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Publicado: 7 diciembre, 2021 en Sin categoría

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Måe colocó la última cuenta sobre el cuenco de hueso que había en el mostrador. El camarero las recogió, las contó velozmente y comenzó a enhebrarlas en su ábaco, no sin antes despedirse amablemente de ellas. No era capaz de reconocerse a sí misma invitando a Una con un dinero que ni siquiera era suyo, pero al llegar al mostrador, todo había ocurrido demasiado rápido. Su afán por mostrarse amistosa con ella había sido más fuerte que su sentido común. Ahora ya no había marcha atrás y, curiosamente, no se arrepentía de lo que había hecho. La joven HaFuna recordó vívidamente la conversación que había tenido con Eco la jornada anterior.

Aquellos batidos y aquellas pastas estaban riquísimos, pero su precio era a todas luces prohibitivo. Con lo que Eco le había entregado esa mañana antes de partir había tenido suficiente para costear lo que habían tomado ambas, pero esa dinámica de gasto era a todas luces insostenible, ni siquiera a corto plazo. Cada vez estaba más convencida que había llegado el momento de generar sus propios ingresos. Todo sería diferente si siguiera en Hedonia, pero por suerte o por desgracia, ya no estaban ahí, y la joven HaFuna se veía en la obligación de adaptarse a esa nueva vida cuanto antes, al menos si no quería perderse en el intento.

Ambas salieron del pequeño local y se quedaron a un lado de la transitada acera. Una se puso la pamela que llevaba cordada al cuello, para protegerse del sol azul que parecía ocuparlo todo.

UNA – Gracias por invitarme. De verdad que no hacía falta, eh.

MÅE – No se merecen. Ha sido una velada agradable, y quería agradecértela de algún modo. No conozco a nadie más aquí, y… me lo he pasado muy bien.

UNA – Lo mismo digo. ¡Oye! ¿Al final me enseñarás tu casa o qué? Mañana tengo todo el día libre. Si quieres podemos volver a quedar.

MÅE – ¡Claro! ¿Hay algún ascensor por aquí?

UNA – Un par de calles más abajo hay uno…

MÅE – Pues si quieres quedamos ahí mañana a la… cuarta llamada. Yo te estaré esperando abajo. Cógelo, y… nos vamos juntas.

UNA – ¡Vale!

            Una frotó su mejilla con la de Måe, y ésta notó cómo se le erizaba el furo del lomo. El perfume que llevaba era distinto al de la jornada anterior, más afrutado. Se despidieron afectuosamente, y la HaFuna le dedicó una sonrisa antes de emprender de nuevo el camino hacia la lanzadera que la llevaría de vuelta a la isla residencial en la que vivía con su familia. Måe se quedó sola y pensativa dentro de un gran alcorque que daba vida a un enorme árbol de pequeñas y bonitas hojas anaranjadas, que daba sombra varias zancadas a la redonda.

La joven HaFuna aún no daba crédito a lo bien que había salido todo. Algo dentro de sí le decía que Una la juzgaría por su origen humilde y no querría saber nada de ella, pero para su sorpresa había ocurrido todo lo contrario: habían quedado la jornada siguiente una vez más, y en la isla del molino, nada menos. Se llevó la mano a bolsillo lateral de su vestido y sacó las pocas cuentas que le habían quedado tras pagar el desayuno. Con lo que le había sobrado tenía lo justo para pagar el trayecto en ascensor de vuelta a la cara inferior de Ictaria. La joven HaFuna suspiró, apesadumbrada, y emprendió el camino de vuelta a casa.

Siguiendo las directrices de Una, y esforzándose al máximo por recordar las calles por las que pasaba, se dirigió al edificio de los ascensores. Al cruzar la última bocacalle dio con él. No pudo evitar reírse por lo desubicada que estaba: habían vuelto sobre sus pasos, y ella no se había dado ni cuenta. Dejó pasar un carromato en el que una pareja de jóvenes nobles daba un paseo romántico antes de cruzar la calle.

Junto a la puerta de aquél pintoresco edificio se encontraba el HaFuno mendicante con el que ella y Eco se habían cruzado la jornada anterior. Tenía idéntica pose, con la cabeza gacha y los brazos en alto. Måe llevaba las cuentas en la palma de su mano, preparadas para entregárselas al ascensorista. Su atención se desvió hacia un pequeño puesto itinerante que había a pocas zancadas de ahí. Una vieja vendedora ambulante vestida de negro de la cabeza a las patas invitaba a los viandantes a probar sus ricas rakutas rellenas de carne especiada.

Måe se dirigió convencida al puesto callejero, y se gastó hasta la última cuenta en una de aquellas ricas y calientes raciones. Pese a que acababa de alimentarse, no pudo evitar que la boca se le hiciese agua. El olor era francamente sugerente. Sin pensárselo dos veces, se acercó al mendicante, y respiró hondo.

MÅE – Oiga.

            El HaFuno bajó sus brazos y alzó su mirada cansada hacia la joven HaFuna. Sus ojos denotaban tristeza, resignación y nostalgia.

MENDICANTE – ¿Quieres que me vaya?

MÅE – No, no quiero que se vaya. Quiero coma un poco.

            Måe le ofreció la rakuta caliente, envuelta en un hatillo de papel que estaba comenzando a humedecerse. El HaFuno la observó con el ceño ligeramente fruncido. La calle le había enseñado que no debía fiarse del extraño generoso. Con frecuencia, tras las palabras amables tan solo había un Hafuno que pretendía reírse a su costa y humillarle. En el mejor de los casos.

MENDICANTE – ¿Por qué lo haces?

MÅE – Porque puedo, y porque quiero. En el sitio del que vengo, ningún HaFuno pasa hambre.

MENDICANTE – Debe ser un lugar magnífico, ese del que me hablas.

            La joven HaFuna asintió. Ictaria tendría mil y una maravillas que ofrecer al viajante, pero ella jamás dejaría de sentirse orgullosa de sus orígenes humildes.

MÅE – Lo es. Ahora, haga el favor de coger lo que le ofrezco, y aliméntese.

            El sorprendido HaFuno agarró el hatillo que le ofrecía Måe, lo desenvolvió con premura y comenzó a hocicar en él. Su expresión facial delató lo mucho que estaba disfrutando de ello, y Måe sonrió abiertamente, aún con un nudo el en estómago.

MENDICANTE – Ymodaba no se olvidará de esto. Eres una buena HaFuna.

            Måe asintió de nuevo, y tras ofrecerle un educado asentimiento de astas, se dio media vuelta. Pasó de largo la entrada al edificio de los ascensores; ya no tenía ningún sentido entrar, pues no tendría con qué pagar el viaje. Lo que hizo fue dirigirse hacia uno de aquellos enormes edificios públicos que se conectaban entre sí en las alturas por grandes puentes en los que viandantes, carros y naves voladoras circulaban sin parar.

Se dirigió hacia la parte menos transitada que encontró en aquél puente de apariencia infinito, y esperó el momento oportuno para dar el salto de fe sin que nadie la observase; sin que nadie pudiera juzgarla por ello. No pudo evitar recibir más de una mirada desaprobadora, pero a semejante distancia, por fortuna, nadie la reconoció. Tampoco lo hubieran hecho de estar más cerca: ahí nadie la conocía, aún.

            Al principio se asustó, porque le costó más de lo habitual arrancar el vuelo, dada la gran fuerza de atracción que poseía el continente, comparada con la de las pequeñas islas a las que ella estaba acostumbrada, donde había aprendido a volar. No obstante, enseguida tomó el rumbo de su caída y comenzó a alejarse del suelo: había tenido un buen instructor, y ni siquiera Ictaria podía hacerle pasar un mal rato a ese respecto. Era una de las ventajas de vivir en una isla, que volar se volvía algo tan fácil y recurrente como respirar.

            Se alejó más y más de la mirada de los curiosos, convencida que había hecho lo correcto, dispuesta a rodear el continente y reencontrarse con Eco y con su estimado Snï. No tardaría mucho en cerciorarse del craso error de cálculo que había cometido. A su pesar, ni siquiera podría esgrimir como excusa que Eco no la hubiera avisado.

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