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Publicado: 9 julio, 2021 en Sin categoría

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La pequeña cuenta cayó sobre el platillo metálico produciendo un sonido agudo y sostenido que despertó a Unamåe. La joven HaFuna se sentó en su cama y elevó sus brazos al aire, notando y escuchando crujir sus articulaciones. La cabecera de su cama, a diferencia de la de Eco, estaba en el lado opuesto a la pared. Tan solo los HaFunos más jóvenes, que carecían de astas, dormían con la cabecera contra la pared. Pero ella ya no era una niña: pronto entraría en la edad adulta. Se incorporó y apagó de un soplo la vela circular que descansaba sobre su mesilla de noche. Hundió la cuenta en la cera aún caliente, colocó con delicadeza algo más de mecha en la hendidura circular, y deslizó aquella curiosa pieza cilíndrica en forma de medio arco para que hiciese de molde para la vela la noche siguiente, igual que hacía todas las mañanas.

Aquél curioso artilugio había sido un regalo de Kurgoa, su mejor amiga. Conocedora de su reparo a dormir a oscuras, había inventado ese pequeño aparato que le permitiría al mismo tiempo disponer de una discreta fuente de luz en su habitación durante la noche, y despertar tras un sueño reconfortante sin temor a llegar tarde a clase, cosa que ocurría con bastante frecuencia. Dada la distancia del molino a la dorma de Hedonia, el sonido de la gran campana no les servía a ella y a Eco para dicho propósito, a diferencia del resto de habitantes de la pequeña comarca.

Unamåe abrió las contraventanas y tuvo que entrecerrar los ojos al sentir el esplendoroso brillo del sol azul, con sus rayos prácticamente horizontales surcando el horizonte salpicado de pequeñas islas errantes. La isla de forma vagamente triangular en la que ella vivía con Eco no era mucho mayor que aquellos pequeños hitos irregulares en el horizonte. La principal diferencia era que estaba habitada.

La pequeña HaFuna salió de su habitación y contempló extrañada el gancho pendiente de un cordel que había en mitad de la sala central del molino, donde debía descansar el quinqué de Snï. Subió con cuidado de hacer el menor ruido posible las escaleras circulares y descubrió a Eco aún sentado a la mesa, durmiendo sobre uno de aquellos viejos documentos a los que dedicaba la mayor parte de su tiempo libre. No era la primera vez que le veía de esa guisa, y con toda seguridad no sería la última.

Snï también dormía. Su color rosa pálido le delataba. Unamåe acarició la velluda mejilla de Eco, que se agitó ligeramente, y le cubrió con una de las mantas que ella misma había tejido. Agarró el quinqué con cuidado de no despertar a su morador y bajó las escaleras. Lo colocó sobre su soporte y salió al exterior.

Esa mañana era algo ventosa, y las aspas del molino giraban libremente. Unamåe rodeó el edificio que era su hogar hasta llegar al camino que llevaba a la balsa. Ésta estaba más vacía que de costumbre, y cayó en la cuenta que hacía mucho que ningún nimbo regaba la isla. Se aseó con el agua de la balsa, como hacía cada mañana, a la sombra de aquél insólito árbol con la madera negra como la noche y hojas de color turquesa pálido.

Sintiéndose limpia y aunque algo fría, en parte debido a su corto pelaje blanco, se vistió de nuevo y agarró una moarina del moaré que había plantado junto a la puerta trasera. Se la fue comiendo a medida que rodeaba el molino. Se dirigía hacia la plataforma de madera que se extendía como un muelle se extendería sobre la superficie del agua de un lago. Con la salvedad que lo que había bajo el molino no era agua, sino vacío y más vacío, una caída libre hacia Ictæria, que mostraba ahora prácticamente la totalidad de su mitad oscura, habida cuenta que a duras penas acababa de amanecer en el archipiélago de Hedonia.

La escalera de cuerda se mecía vigorosamente con el viento bajo sus pezuñas, dando latigazos en el aire. Unamåe no le prestó atención. Se aproximó algo más al extremo de la plataforma, respiró hondo y se dejó caer hacia delante, con la técnica que le habían enseñado hacía seis largos ciclos en sus clases de educación fundamental, dando un salto en el último momento, impulsándose lejos de la plataforma. Tan pronto adquirió velocidad, tomó el rumbo de su caída, extendió ambos brazos en forma de T de modo que las membranas que unían el costado de su sayo con las mangas quedase tenso y ejerciese resistencia al viento, permitiéndola controlar la dirección del vuelo, y se dirigió hacia Hedonia.

Pese a no vivir en el núcleo del archipiélago, su isla estaba orbitando no muy lejos del mismo, de modo que Unamåe no tardó demasiado en alcanzar su objetivo. La dorma resultaba inconfundible incluso a esa distancia; el edificio más grande de toda la comarca con diferencia, y el mayor que ella hubiera visitado jamás. Era tan grande que en su interior cabían a un tiempo todos los habitantes de Hedonia. Muchos decían que su estructura estaba hecha con la caja torácica de una bestia ya extinta que vivió en Ictæria cientos de ciclos tras, antes incluso de la Gran Escisión. Unamåe nunca había dado mucho crédito a esas, a su parecer, historias fantásticas para asustar a los HaFunos más pequeños.

Se dirigió hacia una de las redes de aterrizaje más cercanas a la entrada de la dorma, a un extremo de la gran plaza que tenía delante. Se trataba de grandes estructuras de madera con mallas entretejidas de hebras vegetales elásticas y suaves al tacto. Hebras lo suficientemente fuertes para no romperse con el impacto del cuerpo volador, y lo suficientemente flexibles para no herir al intrépido HaFuno que hacía uso de ellas. Ella sabía aterrizar sobre tierra, como le había enseñado Eco, pero en Hedonia estaba muy mal visto. Si el maestro Köi la veía haciéndolo, se llevaría una buena reprimenda. Y eso era lo último que necesitaba a tan solo una jornada de su ceremonia de graduación.

            Echó un vistazo desde ahí arriba al reloj de arena que había junto al cruce de caminos. Al parecer, estaba a punto de comenzar la hora de las labores matutinas. El discurrir de HaFunos por las calles adoquinadas también daba fe de ello. Llegaba justo a tiempo, lo cual no era lo más frecuente en ella. Bajó con cuidado de la red de aterrizaje, hasta dar con sus pezuñas en tierra firme. Pretendía dirigirse hacia la dorma, donde a esas horas repartían las labores, cuando notó cómo alguien, un HaFuno sustancialmente más alto que ella, la agarraba por la espalda, y la envolvía en un fuerte abrazo. Al notar el cariñoso roce en el pelaje de su mejilla no le cupo la menor duda. Se dio media vuelta y vio a Kurgoa, con una amplia sonrisa surcándole el hocico.

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