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Publicado: 30 May, 2023 en Sin categoría

Eco giró la contraportada del libro y ésta cayó a plomo sobre el grueso volumen que acababa de terminar. Tenía la mirada perdida en la distancia, en algún lugar entre aquella enorme chimenea que resoplaba fuego y cenizas y una de las mesas vacías que había junto al acceso a las letrinas de la taberna. A esas alturas de la tarde no estaba muy frecuentada: quienes habían ido a comer ya se habían marchado, y todavía era pronto para recibir comensales dispuestos a cenar. No obstante, y pese a que a duras penas había una docena de parroquianos, éstos resultaban tan escandalosos que daba la impresión que la taberna estuviese hasta la bandera. Nada nuevo por El abrazo de Täs.

            El HaFuno cuernilampiño todavía estaba dándole vueltas a la cabeza. La fábula de Ulg había resultado ser un libro sobre los orígenes de la Gran Escisión muy distinto a todos cuantos había leído hasta el momento. Aún no daba crédito de lo afortunado que había sido al encontrarlo. El tramo final había sido lo que más le había sorprendido con mucha diferencia. Lo había leído del tirón, ajeno a todo cuanto le rodeaba.

No era el primer libro que leía enfocado en aquél antihéroe de la antigüedad, aunque sí el primero que le trataba como un HaFuno más, y no como un psicópata misHáFuno a sueldo de los ejércitos HaGrúes. La totalidad de los libros que había leído al respecto acababan sus páginas con el cataclismo que provocó el exilio de los HaFunos en el cielo de Ictæria. La fábula de Ulg, no obstante, seguía narrando la historia de aquél peculiar personaje un buen trecho tras ese traumático evento. Tardaría mucho en quitárselo de la cabeza. De hecho, ya estaba flirteando con la idea de leerlo de nuevo de cabo a rabo.

            Su zamosa ya se había quedado fría. Se la bebió de un trago y se disponía a pedir otra al mesero, cuando las puertas de la taberna se abrieron de par en par, golpeando contra las paredes, a lado y lado, antes de volver a su posición original. Aru mostraba una mirada de genuina preocupación. Eco le llamó la atención agitando un brazo, y su amiga le vio. Su expresión facial dio un giro de ciento ochenta grados y, ahora con una sonrisa radiante, salvó la distancia que la separaba de él con sus recias patas. Se apartó la cola con la mano, para acomodarse, y hundió sus posaderas en la silla vacía que había junto al HaFuno cuernilampiño.

ARU – Ya pensé que no vendrías. ¿Te habías olvidado de los pobres?

ECO – ¿Cómo podría? Veo uno todas las mañanas cuando me miro al espejo.

            La HaFuna le dio un golpe a Eco en el hombro. El HaFuno cuernilampiño aguantó el dolor estoicamente. Aquella HaFuna no sólo pesaba mucho más que él, sino que tenía mucha más fuerza.

ECO – ¿Y esa cara tan larga que traías?

            Aru resopló.

ARU – No van las cosas bien, Eco.

ECO – ¿Qué ocurre?

ARU – Las malditas minas…

            Eco frunció el entrecejo. Las minas de Ötia solían ser un tema de conversación recurrente siempre que visitaba a Aru, pero no recordaba haberla visto tan preocupada desde hacía bastante tiempo.

ARU – Han encontrado otro yacimiento.

ECO – ¿¡Otro!? ¡Madre raíz! ¿Pero cuánto más pretenden exprimir esta maldita roca voladora?

            Aru suspiró.

ARU – Se conoce que es uno bastante grande, y… han aumentado el sueldo, para atraer más trabajadores.

ECO – Partiendo de esa miseria, tampoco debe haber sido muy complicado.

ARU – Suficiente para que hayan ido en tromba. Parece mentira.

            Eco se acarició los nudillos, mientras se mordía el labio.

ARU – Se me ha ido la mitad de la plantilla, Eco.

ECO – ¿Qué dices? Pero… ¿cómo?

ARU – Tú ya sabes que sólo contrato a HaFunos que vienen de las minas.

ECO – De eso se trataba todo esto, desde el principio.

ARU – Pues se han puesto en contacto con ellos. No me preguntes cómo, pero lo han hecho. Ellos ya saben lo que hay que hacer, no hace falta que les enseñen nada. Les han ofrecido más de lo que yo les pago. Y… muchos se han marchado. Algunos no han dado ni la cara. Sencillamente… han desaparecido.

            Eco negó con la cabeza, contrariado.

ARU – Tengo a los pobres que se han quedado doblando turno.

ECO – Lo lamento mucho.

ARU – Vengo de buscar sangre fresca, pero… no es una buena época.

ECO – ¿Has conseguido algo?

ARU – No gran cosa, la verdad. Pero… sí. Podré ir tirando, pero… como esto se prolongue mucho tiempo, voy a tener problemas. Problemas serios.

ECO – Yo todavía no doy crédito que sigan encontrando mineral ahí abajo. Eso llevaba ahí desde antes de la Gran Escisión, y nadie se había molestado en levantar una piedra.

ARU – Ya, pero entonces tenían toda Ictæria para minar, y portales por todos lados para trasladar el género. Ahora se agarran a esto como a un clavo ardiendo, aunque se lleve por delante la vida de un montón de incautos muertos de hambre, que lo único que pretenden es que no les falte un plato que llevar a la boca a sus familias. Al fin y al cabo, no son más que icterios. Escoria.

ECO – No digas eso, Aru, por el amor de Ymodaba.

ARU – Lo son. Para ellos, lo son, Eco. Lo fuimos. Lo somos. Lo seremos por siempre. Eso no va a cambiar.

            Eco no pudo evitar fijarse en la cicatriz que cruzaba su cara, y la cuenca vacía de su ojo. Lamentaba por encima de todo que no hubiera nada en su mano para acabar con esa locura. Aru se giró y llamó la atención a un joven HaFuno, al que a duras penas empezaban a crecerle las astas, que llevaba ya un buen rato mirándoles de soslayo.

ARU – ¿Qué pasa, chico? ¿Te ha picado un biosbardo en el trasero?

            El chico tragó saliva, visiblemente nervioso.

ARU – Ven aquí, y dime lo que tengas que decirme. ¡Que no te voy a morder!

            El HaFuno, con la mirada gacha, se acercó a la mesa que compartían Eco y Aru. Prácticamente aguantando la respiración, se llevó una mano a la faltriquera que llevaba al costado y sacó de ella un sobre lacrado, que entregó a Aru. Tan pronto ella se hizo con el sobre, el chico le ofreció un brevísimo asentimiento de astas y salió a toda velocidad de vuelta a la puerta de la cocina. Aru sonreía de nuevo.

ARU – Es el hijo de una de las cocineras. Lo tengo de pinche de cocina y barriendo los pasillos. Es buen chico, aunque muy tímido.

            Ambos echaron un vistazo al sobre. El papel era de buen gramaje. Les sorprendió descubrir que el lacre carecía de sello. Era un simple triángulo que apuntaba hacia arriba, sin ningún tipo de ornamento ni señal distintiva. Aru lo arrancó y sacó del sobre la carta. Eco vio cómo la sonrisa se le helaba en el rostro a medida que reseguía las palabras con la mirada.

ARU – Eco, tienes que leer esto.

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