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Publicado: 28 octubre, 2023 en Sin categoría

Eco aterrizó atropelladamente a los pies de la imponente muralla de la Ciudadela. Lo hizo en una zona especialmente despejada, lejos de las miradas sojuzgadoras de los transeúntes. Si bien su objetivo era llegar al templo de Ymodaba para poder cumplir su misión de una vez por todas, a partir de ahí no podía seguir avanzando en vuelo. De lo contrario, el gran problema al que se enfrentaba en esos momentos parecería una nimiedad en comparación con el que se cerniría sobre él si le descubrían sobrevolando el templo. Estaba francamente agotado de tanto volar y de hacerlo tan rápido, pero aún estaba más enojado consigo mismo por el desarrollo de los acontecimientos. Nada había salido como él pretendía.

            Había conseguido deshacerse de aquella HaFuna por un mero golpe de suerte, pero era consciente que eso no se repetiría. Estaba convencido que había agotado toda cuanto atesoraba para el próximo ciclo, por lo pronto. Alzó el mentón y miró el verde cielo, salpicado de nimbos errantes en la lontananza. No había rastro de ella; no había rastro de HaFuno alguno sobrevolando el perímetro de la Ciudadela. Ello no dejaba de ser lo previsible, pero después de cuanto había tenido que sufrir, toda precaución le parecía poca. Pese a que no hubiese podido decir por qué, estaba convencido que aquella HaFuna acabaría dando de nuevo con él. Del mismo modo que lo había hecho todas las anteriores ocasiones. Por más que lo detestaba, y después de darle muchas vueltas, tan solo fue capaz de dar con un modo de evitarlo.

            El HaFuno cuernilampiño puso rumbo a la entrada más cercana a la Ciudadela. No paraba de mirar por encima del hombro y hacia arriba, esperando en cualquier momento encontrarse a aquella detestable HaFuna encima. Por fortuna, eso no ocurrió. Adelantó al trote un carromato lleno de cajas repletas de jugosa y olorosa fruta y se plantó frente a los dos miembros de la Guardia Ictaria que custodiaban uno de los arcos de acceso exterior de la enorme muralla. Aquellos altos y recios funcionaros de llamativo atuendo eran conocidos por su impasibilidad. Pasaban llamadas y llamadas en la misma posición, sin apenas parpadear. Ahora, sin embargo, ambos centraron su mirada en él, con idéntica expresión adusta en sendos rostros.

            No le dejaron siquiera articular palabra. Avanzaron con pasos fuertes y decididos hacia él, haciendo tintinear sus cimitarras en el proceso, y cada cual le tomó de un antebrazo, con una fuerza a todas luces desmedida. Eco no comprendía nada. Pretendía ampararse en ellos para evitar que aquella HaFuna desbaratase sus planes y, al parecer, había conseguido literalmente lo contrario.

ECO – ¿Se puede saber qué hacen? Suéltenme.

            Trató de zafarse de ellos, pero lo único que consiguió fue que hicieran aún más firme su agarre, hasta el punto que comenzaron a lastimarle. Los HaFunos que entraban y salían de la Ciudadela se les quedaban mirando, horrorizados por la situación. Eco les escuchaba cuchichear, sin duda juzgando acertada la acción de aquellos guardias, que se limitaban a proteger la Ciudadela de maleantes y ladrones. Su carencia de astas no hacía sino enfatizar su conciencia que nadie saldría en su defensa. Estaba abandonado a su suerte, y ésta parecía haberle dado la espalda definitivamente. Dio un par de empellones más, esforzándose en vano por que le soltasen. Intentar dialogar con un miembro de la Guardia Ictaria era igual de útil que hacerlo con una piedra, pero no podía hacer nada más.

ECO – Soy miembro del gremio de mensajeros. Debo entregar un mensaje urgente. ¡Se arrepentirán si no me…!

            Cuando la volvió a ver, las palabras dejaron de acudir a su hocico. No la había visto acercarse, pero ahí estaba de nuevo, entre un grupito de nobles que venía de la ciudad y un par de porteadores que llevaban unos fardos mucho más grandes y altos que ellos mismos sobre el lomo, que parecían tan disgustados como él por la situación. En el rostro de la HaFuna se podía leer un ligero atisbo de decepción, como si aquél desenlace no hubiera estado entre sus planes. Pero había algo más, algo que Eco no alcanzó a discernir pero que le dejó pensativo.

            El HaFuno cuernilampiño se giró de nuevo hacia sus captores, y vio cómo uno de estos ofrecía un breve asentimiento hacia el lugar donde él había estado mirando instantes antes. De no haber tenido la certeza que eso no albergaba ningún sentido, hubiera podido jurar que aquél gesto de asentimiento se lo había hecho a su persecutora. Estaba claro que se había metido en un buen lío, y a esas alturas estaba empezando a convencerse que ya era tarde tanto para salir de él, como para avisar a Aru y que al menos ella pudiera resultar indemne.

ECO – ¡¿De qué se me acusa?!

            Ninguno de los dos respondió. Con una parquedad en palabras digna de elogio, le invitaron a acompañarle tirando fuertemente de él, en dirección al interior de la Ciudadela. Su mayor temor se había materializado delante de sus ojos. Y no podía dejar de lamentarse por haber sido él mismo quien lo propiciase. El HaFuno cuernilampiño trató por activa y por pasiva de hacerles entender que se trataba de un error, pero éstos no parecieron siquiera escucharle. Eco dio un último vistazo hacia atrás antes de cruzar el arco interior de la muralla, y vio de nuevo a aquella HaFuna entre el gentío; ahora lucía una radiante sonrisa en el rostro.

            El camino hacia aquél calabozo fue todo lo humillante que Eco hubiera podido imaginar, o incluso un poco más. Docenas sino cientos de HaFunos se le quedaron mirando mientras los recios guardias tiraban de él, cruzando parques y plazas, calles y avenidas. Al principio ofreció resistencia, tratando de frenar el avance con sus patas inmóviles. Pronto comprendió que toda resistencia era estéril y que así lo único que conseguiría sería llamar todavía más la atención y lastimarse, de modo que se dejó llevar, siguiendo el paso, por otra parte no especialmente rápido, de ambos guardias. Ya no había rastro alguno de la HaFuna, pero eso no sirvió en absoluto de consuelo a Eco.

Cuando finalmente llegaron a aquél vetusto cuartel, con fachada de piedra y metal, que parecía sacado de un libro de Historia, Eco tenía la moral por el suelo. Se dejó llevar hacia su celda con la cabeza gacha y sin atisbo alguno de resistencia. Había fallado a Måe, y jamás se perdonaría por ello. Todos aquellos ciclos de esfuerzo y entusiasmo se habían ido al traste por haber intentado abarcar más de lo que era capaz de apretar. El golpe de la pesada puerta metálica retumbó en la angosta celda en la que le habían metido. Unos tímidos rayos de luz se filtraban por una estrechísima claraboya enejada que había en lo alto de la gruesa pared.

Eco tomó asiento en el banco de piedra que debía hacer las veces de cama, vista la escasez de mobiliario. Al menos no le habían sustraído su macuto, ni el preciado objeto que guardaba celosamente en él. Y eso era algo que le tuvo dando vueltas a la cabeza las siguientes llamadas.

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