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Publicado: 13 septiembre, 2022 en Sin categoría

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Eco había perdido la noción del tiempo enfrascado en la lectura de aquél libro. El planteamiento del autor distaba diametralmente de cualquier otra aproximación a esa etapa de la Historia de Ictæria que él hubiese leído con anterioridad. Le sorprendió mucho no haber oído hablar de él con anterioridad. Cuanto narraba lo hacía de un modo pretendidamente objetivo, y con un verbo amable y fácil de digerir. Trataba al protagonista como un HaFuno más, víctima de las circunstancias dramáticas que rodearon la Gran Escisión, y no como el gran villano. Ello le resultó especialmente llamativo. Cualquiera podría confundirlo incluso con un libro infantil, de no ser por los trágicos acontecimientos que narraba.

            Lo estaba disfrutando sobremanera, pero cayó en la cuenta que se le estaba haciendo tarde. Aún le quedaba mucho por leer, pero concluyó que ya había tenido bastante por el momento. Abandonó aquella sofisticada taberna dejando tan solo un par de vasos vacíos sobre la mesa, y una mirada condescendiente de la HaFuna que se los había servido. Pese a que la ausencia de cornamenta no estaba únicamente ligada a las víctimas de la pena capital, no era muy frecuente ver HaFunos que careciesen de astas. Pese a que Eco ya estaba acostumbrado a recibir miradas de prepotencia y desprecio por su peculiar condición, éstas seguían molestándole. Los prejuicios, más en esa parte del anillo y en especial en esa cara del continente, estaban muy extendidos. Demasiado incluso.

            Al salir de nuevo a la calle se vio en la obligación de ajustarse el sayo. Esa era una jornada fría y ventosa, delatora que el invierno estaba cada vez más cerca. En su deambular alejándose del gremio de mensajeros había ido a parar a una zona de Ictaria que no había visitado jamás con anterioridad. Tuvo que pedir indicaciones para llegar hasta el ascensor más cercano, que estaba mucho más lejos de lo que había imaginado.

En su trayecto hacia la cara inferior del continente su mente se trasladó a la visita que había hecho esa mañana al Hoyo con Måe. Le había sorprendido que algo de semejante envergadura se le hubiera podido pasar por alto y, pese a que no era su estilo, se había visto en la obligación de darle la razón a la joven HaFuna. Resultaba evidente que se trataba de un proyecto urbano hecho por y para los habitantes de la cara inferior, pero no por ello tenía nada que envidiar al delicado y ostentoso ascensor en el que él se encontraba en esos momentos. En cierto modo, era incluso más útil, pues permitía el traslado de grandes mercancías sin necesidad de utilizar nave voladora alguna, y tampoco tenía mucho que envidiarle en cuanto a seguridad.

            Cuando llegó a su destino, aquél sempiterno ambiente lúgubre le dio la bienvenida. Allá abajo todo parecía siempre más triste, más pobre, más desolado y más sucio. En la cara inferior de Ictaria no existían las plantas, salvo algunas valientes que apenas necesitaban luz ni agua para sobrevivir, que más que plantas parecían rocas esponjosas, pero éstas tenían un color cenizo y enfermizo. No en vano, ahí abajo no alcanzaba nunca la luz directa de los soles. Y no es que estuvieran a oscuras; la luz de ambos soles reflejada en la cara iluminada de Ictæria estaba siempre presente durante la jornada, y ésta era más que suficiente para permitir a los HaFunos que vivían ahí desplazarse de un lugar a otro sin demasiados problemas, aunque en una semipenumbra constante.

            Eco se vio en la obligación de levantar el hocico y mirar hacia arriba, aunque para ser más rigurosos, estaba mirando hacia abajo, si el punto de referencia era Ictæria. Pese a encontrarse bastante lejos, en la lontananza del horizonte, Eco pudo distinguir meridianamente la Torre ambarina. No pudo evitar que un escalofrío le recorriese el furo. La escala de aquella proeza arquitectónica era tal, que prácticamente siempre que se encontrase en la parte superior del hemisferio, ésta era visible, aunque tan solo lo fuera como una tenue franja oscura en el horizonte. Ésta se volvía infinitamente más visible y tétrica cuando se alineaba con Ictaria, lo cual ocurría una vez cada jornada. Aquellos HaGrúes parecían haber escogido a conciencia la ubicación de la misma. Pese a que nadie sabía a ciencia cierta por qué, todos compartían idéntica sospecha.

El HaFuno cuernilampiño se dirigió a la red de aterrizaje más cercana. Para hacerlo, cruzó una zona extensamente urbanizada por aquellas viviendas precarias y bastas. Al girar la esquina en un callejón especialmente oscuro, escuchó cómo una HaFuna se dirigía a él, chistándole con la lengua y haciéndole un gesto con la mano, invitándole a acercarse. Eco se giró hacia la HaFuna, extrañado y curioso. Al aproximarse algo más, vio que la HaFuna también carecía de astas, y que su furo estaba lleno de cicatrices. Sólo Ymodaba sabría cómo había acabado así. Eco no pudo evitar imaginársela jugándose la vida en las minas de Ötia, y sintió verdadera lástima por ella. La HaFuna seguía invitándole a aproximarse. Él se acercó.

TRAFICANTE – Quieres… ¿Quieres ver a Ymodaba?

            Eco frunció el entrecejo. La HaFuna se llevó una mano a la nuca y extrajo algo que llevaba oculto en un pequeño bolsillo tras su furo piloso. Se trataba de un minúsculo hatillo de tela con el dibujo de una estrella de nueve puntas, dibujada con tres triángulos superpuestos. Aquél pequeño trozo de tela parecía brillar con luz propia, de un color azul eléctrico. El HaFuno cuernilampiño enseguida lo reconoció.

ECO – Sí. Claro. Faltaría más.

            La cara de la HaFuna mostró una sorpresa alerta. Aquella HaFuna estaba traficando con una droga de consumo muy extendido en la cara inferior de ictaria, llamada pitzo. Dicho estupefaciente dejaba a su usuario en un estado de ensoñación lúcida que le permitía, aunque fuera por un corto período de tiempo, evadirse de la realidad y vivir en un mundo más amable, hecho literalmente a su medida. Él no lo había probado nunca, pero había conocido a HaFunos que sí lo habían hecho. Todos habían coincidido en lo mismo: era increíblemente adictivo, y podía llevarte a la perdición en cuestión de jornadas, si no sabías parar a tiempo. La HaFuna inclinó su mano y mostró el brillante paquetito a Eco.

TRAFICANTE – Son cincuenta icos.

Eco, plenamente consciente de lo que hacía, escarbó en su bolsa de cuentas y sacó quinientos. Se los entregó a la traficante. Ésta le dio aquél pedacito de tela con el peligroso polvo de hongos en su interior, y acto seguido echó un vistazo a las cuentas que Eco le había entregado. El HaFuno cuernilampiño la observó, curioso y divertido. Ella no se privó de mostrar su sorpresa al contarlas.

TRAFICANTE – Creo que te has equivocado. Aquí hay más de lo que te he pedido.

ECO – No. No lo he hecho. Esta noche la zamosa corre de mi cuenta. Sólo quiero que me prometas que hoy no vas a seguir trabajando. ¿Podrías hacerme ese favor?

            La HaFuna asintió, solemne, y a modo de agradecimiento le ofreció un cortés asentimiento de sus ausentes astas. Eco hizo lo propio, sintiéndose extrañamente conectado con ella. No estaba acostumbrado a ver a HaFunos con idéntica condición a la suya. Sin duda ese era el motivo por el que a ella le había parecido que él podría ser un buen cliente. Sus caminos divergieron. Eco esperó hasta verla desaparecer tras la esquina opuesta a aquella oscura callejuela, y entonces continuó adelante.

            En su camino hacia la red de aterrizaje pasó junto a uno de aquellos grandes bidones que hacían las veces de papeleras, y que servían para iluminar las calles cuando la noche se cernía sobre el anillo celeste. Viendo la poca luz que reflejaba ya Ictæria, concluyó que no faltaría mucho para que le prendieran fuego. Tiró dentro aquél pedacito de tela con la droga en su interior y siguió su camino, como si nada hubiera ocurrido. No tardó mucho en llegar a la red, que para su sorpresa, no estaba especialmente transitada. Trepó hasta la parte más alta. Una vez arriba se sacó del cuello el cordel que sostenía aquella grande y pesada llave negra que con tanto celo había reservado desde hacía jornadas. Se la guardó de nuevo bajo el sayo y dio el salto de fe que le brindaría la oportunidad de alzar el vuelo.

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