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Publicado: 2 septiembre, 2023 en Sin categoría

ÅTA – Tú. Sí, tú. Quédate quieto, ahí donde estás.

            El HaFuno, al que la profesora había cogido con la guardia baja, se quedó inmóvil. Sus compañeros le miraban, compadeciéndose de él, pero al mismo tiempo aliviados de no haber sido ellos los elegidos.

ÅTA – Apartaos. Haceos a un lado. ¡Venga!

            Los alumnos acataron sin demora la brusca orden de su profesora. Habían pasado toda la mañana practicando, literalmente sin descanso. Todos agradecieron el sonido de las campanas que les permitió acudir a la cantina, donde comieron con prisa y nerviosismo, con la visión del patio interior donde les esperaba la otra mitad de la clase. Habían elevado pequeñas piedras, troncos y algunos de ellos incluso sus propios macutos. Ese era un prodigio bastante más complejo que los que habían practicado hasta el momento, y se apreciaba una clara diferencia en la destreza entre unos y otros. Aún así, todos pusieron de su parte para intentar hacerlo lo mejor posible. De todos modos, la profesora no parecía nada satisfecha con sus avances: era una HaFuna muy exigente. Sus hoscos modos y la contundencia de sus palabras tenían al alumnado francamente descolocado.

ÅTA – Mantén los brazos pegados al cuerpo y no muevas las patas, pase lo que pase. ¿Entendido?

            El asustado HaFuno tragó saliva y asintió, quieto como una estaca. La profesora volvió a adoptar aquella pose concentrada con los brazos extendidos y creó un pequeño torbellino alrededor del HaFuno, al que todos miraban con el corazón en un puño. No tardó en elevarse en el aire, como si de una de aquellas ligeras ramas se tratase. Por fortuna para él, y aunque sólo fuera por el miedo que le profesaba, hizo caso a la profesora y se mantuvo quieto. Ésta lo elevó hasta la altura de las copas de los árboles que circundaban la hondonada.

El cromatí amigo de Måe, que estaba royendo un pedazo de rakuta seca protegido del viento en la hendidura de la corteza de un árbol cercano, se quedó con la boca abierta al verle. El HaFuno siguió elevándose en el aire a gran velocidad. Sin previo aviso, la profesora cruzó ambas manos con rapidez y el torbellino desapareció, haciendo que el asustado HaFuno cayese a plomo de vuelta al suelo. Cuando faltaban escasas zancadas para el fatal golpe, la profesora concentró todo el viento de los alrededores en la zona del impacto y el HaFuno frenó su caída instantáneamente, quedando suspendido en al aire, como si hubiese caído sobre un colchón invisible. Lo depositó con cuidado en el suelo haciendo uso de su don. El HaFuno se arrodilló, sosteniéndose el pecho y respirando entrecortadamente, con los ojos fuertemente cerrados.

ÅTA – Como habéis visto, este prodigio os puede ayudar a levantar algo pesado. Evidentemente, mientras más pesado sea, más os va a costar, y todo depende del viento que haga esa jornada. Hoy… si nos lo propusiéramos incluso podríamos arrancar uno de estos árboles.

Måe se puso en tensión. Ya podía esperar cualquier cosa de aquella excéntrica profesora.

ÅTA – Como habéis podido comprobar, también os puede ayudar a alzar el vuelo. Muchos HaFunos hacían uso de este prodigio antes de la Gran Escisión los días ventosos. En la superficie de Ictæria no era posible volar. No lo es. La gravedad es tan grande, que resultaría imposible sostener nuestro peso.

            Pin frunció el ceño, buscando asimismo confusión en las miradas de sus compañeros. Cuando pasó por la de Måe, ésta se limitó a ladear ligeramente la cabeza, extrañada. En el fondo tenía sentido, pero eso era algo que él jamás se había siquiera planteado. Al parecer, no todo el mundo sabía que los HaFunos habían empezado a practicar el vuelo a raíz de su exilio en el cielo.

ÅTA – La verdadera utilidad de este prodigio no reside en poder alzar el vuelo, que también, sino en utilizar el viento a vuestro favor para evitar una caída. Si conseguís perfeccionar la técnica, podréis ser unos voladores mucho más eficientes y rápidos. Y los aterrizajes se volverán mucho más cómodos y seguros.

            La profesora Åta se llevó una mano al bolsillo y sacó una insignia azul. No era más que un pedazo de tela con forma de triángulo, reforzada por los bordes para no descoserse, pero despertó en los alumnos un deseo asombroso.

ÅTA – ¿Queréis esto, verdad?

            La profesora sonrió, socarrona. Måe debía reconocer que no se parecía en nada a ninguno de sus compañeros docentes. Cada profesor era una caja llena de sorpresas dispuestas a ser descubiertas. Los alumnos observaron con anhelo la insignia. Ya se habían repartido varias, y seguir con la túnica de un negro inmaculado comenzaba a ser motivo de vergüenza. Un estigma que todos estaban más que dispuestos a dejar atrás cuanto antes.

ÅTA – ¿Todos sabéis volar, verdad?

            Los alumnos se mantuvieron en silencio, sorprendidos por la pregunta.

ÅTA – Os he hecho una pregunta. ¿Sabéis volar o no?

            La respuesta fue unánime. Hasta el punto que dio la impresión que la hubieran estado practicando.

ÅTA – Perfecto. Así me gusta. Seguidme.

La profesora dio un par de largas zancadas y emprendió el vuelo hacia el extremo opuesto del patio interior. Los alumnos, algo acomplejados, la imitaron. No estaba bien visto ponerse a volar en la superficie de Ictaria, pero si los demás también lo hacían, la sensación de incomodidad se volvía mucho más llevadera. La joven HaFuna alzó el vuelo encantada. Pese a la dificultad añadida que ofrecía el continente, debido a su mayor masa, con la ayuda del viento era un juego de cachorros. Vio las dificultades con las que Pim se enfrentaba a ese sencillo reto y se vio tentada a ayudarle. Sintió lástima por él, pero supo mantener las distancias.

            De nuevo reunidos en un pequeño claro, la profesora esperó que llegase el último HaFuno. Acto seguido prosiguió con su monólogo.

ÅTA – Echad un vistazo ahí arriba. ¿Veis esa bandera?

            Ninguno de ellos se había fijado hasta el momento. Sobre uno de los árboles más altos ondeaba un banderín azul azotado por el viento.

ÅTA – Cuando yo dé la señal, y no antes, deberéis subir a recogerla. El primero de vosotros que me la entregue, se llevará la insignia.

            Los alumnos se pusieron en tensión. Muchos de ellos se inclinaron ligeramente, dispuestos a salir volando a toda velocidad en pos de su primera insignia.

ÅTA – No podéis volar. ¿Qué sentido tendría? Tenéis que elevaros hasta ahí únicamente dominando el viento, como os he enseñado antes.

            Los alumnos comenzaron a cuchichear entre sí, indignados. Hasta el momento, les había enseñado a levantar objetos ligeros. Lo que ahora les pedía era mucho más complejo que eso. Y mucho más peligroso. La profesora comenzó a levitar, separándose del suelo con gracilidad, demostrándoles que no era tan complicado.

ÅTA – Podéis dedicar todo el tiempo que necesitéis a practicar, pero tan solo hay una insignia, y será para el primero que lo consiga. Si veo que alguno de vosotros vuela para intentar hacerse con la bandera, quedará automáticamente descalificado.

            Åta se dejó caer de nuevo al suelo.

ÅTA – Si veis que os estáis cayendo y os vais a hacer daño, volad de vuelta al suelo para no romperos la crisma. Tampoco es plan de que os hagáis daño. Bueno… ¿ha quedado todo claro?

            En esta ocasión la respuesta fue unánime y con voz firme. Åta sonrió, satisfecha.

ÅTA – ¡Adelante!

            La profesora a duras penas había tenido ocasión de dar la señal de salida, que Uli salió disparado hacia el banderín, como si de una bala de cañón se tratase. Se hizo con él y volvió a su posición original en poco más de un par de parpadeos, frenando su caída haciendo uso del mismo viento que le había impulsado hacia la copa de aquél alto árbol. Los demás, que no habían tenido ocasión siquiera de plantearse cómo comenzar su prodigio, se quedaron de piedra ante semejante proeza. Måe frunció el ceño, disgustada. Lo había hecho demasiado bien. Lo había hecho demasiado rápido. Demasiado para no saber de qué iba. Demasiado para no haber practicado con anterioridad. Ella misma no habría sabido ni por dónde empezar.

            La sonrisa en el hocico de Uli mientras la profesora adhería la insignia al pecho de su túnica era tan radiante que resultaba embriagadora. El hecho que todos le aplaudieran y vitoreasen, como si acabase de salvar la vida a un HaFuno anciano en un incendio, hizo que la joven HaFuna, la única entre los presentes que no aplaudía, sintiera aún más rechazo hacia él.

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