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Publicado: 9 septiembre, 2023 en Sin categoría

La joven HaFuna sintió una punzada de dolor al ver de cerca el semblante demacrado de Mio. No hacía mucho que le conocía, pero vio al anciano mendicante más delgado y demacrado que nunca, cosa que parecía imposible. Al menos no mostraba indicios de tener frío, lo cual ya era bastante dadas las circunstancias climatologías, que no iban a hacer sino empeorar jornada tras jornada ante la inminencia del invierno.

MIO – Buenas tardes, joven Måe.

MÅE – ¡Qué buena memoria tiene usted!

            Mio sonrió. Algunos HaFunos que cruzaban la transitada calle se les quedaron mirando con recelo y algo de aprensión. No era habitual ver a alguien conversando con HaFunos como Mio en la cara superior de Ictaria. Algunos, pocos, les ofrecían una pequeña limosna para apaciguar sus conciencias. La mayoría se limitaban a pasar de largo, ignorándoles activamente, tratándoles como si sencillamente no existieran.

MÅE – Me voy a andar sin rodeos, Mio. Esto es algo a lo que llevo un tiempo dándole vueltas… ¿Usted tiene buenos brazos?

MIO – Mejor que las patas, desde luego.

            La joven HaFuna no pudo evitar echar un rápido vistazo a los dos muñones que ocupaban el espacio donde deberían haber estado las patas de Mio. Éste río, como no lo había hecho en mucho tiempo. Måe leyó en su rostro que se había sorprendido e incluso avergonzado a sí mismo en esa actitud. Por algún motivo que escapaba a su entendimiento, había algo en esos ojos morados que despertaba en él una confianza insólita. No en vano, la joven HaFuna había sido quien mejor le había tratado en ciclos. Lo cual hablaba bastante mal del resto de HaFunos con los que se había cruzado.

MÅE – También veo que tiene sentido del humor. Ahora en serio… ¿tiene usted fuerza en los brazos? ¿Cree que podría…?

            El mendicante se remangó el abrigo y mostró sus brazos a la joven HaFuna. Ésta se sorprendió al verlos mucho más henchidos y musculosos de lo que esperaba. Sin ser nada excepcional, destacaban en un cuerpo tan frágil y demacrado como el suyo.

MIO – Mis brazos también son mis patas. Es la única manera que tengo para desplazarme.

MÅE – Ya veo…

            Mio alzó los hombros. No pudo evitar echar un rápido vistazo a la rebosante bolsa que la joven HaFuna acarreaba al hombro, azuzado por el delicioso olor que ésta desprendía. No en vano, llevaba toda la jornada ayunando. Pero Måe no había venido a eso, y ni siquiera se dio por aludida. Tenía otra idea en mente y no pararía hasta llevarla a término. Respiró hondo y se aventuró.

MÅE – ¿A usted le apetecería trabajar?

            El semblante del mendicante se ensombreció.

MIO – Nada haría con más gusto que ganarme el pan con el fruto de mi trabajo, te lo garantizo. Pero nadie quiere contratar a un tullido que no puede siquiera tenerse en pie. Créeme, lo he intentado.

            El mendicante suspiró, cabizbajo.

MÅE – No diga eso.

MIO – Es la verdad.

MÅE – Discrepo.

            Mio alzó de nuevo la vista, curioso.

MÅE – ¿Usted sería tan amable de acompañarme? Es… un poco lejos, pero… tengo una… oferta que hacerle.

            El mendicante estudió la inseguridad, la expectativa y la ilusión en el semblante de la joven HaFuna.

MIO – Con una condición.

MÅE – Dígame.

MIO – ¡Que me dejes de tratar de usted!

            Måe sonrió.

MÅE – A ver… cómo… ¿Cómo se des… ¿Cómo te desplazas?

            El mendicante apartó la parte baja de su abrigo y le mostró la plataforma de madera sobre la que estaba sentado. No era más que un montón de tableros unidos entre sí, con bastante pericia, en honor a la verdad. Disponía de cuatro pequeñas ruedas, una en cada extremo.

MÅE – Qué ingenioso.

MIO – Me lo regaló un amigo que…

            A Mio se le entrecortó la voz. Måe no osó preguntar.

MIO – ¿Y a dónde es que tenemos que ir?

MÅE – A la Ciudadela.

            El semblante del mendicante se ensombreció de nuevo.

MÅE – ¿Hay algún problema?

MIO – Solía pedir ahí, hace unos ciclos, pero me… invitaron amablemente a no volver. Jamás.

MÅE – No tienes de qué preocuparte. No estaremos mucho tiempo.

            Mio asintió. Pese a que sentía mucha curiosidad, no consintió en preguntar a la joven HaFuna qué pretendía para con él. De algún modo, prefería la expectativa de la sorpresa. Eso era algo que no experimentaba con mucha frecuencia. Måe vio cómo se ponía en marcha. Retiró un par de frenos y la plataforma quedó a su merced. Luego tan solo tuvo que utilizar las callosas palmas de sus manos para ponerla en movimiento. Afortunadamente, las calles de esa zona de la ciudad eran bastante planas. La joven HaFuna se imaginó qué ocurriría si tratase de subir una pendiente, o de bajarla, y se entristeció. No habrían avanzado más que unas pocas zancadas, cuando Måe se acomodó la pesada bolsa con toda aquella comida al hombro y se dirigió de nuevo a él.

MÅE – Permíteme que te ayude.

            La plataforma tenía una hermosa argolla de la que pendía una ajada cuerda enrrollada en un soporte que sobresalía del tablero. Se la habían jugado tantas veces en el pasado, que Mio no podía por menos que sentirse en alerta, por más que su instinto le hacía pensar todo lo contrario de aquella joven HaFuna. Dudó un instante, pero finalmente se dejó ayudar. Sujetó en su regazo la bolsa de Måe, y ésta comenzó a tirar de la plataforma. Se sorprendió por lo sencillo que le resultó: Mio era un HaFuno muy ligero.

Literalmente todos los HaFunos con los que se cruzaron se les quedaron mirando con descaro, sin el menor atisbo de reparo. Lo que Måe estaba haciendo debía parecerles poco menos que una atrocidad. Ver al mendicante dejarse llevar, como lo haría un aristócrata de alta alcurnia en un palanquín, aunque mucho más rudimentario, y además, con los carrillos hinchados, tomándose un festín con la comida con la que la joven HaFuna había consentido e insistido en agasajarle, todavía se escapaba más a su entendimiento.

            Tardaron casi una llamada en llegar de vuelta a la Ciudadela. Justo a tiempo, a juicio de Måe. La joven HaFuna condujo al mendicante hasta el mercado ambulante. Tras varios intentos, finalmente dio con el puestecillo de Lia y su abuelo, que ya estaba casi recogido del todo. La hilandera enseguida reconoció en Mio el abrigo que había regalado a Måe hacía ya un tiempo. Ello, lejos de enojarla, le hizo esbozar una cálida sonrisa.

LIA – Veo que traes compañía, esta tarde. Buenas tardes, señor.

            Mio hizo un breve asentimiento de sus destrozadas astas. De repente, empezaba a sentir cierto desasosiego.

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