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Publicado: 7 octubre, 2023 en Sin categoría

Aquella imponente cabeza de mípalo que pendía de la pared parecía estar siguiéndole con la mirada. Pese a que Eco se había alimentado de aquellas bestias y había bebido su leche en innumerables ocasiones desde que fuese un cachorro, ver a alguien ostentando su cabeza como si de un trofeo se tratase, le resultaba de bastante mal gusto. Era evidente que pertenecía a un ejemplar adulto, macho. Uno especialmente dotado. Estaba convencido que el cuerno que brotaba de la mitad de su frente, parte indisoluble de su cráneo, debía pesar más incluso que él mismo. Mucho más. No podía negar que la visión resultaba cuanto menos impactante. La segura voz de Fin le abstrajo de sus cavilaciones.

FIN – No se quede ahí. Tome asiento, haga el favor.

            Eco tragó saliva y se acercó poco a poco a aquella imponente mesa labrada. Por su aspecto, parecía de origen HaGapimú. Aquella raza fue endiabladamente hábil para llevar a cabo trabajos de artesanía como ese. Verdad sea dicha, sus integrantes habían jugado con cierta ventaja frente a los HaFunos, pues disponían de un par de brazos más que ellos. Lamentablemente, eso no había sido suficiente para evitar su extinción. Fin se encontraba al otro lado de la mesa. Profirió un leve quejido al tomar asiento. El HaFuno cuernilampiño le imitó, en una de las sillas que había a su lado.

Pese a que sin la máscara, habiendo recuperado su voz y ataviado con el anodino uniforme de mensajero, resultaba imposible que Fin le pudiera reconocer, Eco estaba mucho más nervioso de lo que le habría gustado reconocer. Y temía que aquél viejo HaFuno se lo notase. No creía demasiado en las coincidencias, y tenía miedo de estar pisando tierras movedizas. Por fortuna, éste parecía más preocupado por poner algo de orden en la miríada de documentos que cubría aquella enorme mesa que por prestarle atención. No paraba de mover papeles de un lado a otro y de abrir cajones. Eco dejó pasar un tiempo prudencial. Acto seguido tomó la iniciativa, al ver que Fin parecía haber olvidado siquiera que estaba acompañado.

Se incorporó y acercó la carta al viejo HaFuno. Éste se le quedó mirando, con cara de pocos amigos. Tomó la carta de su mano, inspeccionó el lacre, al tiempo que emitía un ligero murmullo de asentimiento, y la dejó sobre una de las pilas de papeles, para acto seguido seguir abriendo cajones.

ECO – ¿No la va a abrir?

            El HaFuno resopló. Dejó lo que estaba haciendo y utilizó una delicada pieza metálica que parecía una cimitarra en miniatura para retirar el lacre sin lastimarlo. Sacó la carta, asintió mientras la observaba de arriba abajo, la volvió a meter en el sobre y siguió adelante con su curiosa y particular empresa. Eco se moría de curiosidad por conocer el contenido del documento que le había acompañado desde las antípodas del anillo. De haberlo visto, se habría llevado una sorpresa mayúscula, pues la carta estaba literalmente vacía. No era más que un papel en blanco. Dio un respingo al escuchar gritar al viejo HaFuno.

FIN – ¡Así que aquí estabas, bribonzuela!

            El anciano tomó del interior de uno de los numerosos cajones de su escritorio una brillante cajita metálica de color argénteo, un hexaedro perfecto. Sopló su superficie y una llovizna de polvo quedó suspendida en el ambiente. Eco tomó la caja con cuidado. Era bastante austera, salvo por las rosáceas y recias esquineras que lucía en cada uno de sus vértices. Una caja fuerte hecha de esmirtol y de bavarita; los dos materiales que peor se llevaban entre sí. Toda una proeza de la ingeniería, y a todas luces imposible de abrir por un solo HaFuno, y mucho menos por él, que carecía de astas. Aquél tipo de artilugios se utilizaban en tiempos de guerra, en la antigüedad, para transmitir mensajes sin que el enemigo, incluso interceptándolos, pudiera jamás conocer su contenido. Para poder abrirla harían falta varios HaFunos perfectamente coordinados y especialmente dotados en el noble arte de la taumaturgia. Los mismos que habrían hecho falta para cerrarla.

            Eco la tanteó en sus manos, con creciente curiosidad. Fin le observaba atentamente, con un rictus de seriedad en el rostro. Era mucho más pesada de lo que aparentaba. El HaFuno cuernilampiño jamás había recibido la asignación de llevar una, ni siquiera tenía constancia que se siguiera haciendo uso de ellas. Al menos hasta ese momento.

FIN – Tiene que llevarla al templo de Ymodaba.

ECO – ¿Al templo?

FIN – Sí, al templo. ¿Acaso no lo conoce?

            Eco frunció el ceño. Aquello le empezaba a resultar francamente incómodo.

ECO – Claro que lo conozco. Vivo muy cerca.

FIN – Mejor para usted. ¿Sabe lo que es?

            Eco levantó el mentón, muy digno.

ECO – Por supuesto que lo sé. ¿Por quién me toma? Pertenezco al honorable gremio de los mensajeros. Esto es una caja de Faï, bautizada en honor a su inventora. Sólo puede ser abierta mediante el uso de taumaturgia. Sus esquinas están interconectadas entre sí por un complejo sistema de…

FIN – Está claro que sabe de lo que habla, no hace falta que siga dándome la lata.

            Fin sonrió. Eco mostró una expresión escéptica.

ECO – Del mismo modo que está claro que no va a encontrar mejor HaFuno para llevarla a su destino.

            Eco inclinó ligeramente la cabeza, para dejar en evidencia su minusvalía, que en este caso particular, jugaba a su favor. El anciano pasó por alto aquella referencia a la ausencia de las astas de su interlocutor.

FIN – En fin. Puede retirarse. Tiene un largo camino por delante.

ECO – Muchas gracias.

            Una vez fuera, Eco no pudo evitar mirar en derredor con algo de nerviosismo. El corazón le palpitaba a toda velocidad bajo el pecho. Para su tranquilidad, comprobó que las calles seguían igual de vacías. En todo su rango de visión tan solo se encontraba aquél impasible miembro de la Guardia Ictaria, y éste parecía muy poco o nada interesado en él.

            Sus misiones iban creciendo exponencialmente en importancia, y él sabía muy bien que detrás de un mensaje importante siempre había HaFunos poderosos. HaFunos poderosos que con relativa frecuencia solían tener enemigos que podían estar muy interesados o bien en leer en contenido de esas misivas, o por el contrario en destruirlas, para evitar que llegasen a su destino. Y en esas esferas a nadie solía temblarle el puso para deshacerse del mensajero. Y mucho menos de uno tan insignificante como él.

Eco hacía mucho tiempo que se había prometido mantener un perfil bajo, con el noble propósito de no perjudicar a Måe. Estaba fuera de su naturaleza, y no era nada sencillo para él, pero ponía todo su empeño en ello. Al fin y al cabo, la joven HaFuna tan solo le tenía a él, y él temía que estuviera empezando a írsele de las manos. Con algo de mal cuerpo, guardó a buen recaudo la cajita en su fiel macuto, se afianzó bien el sayo y emprendió de nuevo el vuelo.

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