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Publicado: 23 May, 2023 en Sin categoría

Eco acompañaba al maestro Gör en silencio por aquellos inhóspitos pasillos. Hacía un buen rato que se habían alejado del bullicio y que no se habían cruzado con HaFuno alguno. Era la primera vez que Eco visitaba esa parte de aquél enorme edificio. Bajaron de nuevo por una de aquellas rampas. El HaFuno cuernilampio hacía un buen rato que había perdido el sentido de la orientación. Gör portaba un quinqué con una llama tan intensa y tan viva, que hacía que aquellos viejos y olvidados pasillos pareciese que estuvieran iluminados por la luz del sol azul. Al mismo tiempo, formaba unas sombras por las paredes que resultaban cuanto menos sugestivas. La sensación de estar visitando un lugar olvidado durante cientos de ciclos resultaba abrumadora a la vez que apasionante.

            Eco acarreaba muy buen humor esa mañana. Estaba deseando conocer el nuevo destino que Gör tenía pensado para él. Había pasado demasiado tiempo, a su parecer, haciendo entregas de poca monta, y estaba francamente ilusionado ante la perspectiva de volver a hacer lo que más amaba, recuperando asimismo la libertad que había perdido esa última etapa de su vida. El maestro se había mostrado muy críptico esa mañana, al recibirle en su despacho. Le había invitado a seguirle, prácticamente sin mediar palabra. Eco, congratulado al poder abandonar aquél despacho que hedía a humo de puro, le acompañó sin rechistar, curioso.

            Ambos se plantaron frente a unas enormes puertas dobles con intrincados grabados. Eco los estaba estudiando, preguntándose si serían obra de los extintos HaGapimús, cuando Gör le ofreció el quinqué. El HaFuno cuernilampiño lo tomó, e iluminó el cerrojo de aquellas enormes puertas mientras Gör introducía una pesada y arcaica llave en la cerradura. Eco observó con el ceño fruncido cómo la abría. Aquellas puertas eran tan grandes y tan altas, que bien podían haber pertenecido a la vivienda de un HaGrú. Los goznes chirriaron como un mípalo en las manos de su matarife.

GÖR – Ya me perdonarás que esté esto un poco sucio, Eco. Hace muchísimo tiempo que no entra nadie aquí.

El maestro se adelantó y entró en aquella descomunal estancia. Le hizo un gesto a Eco para que le siguiera y éste acató su orden entusiasmado, mirando en derredor con genuina curiosidad. Por fortuna, a esas alturas sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad del ambiente, y pudo deleitarse con cuanto éstos le mostraban. Se trataba de una sala de planta hexagonal. En cada una de sus paredes había una puerta idéntica a la que ellos acababan de cruzar, con la salvedad que todas las demás estaban aseguradas entre sí con gruesos perfiles metálicos: no aparentaba que fuesen a volver a abrirse en ningún momento próximo.

Eco miró hacia arriba y descubrió un altísimo techo abovedado: toda una proeza arquitectónica, a juzgar por cuán vetusto era el edificio. Distribuidos por la bóveda había cientos de vitrales formando perfectas simetrías. Todas esas ventanas, que otrora debieron haber dotado a la estancia de una luz cálida y acogedora, ahora estaban cegadas por enormes tableros de madera. Aún así, algunos tímidos rayos de sol se filtraban entre los tableros, dibujando finísimos planos de luz que delataban con claridad meridiana el polvo en suspensión que había en el ambiente. El olor a humedad y a cerrado resultaba un poco intenso, pero en cierto modo era incluso agradable.

            Ambos escucharon unas patitas corriendo por el marmóreo suelo, alejándose de ellos. El espacio era tan grande y estaba tan vacío, que cualquier sonido retumbaba por las paredes formando unas curiosas cacofonías. Gör no le dio importancia y prosiguió su avance, hasta que ambos se encontraron a unas quince zancadas de la puerta. Eco observaba con los ojos como platos cuanto le rodeaba. Sabía perfectamente dónde se encontraba, pero aún así no era capaz de dar crédito a lo veía.

GÖR – En ocasiones bajo aquí, para pensar. Este sitio es muy tranquilo.

ECO – Pensaba… Pensaba que los habían echado abajo todos. Que… que los habían desmantelado. Que habían destruido hasta la última piedra.

            Gör sonrió. Había conseguido despertar en Eco precisamente lo que pretendía. Ambos se encontraban en mitad de una imponente red de portales. De hecho, una de las más ricas y excelsas de toda Ictaria. Al ser esa la capital de la antigua Ictæria y ese un edificio previo a la Gran Escisión, resultaba evidente que no habían reparado en gastos. Eco miraban en derredor, quinqué en mano, leyendo los grabados en las losas del suelo que había frente a aquellos arcos de piedra labrada, que narraban destinos que hacía cientos de ciclos que habían quedado olvidados en la vieja Ictæria. Ahora todos aquellos lugares, con toda seguridad serían pasto de las gélidas nevadas en la zona en perpetua oscuridad, o por el contrario habrían sido engullidos por el desierto en la tórrida zona perpetuamente iluminada.

GÖR – Sí, y así lo hicieron. Todo esto que ves, está más muerto que Äyn, Ymodaba la tenga en su gloria.

ECO – Pero… entonces… ¿Qué…? No entiendo nada.

GÖR – Todos los portales se destruyeron, eso lo sabe cualquier cachorro de HaFuno. En estas cosas el Gobernador de turno fue muy tajante. Aquí, sin embargo, se hizo una excepción. Hasta donde yo sé la única. Esto es… una especie de museo. Como un… mausoleo, que da testimonio del gran imperio que los HaGrúes destruyeron con su inaudita avaricia. Ninguno de estos portales sirve para nada, más que para recordarnos lo que aquellos indeseables nos arrebataron. Si te fijas, a todos y cada uno de ellos le faltan varias piezas. Todas esas piezas fueron lanzadas a Ictæria, y se hizo de un modo muy preciso. Ese fue el único motivo por el que toleraron que esto siguiese en pie. Se arrojaron al Abismo de la Escisión, donde se derritieron con el magma, y volvieron a Ictæria, de donde nunca debieron haberse marchado. Esto… Esto no es más que un montón de rocas inútiles. Acompáñame.

            Eco, todavía portando el quinqué, siguió a su maestro de gremio hasta uno de aquellos muchos portales muertos que se repartían con equidistancia por el suelo, formando redes concéntricas de forma hexagonal, unidas entre sí por anchos caminos cubiertos de polvo sobre los que dejaban las huellas de sus pezuñas.

GÖR –  Cada uno de estos portales estaba comunicado con un gremio de mensajeros. Desde aquí se podía llegar en cuestión de un instante hasta el lugar más recóndito de Ictæria. ¿Te imaginas lo que eso resultaría para un gremio como el nuestro?

            Eco asintió. Resultaría tan práctico, que la enorme mayoría de los mensajeros se quedarían sin trabajo en un abrir y cerrar de ojos.

GÖR –  No los había en todos, claro está. Había demasiadas comarcas en Ictæria, y ello hubiera resultado una proeza de ingeniería mayúscula. Los había, no obstante, en las principales capitales. Fíjate en éste.

Gör señaló el portal que tenían delante. Al igual que el resto, se trataba de un portal de arco ojival, al que habían retirado media docena de dovelas, escogidas estratégicamente para que no se derrumbase. Frente a él, grabado en el suelo, pese al polvo que había, Eco pudo leer el nombre de Haföss. Se trataba de una de las principales ciudades satélite de Ictaria en la antigüedad. En la actualidad se encontraba prácticamente en las antípodas de la capital, muy próxima a los límites colonizados del anillo celeste. El maestro se llevó una mano al pecho de su camisa y sacó un sobre pequeño. Se lo entregó a Eco. Éste lo tomó y asintió solemnemente, esforzándose porque no se le notase cuán regocijado estaba por la misión que le había sido encomendada.

GÖR – Ahí dentro hay una dirección. Es ahí a donde necesito que marches. Cuanto antes.

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