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Publicado: 2 julio, 2021 en Sin categoría

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El sol azul estaba a punto de hundirse en el lejano horizonte de Ictæria. Las primeras estrellas ya empezaban a dejarse ver. El cielo estaba bañado por tonos turquesas y lavanda, que enseguida se desvanecerían para dar paso al negro más puro, pues el pequeño sol blanco hacía largo rato que había abandonado la bóveda celeste. Esa sería una noche total.

            Una breve ráfaga de viento movió las aspas del molino. Una de ellas quedó delante de la ventana por la que Unamåe había estado observando el declive del sol azul. Cansada de esperar, suspiró, algo preocupada, y se bajó del banco corrido. Se dirigió al extremo opuesto del salón. La madera del suelo crujió a cada paso, y Snï, que hasta el momento había estado dormitando, se agitó. Un juego de luces y sombras verticales danzó por las paredes azuladas.

            Unamåe se acercó al quinqué que pendía del techo en el centro del salón. En su interior había un ser de luz, un pequeño fuego fatuo. Se trataba de una llama viva con dos discretos aunque expresivos ojos oscuros como la noche. Snï estaba muy contento de verla, y no paraba de dar vueltas sobre sí mismo. Ella no pudo evitar sonreír, y acercó las manos al quinqué, para calentárselas.

UNAMÅE – ¿Ya te lo has acabado? Sí que tenías hambre, chico.

            Unamåe retiró la bandejita inferior del quinqué, y vio que el pedazo de madera de sájaco que había colocado ahí a media tarde se había reducido a cenizas. Vació la bandeja en el cubo de compost de la cocina, junto con los desperdicios de su cena, y la volvió a colocar en su sitio. Snï revoloteó por encima de la bandeja, buscando algo más que consumir, y al comprobar que no había nada, volvió a su habitual bailoteo ondulante, sin parar de mirarla, expectante.

UNAMÅE – Vamos a hacer una cosa. ¿Qué te parece si saco el taoré?

            El fuego fatuo se puso como loco dentro del quinqué, adoptando el habitual color morado que daba fe de su deleite. La pequeña HaFuna se dirigió a un viejo baúl que había junto a la mesa de trabajo de su habitación. La madera estaba algo hinchada, y le costó varios intentos abrir la tapa. De su interior extrajo un hato envuelto en una aterciopelada tela de color pajizo y se lo llevó consigo al salón. Tomó asiento en el banco corrido que había junto a las ventanas y lo desenvolvió con delicadeza.

En su interior se encontraba una de sus posesiones más preciadas. Se trataba de un instrumento musical de cuerda, hecho de madera noble, conformado de dos cuerpos con dos montantes y un yugo cada uno, uno más pequeño y otro más grande, cada cual con nueve tensas cuerdas. Era un instrumento viejo y muy usado, pero a pesar de ello, estaba exquisitamente bien conservado.

Se colocó la correa al lomo para sujetarlo y poder tener las manos libres, y se sentó en el suelo, dispuesta a tocarlo. Snï estaba frenético, agitándose con nerviosismo, haciendo que el quinqué basculase de un lado a otro. Unamåe, aún sabiendo que no hacía lo correcto, se levantó, se dirigió al centro del salón y miró al pequeño fuego fatuo, que desprendía un calor muy agradable.

UNAMÅE – Te voy a dejar salir, pero tienes que prometerme que te vas a portar bien.

            Snï se tranquilizó un poco, dando a entender a Unamåe que cumpliría su parte del trato.

UNAMÅE – Y cuando acabemos, nos tenemos que ir a dormir, que ya es tarde.

            El fuego fatuo se quedó prácticamente inmóvil. No obstante, tan pronto ella destrabó la pequeña portezuela del quinqué, salió volando como una flecha, y comenzó a revolotear alrededor de la sala, formando por doquier un juego de sombras en incesante movimiento. Ella le siguió con la mirada, dando vueltas sobre sí misma, maravillada de su vitalidad. El pequeño fuego fatuo comenzó a dibujar espirales alrededor de Unamåe, agradeciéndole el gesto.

            La pequeña HaFuna tomó asiento en el suelo, de espaldas a la pared, y se colocó el taoré en el pecho. Tan pronto comenzó a tocar el instrumento, haciendo una pequeña escala invertida para comprobar que seguía afinado, el fuego fatuo se puso aún más morado, apaciguándose un poco.

Unamåe no precisaba de partituras para tocar su taoré. Llevaba tocando ese instrumento desde que disponía de uso de razón. Tenía muy buen oído y había practicado tanto con él, que cuando lo tocaba pareciera que ambos se fundieran en uno.

Muchas de las piezas que conocía las había compuesto ella misma. La que escogió, no obstante, era una vieja tonada popular, cuyo origen se remontaba cientos de ciclos atrás, titulada El cantar de Hunna. La escogió porque era una de las favoritas de Snï. El pequeño fuego fatuo, tan pronto la reconoció, comenzó su particular baile, agitándose y retorciéndose al ritmo de las notas, brillando con una intensidad inusitada. Estaba especialmente contento esa noche.

Unamåe tocaba con una sonrisa en los labios, siguiendo a Snï con la mirada a cada nueva cabriola que hacía. La pieza era bastante larga, e iba en franco crescendo. Estaba a punto de llegar al clímax cuando, sin previo aviso, Snï paró de bailar y adoptó un color verduzco. Voló a toda velocidad de vuelta a su quinqué, y se metió en él. Unamåe dejó de tocar el taoré y frunció el ceño, extrañada por el repentino cambio de actitud en su amigo. Se dio media vuelta y entonces lo comprendió.

La puerta de entrada estaba abierta. Con el sonido de la música, no debía haberla oído. Bajo su umbral estaba Eco. Unamåe se quitó el taoré de encima, dejándolo con cuidado sobre la tela que hasta hacía poco lo había envuelto, y corrió en dirección a Eco. Dio un salto y se agarró a él en un fuerte y emotivo abrazo. Lo hizo con tanto ímpetu que Eco perdió el equilibrio y cayó de espaldas, con ella encima. Ambos comenzaron a reír a carcajadas.

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