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Publicado: 14 septiembre, 2021 en Sin categoría

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Måe observaba con el hocico entreabierto a la pequeña Baikal, ignorante que a su vez Goa la estaba observando a ella, divertida por la fascinación que su hermana recién nacida ejercía en su mejor amiga. Måe jamás antes había visto a un cachorro de HaFuno tan, tan pequeño, y no daba crédito a lo que le mostraban sus ojos.

Se trataba en efecto de una HaFuna minúscula, que bien podía caber en la palma abierta de una mano. Tenía los ojitos negros, pues aún estaba ciega, y carecía casi por completo de furo, salvo en el cogote y un poco por el lomo, donde lucía un pequeño mechoncillo de color beige claro. Su cola era tan corta que apenas se podía distinguir. La pequeña HaFuna se asía con sus minúsculas manitas rosadas a las astas de Hap, su madre raíz, de las que libaba su lactorresina. A Måe le encantaban los cachorrillos de HaFuno, y ese le pareció especialmente adorable.

Eco mantenía una divertida conversación con Ena y con Eiikuh. Aún estaban sentados a la mesa en la que habían tomado una opípara y deliciosa cena, gentileza de Ena, como no podía ser de otro modo. Era la primera visita formal que recibía la familia de Goa desde que Baikal saliese de su capullo, más allá de los familiares que habían acudido a dar la bienvenida a la nueva integrante de la familia. La idea había sido de la propia Hap que, consciente que Eco y Måe partirían a la mañana siguiente, quería ofrecerle a su melancólica hija mayor una despedida en condiciones de la que desde bien pequeña había sido prácticamente su sombra.

            Måe salió de su ensimismamiento cuando Hap se llevó ambas manos a las astas y asió con delicadeza a su hija recién nacida. La madre primeriza posó a su cachorra con mucho cuidado en una cuna minúscula, de cuya base acolchada emergía en posición vertical una rama seca y pulida de sájaco, a la que la pequeña HaFuna se asió instintivamente. Eiikuh abandonó sin previo aviso la conversación, y se acercó presuroso a su hermana pequeña. Tras obtener el visto bueno por parte de su madre, le acarició el lomo, y se maravilló cuando la pequeña HaFuna le asió el índice y comenzó a succionarlo.

Las crías de HaFuno, pese a que crecían relativamente rápido, al salir del capullo eran muy pequeñas y vulnerables, por lo que no era recomendable llevarlas en las astas más tiempo del imprescindible para darles de libar, y mucho menos en el exterior. Baikal aún tardaría bastante en alimentarse de nada que no fuese la lactorresina que le ofrecían las astas de su madre raíz, pero por hoy había tenido más que suficiente.

            Ambas amigas se habían esforzado al máximo por aparentar normalidad durante la cena, aún conscientes que esa sería la última vez que se verían en probablemente mucho, mucho tiempo. Quizá incluso fuese la última. Charlaban distendidamente, como tantas otras veces que habían cenado juntas.

Eco echó un vistazo por la ventana; el color verde rosáceo del cielo auguraba la inminencia de la noche. Tomó el último sorbo de su infusión, que ya estaba fría, e invitó a Måe a volver al molino.

La despedida fue todo un drama, como todos sabían que sería. Ambas amigas se deshicieron en lágrimas, deseándose lo mejor la una a la otra. Sabían que se abría frente a ellas un universo fascinante, con el inicio de su aprendizaje de gremio, pero aún se resistían a asimilar que no volverían a compartir ninguna clase más al inicio del nuevo curso, como había ocurrido desde que las dos tenían memoria.

Ambas prometieron enviarse mensajes una vez Eco y Måe se asentaran en Ictaria, y visitarse al menos una vez cada ciclo, durante el lapso entre el final de un curso y el inicio del siguiente. No sería en absoluto tarea fácil, pero ambas estaban más que dispuestas a poner todo de su parte para mantener viva la llama de la amistad, por mucho que el destino hubiera decidido separarlas.

            Eco y Måe abandonaron la residencia de la familia de Goa con una sonrisa en el rostro. En el caso de Måe, un rostro aún humedecido por las lágrimas. Las calles se encontraban prácticamente vacías a esas horas. El sol blanco refulgía con toda la fuerza que podía en el mero centro de la bóveda celeste, marcándoles tímidamente el camino. El azul ya había sido devorado por Ictæria, aunque parte de su brillo aún se podía distinguir en la frontera entre la superficie curvada del planeta alrededor del cual orbitaban y el inmenso cielo estrellado.

            Las farolas les ayudaron a dirigirse hacia la red de aterrizaje más cercana. Varias lurias revoloteaban en su interior, dotando a la calle oscura de un color verdeazulado similar al del amanecer. Desde ahí podían ver incluso el tenue brillo de las farolas de algunas otras de las islas del archipiélago, dibujando su silueta. Aquellos curiosos elementos de mobiliario urbano no eran más que postes en cuya cúspide había instalada una jaula esférica de una zancada de diámetro con un puñado de lurias en su interior.

            Las lurias eran unos insectos del tamaño de una hueva de dígramo, que se alimentaban principalmente de hojas de ruka, un árbol muy frecuente en el anillo celeste. Su principal particularidad residía en que se trataba de animales bioluminiscentes, que emitían un brillo intenso en ausencia de luz natural, lo que les hacía especialmente útiles para los HaFunos.

            Måe explicó a Eco, aún algo afectada por el desarrollo de los acontecimientos, que dar de comer a las lurias era una de las labores favoritas de Goa. Måe nunca la había encontrado especialmente entretenida, pero siempre que se les asignaba se alegraba mucho por ella. Para Goa era como jugar a la búsqueda del tesoro. Ella se encargaba de leer el mapa que les entregaban al inicio de las labores, y guiaba a su amiga para localizar todas las farolas de su ruta. Måe se limitaba a trepar por los peldaños de la farola para echar unas cuantas hojas de ruka en cada una, mientras Goa estudiaba el mejor camino para llegar a la siguiente.

            Subieron al punto más alto de la red de aterrizaje y se dejaron caer con gracilidad hasta adquirir la velocidad suficiente para emprender el vuelo. Volvieron a casa en silencio, sujetándose la mano el uno a la otra, como cuando Måe era una cachorrilla que aún estaba aprendiendo a volar. Ni siquiera la cálida bienvenida que les dio Snï sirvió para levantar el ánimo de Måe, que se fue a dormir todavía sollozando.

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