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Publicado: 25 diciembre, 2021 en Sin categoría

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Eco se rascó el hocico, esforzándose al máximo por reprimir un estornudo. Cerró con fuerza los ojos y tosió repetidamente hacia su hombro, con los ojos fuertemente cerrados. Ello le acarreó una reprimenda en forma de mirada asesina de la anciana bibliotecaria que vigilaba aquella olvidada sala en el sótano de la vieja biblioteca central de Ictaria. El eco de su tos reverberó por las paredes circulares de un modo ciertamente inquietante, durante mucho más tiempo del que el HaFuno hubiera podido prever.

Aquellos libros estaban francamente polvorientos, lo cual parecía incluso contradictorio, habida cuenta que aquella especie de silo subterráneo carecía de ventanas. Por su aspecto y su olor, parecía que hacía mucho tiempo que nadie lo visitaba. La sala, de forma cilíndrica, se hundía en las entrañas de Ictaria siete plantas, conectadas entre sí por escaleras en espiral. Su perímetro estaba en entero tapizado por libros, muchos de los cuales se remontaban antes incluso de la Gran Escisión. Daba la impresión que hiciera cientos de ciclos que nadie les prestaba la más remota atención: ese era el motivo por el cual Eco estaba ahí.

            El HaFuno notó un escalofrío en el lomo, iluminado tan solo por la tenue luz de aquél simple candil que descansaba en la mesa redonda a la que estaba sentado. En esos momentos echaba de menos a Snï; el pequeño fuego fatuo iluminaba tanto o más que aquél artilugio pero, si uno se lo pedía con educación y se le daba para consumir madera o una buena sabia, también podía ser una fuente de calor nada desdeñable.

            Sobre la mesa en la que llevaba toda la mañana trabajando había desperdigados más de media docena de antiquísimos libros. La mayoría de ellos narraban desde diferentes puntos de vista lo que había supuesto la Gran Escisión; tanto los acontecimientos que la habían desencadenado, como el traumático evento que había supuesto la escisión de Ictæria en sí misma. A grandes rasgos, todos narraban la misma historia, pero si uno prestaba la suficiente atención, encontraba numerosas incongruencias y contradicciones, ya fuera en pequeñeces o en grandes premisas. No obstante, todas y cada una de ellas conseguían ponerse de acuerdo en señalar un culpable: un HaFuno llamado Ulg.

            Para fastidio de Eco, todos y cada uno de ellos habían sido escritos por HaFunos. Él hubiera dado cualquier cosa por encontrar un libro que narrase la Historia de esa época y en especial de los eventos que la desencadenaron escrito por un HaGrú. Los hubo, y muchos, incluso alojados en esa misma biblioteca, pero irremediablemente todos y cada uno de ellos habían acabado siendo pasto de las llamas. Tras la Gran Escisión, se prohibió la divulgación de cualquier escrito de procedencia HaGrú, y se destruyeron todos los ejemplares que habían llegado con ellos al anillo. Eco jamás había conseguido encontrar uno solo, por más que había puesto todo de su parte. Lamentablemente, había pasado demasiado tiempo.

            En esos momentos estaba concentrado en uno de aquellos viejos libros, el más viejo con diferencia, escrito por un HaGapimú. Su cubierta era de recio cuero, negro como la noche total, y pese a su antigüedad, había aguantado el paso del tiempo mucho mejor que la mayoría de libros de aquella olvidada sala de la biblioteca. Aquellos extraños y pequeños seres eran muy conocidos por su exquisita habilidad para hacer que las cosas perdurasen en el tiempo, aunque lamentablemente, su propia raza no había tenido tanta suerte como su obra.

            Encontrarlo había sido prácticamente cuestión de suerte, porque estaba sepultado por otro montón de libros, a juicio de Eco, perfectamente inútiles, en una de las pilas que había en la planta inferior de la sala. Se trataba de un grueso tratado de arquitectura en el que la enorme mayoría de sus hojas contenía delicados grabados que narraban el proceso de construcción de muchos de los edificios que aún se podían visitar en Ictaria, en especial en la zona interior de la muralla. Otros muchos de los edificios a los que hacía referencia habían pasado a mejor vida durante la Gran Guerra, o se habían derrumbado por obra de algún incendio descontrolado o un desastre natural.

Aquél libro también contenía referencias al urbanismo radial de la zona, a los canales de drenaje y túneles subterráneos que conectaban los principales edificios institucionales. Había un elevado número de plantas, alzados, secciones e incluso rústicas perspectivas con profundidad, así como infinidad de detalles constructivos y referencias a materiales y procesos de manufactura. La de los HaGapimús era una raza especialmente rigurosa y elegante en sus estudios, y aquél en concreto, debía haber dedicado al menos media vida a redactar ese libro.

            Eco revisó por enésima vez su ajado cuaderno de viaje, al que había añadido media docena de nuevas hojas las últimas llamadas, y lo cerró con un sonoro golpe. El gesto levantó una pequeña nube de polvo que la llama del candil hizo especialmente vistosa. Se levantó y llamó la atención a la bibliotecaria, que había estado observándole prácticamente sin pestañear desde que posara sus nalgas en el duro taburete de madera.

ECO – Muchas gracias por su ayuda y sobre todo por su tiempo. He concluido mis estudios por hoy.

BIBLIOTECARIA – Es para mí un honor poder ofrecerle acceso a estos viejos ejemplares. Casi nadie baja aquí. Nunca.

            Los arrugados y cansados ojos de la bibliotecaria enfocaron por un momento al suelo de cerámica, a través de aquellos espejuelos de montura metálica.

BIBLIOTECARIA – ¿Cómo alguien tan joven como usted está interesado en estos libros tan viejos? Eso es algo que no comprendo.

ECO – Siempre me ha interesado mucho la Historia. ¿No le parece a usted fascinante lo que consiguieron hacer los HaFunos de antaño, arrancando la capital del reino de la mismísima madre Ictæria, como quien transplanta un árbol joven?

BIBLIOTECARIA – Sin duda alguna es un hecho más que considerable.

ECO – Además, no soy tan joven como aparento. Eclosioné hace ya muchos ciclos, lo que ocurre es que me conservo muy bien.

            La bibliotecaria sonrió ante la ocurrencia de Eco, y éste cogió con delicadeza aquél vetusto libro de negra cubierta.

ECO – Precisaré una copia de este libro.

            Eco le entregó el ejemplar a la bibliotecaria. Ésta se ajustó los espejuelos y lo hojeó con parsimonia.

BIBLIOTECARIA – No va a ser sencillo. Este libro contiene muchos grabados. Grabados muy complejos.

ECO – ¿Disponen de un copista, no es cierto?

BIBLIOTECARIA – Disponemos de varios, pero… no es este el tipo de trabajo al que están acostumbrados.

ECO – ¿Sería posible hacerlo?

            La bibliotecaria se tomó su tiempo para responder, mientras reflexionaba.

BIBLIOTECARIA – Podríamos hacerlo, pero… el trabajo se demoraría al menos una estación.

ECO – No tengo tanta prisa.

BIBLIOTECARIA – Y no sería barato.

ECO – Eso tampoco tiene por qué ser un problema. Les puedo pagar por adelantado, si es menester.

            Ambos se aguantaron la mirada durante unos instantes, como en una especie de pelea silenciosa. Finalmente la bibliotecaria asintió, se llevó el libro a la axila, y le hizo un gesto con la cabeza a Eco.

BIBLIOTECARIA – Acompáñeme, si es tan amable.

ECO – Después de usted.

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