Ahí las calles son muy… previsibles. Además, tengo que aprender a llegar sola. Si no, cuando empiecen las clases voy a tener problemas.

ECO – De verdad que no me cuesta nada, Måe. Tengo tiempo.

MÅE – Descuida. Iré por la ruta que volvimos ayer, que me pareció más cómoda.

ECO – Como prefieras.

MÅE – Intentaré volver pronto.

ECO – Te esperaré despierto.

            La joven HaFuna sonrió de nuevo, mientras se calzaba sus botas favoritas. Eco se secó las manos y se acercó a su macuto, que descansaba colgado del perchero de la entrada. Sacó su bolsa de cuentas y la abrió. Vertió su contenido sobre la mesa de la sala, y las cuentas comenzaron a rodar hasta quedar irremediablemente inmóviles por uno de sus dos extremos planos con grabados, del centro de los cuales emergía el hueco que las cruzaba de un extremo al otro.

            Las había rojas, verdes y azules, aunque estos no eran los únicos materiales de los que estaban hechas. Las había mucho más valiosas, pero Eco prefería no deambular con ese tipo de cuentas, y por más que le pesara, mucho menos en un lugar tan próximo a la cara inferior de Ictaria. Pese a que su valor económico estaba estrechamente ligado a su peso, éste en realidad era tan solo fruto del constructo social que había alrededor de su uso, pues el valor de una cuenta era mucho mayor que el valor del material del que estaba hecha.

            Agarró una docena de cuentas rojas y se las ofreció a Måe. Ésta, aunque con algo de reticencia, las cogió.

ECO – ¿Necesitas más?

            La HaFuna negó con la cabeza. Aún así, Eco le entregó dos cuentas azules más.

MÅE – ¡No voy a necesitar tanto!

ECO – Pues lo traes de vuelta. Ya ves tú qué problema.

            Måe, de mala gana, se guardó las cuentas en el bolsillo lateral de su vestido.

MÅE – Gracias.

            Eco hizo un ademán para restarle importancia, y guardó el resto de cuentas en la bolsa.

MÅE – ¿Quieres que traiga algo de Ictaria?

ECO – No hará falta.

            La joven HaFuna se dirigió a la puerta de entrada.

ECO – Ve con cuidado, ¿vale?

            Måe asintió.

ECO – No hagas caso a los extraños, y si te encuentras con un imbécil como ayer… pasa de largo.

MÅE – Así lo haré.

            Eco se quedó a solas con Snï, y con su inestimable ayuda se preparó un té caliente de pétalos secos de moaré. Subió de nuevo al ático y se enfrascó en sus estudios, algo descorazonado por sus escasos avances, pero más que dispuesto a sacar algo en claro.

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