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Publicado: 31 julio, 2021 en Sin categoría

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Unamåe sintió que algo no andaba del todo bien antes incluso de llegar al molino.

            Ena las había despertado a ella y a Kurgoa rayando el alba del sol blanco, para que tuvieran tiempo de ultimar los preparativos para la ceremonia de graduación que se llevaría a cabo esa tarde. Tras un breve pero sabroso desayuno con huevos de endrita revueltos, se despidió de aquella entrañable familia y se dirigió hacia la morada que compartía con Eco. Ese día todos los HaFunos que serían protagonistas en la ceremonia estaban exonerados de sus labores.

            La isla del molino se encontraba en órbita alrededor de Ictæria, al igual que el resto de islas del anillo celeste. A su vez, había entrado en órbita con el archipiélago de Hedonia. Puesto que no hacía mucho que la había abandonado por última vez, Unamåe sabía a ciencia cierta dónde debía encontrarse, pero no era capaz de dar con ella, lo cual la puso genuinamente nerviosa. No fue hasta que vio emerger las aspas del molino entre aquél gran nimbo que tenía debajo que comprendió lo que estaba pasando.

            No era frecuente, pero en ocasiones ocurría, que una isla flotante atravesaba una de aquellas masas esponjosas que surcaban el cielo y de tanto en cuanto descargaban lluvia o una buena tormenta eléctrica. Ésta, afortunadamente, era tan blanca como las astas de Unamåe, pero parecía bien cargada de agua. La joven HaFuna viró el vuelo, dirigiéndose rauda hacia su hogar. Esa era una mañana especialmente ventosa, lo cual le facilitó las cosas.

Consciente que no podría aterrizar en tierra firme, ya que no había manera de discernir dónde acababa el nimbo y dónde comenzaba el duro suelo, se dirigió hacia la escalera de cuerda que había colgando al extremo de la plataforma de madera. Por fortuna, frenar el vuelo era más sencillo incluso que emprenderlo. Trepó por la escalera a toda prisa, atravesando el nimbo, empapándose la ropa y el furo en proceso.

            Al llegar a lo más alto se guió por su memoria para poder avanzar, pues una vez dentro del nimbo resultaba imposible ver nada. Con una mano frente al hocico formando un hueco para poder respirar y la otra adelantada para no llevarse un golpe al tropezar con algo, siguió el camino que tantas veces había transitado, hasta que finalmente dio con el molino. Se le heló la sangre al comprobar que la puerta principal estaba abierta de par en par.

            Entró a toda prisa, atacada de los nervios, y corrió hasta que dio con sus pezuñas con la escalera en espiral. No fue hasta que estuvo prácticamente en el último escalón que su cabeza, empapada de idéntico modo que el resto de su cuerpo, consiguió salir del nimbo. Con el corazón en un puño, comprobó que todas y cada una de las puertas y ventanas del molino estaban abiertas, y el nimbo se había apoderado por completo del pequeño edificio.

            Su mirada se fijó en el quinqué que pendía del mero centro del techo de la sala. El destino no había querido que el nimbo lo engullese todavía, pero todo apuntaba a que lo haría en breve, pues su nivel seguía creciendo a ojos vista, a medida que entraba a borbotones por todos los orificios abiertos en el edificio de madera, como si de espuma se tratase. Snï estaba visiblemente aterrorizado en su interior. Su llama mostraba un color verde muy pálido, como Unamåe no lo había visto en mucho tiempo, y no paraba de agitarse de un lado a otro de su pequeña prisión, haciendo oscilar el quiqué de un lado a otro.

            Consciente que si el nimbo acababa por alcanzar el quinqué Snï moriría irremediablemente al mojarse, pues era un ser de fuego, Unamåe tomó una drástica decisión. No tenía tiempo de bajar las escaleras y tratar de liberar el quinqué. Tampoco tendría qué hacer con él, porque todas y cada una de las aberturas del molino estaban cubiertas por aquél curioso fenómeno atmosférico, que pronto lo inundaría todo. Respiró hondo tomó una decisión drástica.

            Hundió ambas manos en el nimbo y despertó su don, auspiciado por las discretas astas que coronaban su cabeza. En clase de ciencias naturales había aprendido que los nimbos se precipitaban al entrar en contacto con una corriente de aire frío. Jugándoselo todo a una carta, concentró toda su voluntad en enfriar el nimbo, absorbiendo su calor. No se trataba de un truco tan sencillo como el que había hecho la jornada anterior en compañía de Kurgoa, pero para su sorpresa y deleite, resultó increíblemente efectivo.

A medida que Unamåe empezó a sentir cómo se calentaba su cuerpo, el nimbo comenzó a licuarse. Lo hacía tan rápidamente que se vio en la obligación de bajar las escaleras, pues la zona del nimbo que tocaba se deshacía literalmente entre sus dedos, formando una lluvia literal que comenzó a encharcar el suelo del molino.

Por fortuna, la luz verdosa que emitía el pequeño fuego fatuo le permitía ver dónde pisaba, porque el nimbo se había apoderado de todas las aberturas por las que podría haber entrado luz natural, y a oscuras le hubiera resultado imposible avanzar.

Para cuando llegó de nuevo al pie de las escaleras, estaba ya sudando a mares, y sentía una presión muy desagradable en las sienes. No obstante, aún le quedaba bastante para llegar hasta el centro del molino y poder rescatar a Snï, de modo que continuó y continuó, licuando el nimbo, desoyendo las señales de su cuerpo que le gritaban que parase si no quería lastimarse de manera irreversible.

Estaba ya extenuada, algo mareada y con un nudo en el estómago, sintiendo un olorcillo desagradable a furo chamuscado, cuando finalmente alcanzó su objetivo. Tan pronto abrió el quinqué, Snï salió volando como una bala hacia la parte más alta del techo, quedándose a una distancia prudencial para no quemarlo, pero lo más lejos posible del nimbo que había estado a punto de acabar con su corta vida.

Para entonces el suelo del molino tenía ya cuatro dedos de agua. Unamåe, consciente que la vida de Snï ya no corría peligro, se apresuró a cerrar puertas y ventanas, para evitar que el nimbo siguiese entrando y deshiciese el trabajo que tanto le había costado hacer. Estaba cerrando una de las ventanas desde las que en condiciones normales se veían las aspas del molino, cuando la trampilla del suelo se abrió de par en par, chocando contra el suelo al girar sobre sus goznes.

La ingente cantidad de agua que se había acumulado en el suelo del molino acudió a raudales a esa abertura, por la que enseguida se vacío. Unamåe vio emerger la cabeza cuernilampiña y empapada de Eco de la abertura de la trampilla. Su expresión facial oscilaba entre la incredulidad y el enfado, al ver el estado en el que se encontraba el molino.

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