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Publicado: 23 julio, 2022 en Sin categoría

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Eco llegó al gremio de mensajeros mucho más pronto de lo que el maestro Gör le había citado. Salió del molino antes incluso que Måe, mientras ésta aún dormía. Pese a que había echado una cabezadita, de nuevo en su cama, dada la insistencia de la joven HaFuna, se había desvelado poco antes del alba. Desde entonces había sido incapaz de volver a conciliar el sueño. No alcanzaba a comprender muy bien por qué, pero estaba muy excitado por lo que le esperaba esa nueva jornada.

            Eco adoraba su trabajo, y estaba ilusionado y expectante por poder retomarlo después de tanto tiempo. No había vuelto a entregar mensaje alguno desde que abandonase Hedonia, más allá del último encargo que le había hecho el que fuera su maestro de gremio antes de dejarle partir hacia la capital, aprovechando la mudanza. Pasar tanto tiempo haciendo otro tipo de trabajos para los que no se sentía cualificado y que no le resultaban tan satisfactorios, había hecho que valorase aún más la suerte que tenía de poder ejercer el oficio que tanto amaba. Desde que perdiera sus astas y todo el mundo que tanto conocía y amaba se derrumbase frente a sus ojos, pues un taumaturgo sin astas era como un pájaro sin alas, no había sido fácil reinventarse. Sin embargo, él había descubierto en el vuelo su nueva gran pasión. Transformar ésta en su oficio, contra todo pronóstico, le había hecho muy feliz desde el principio.

            Al cruzar el umbral del vestíbulo, empujando él mismo la puerta, como había hecho todas las demás veces que había acudido al gremio, no pudo evitar que su atención se fijase en una HaFuna bastante joven que se encontraba barriendo a unas pocas zancadas de ahí. Se trataba de una habitante de la cara inferior de Ictaria, que había sido contratada para hacer el trabajo sucio que los ictarios de la cara superior no querían hacer, como siempre ocurría en esos casos. Aquél uniforme gris tan característico, y la expresión lánguida y desolada de su rostro de mirada gacha la delataban.

            A esas horas de la mañana no había mucho tráfico de HaFunos en el vestíbulo, pero Eco vio claramente cómo un ictario, que había entrado al gremio justo detrás de él, para mandar unos mensajes a un familiar, pasaba junto a ella y tiraba al suelo un vaso en el que aún quedaba un poco de batido afrutado y una bolsa con las migajas del desayuno. El contenido de vaso y bolsa se desparramaron por el suelo. El ictario pasó de largo en dirección al mostrador, y ni siquiera dirigió una fugaz mirada a la barrendera.

Eco se reconoció a sí mismo en ese papel y se encendió de ira. Se vio tentado a llamarle la atención a aquél maleducado ictario por su falta de respeto hacia la joven, pero no movió un músculo. Esa era una batalla perdida de antemano, y Eco tenía la firme intención de forjarse un currículo impecable en el gremio, por lo cual no le convenía meterse en problemas ni ser el centro de atención. Cruzó su mirada con la de la barrendera, que ya estaba recogiendo aquél estropicio, pero se vio en la obligación de agacharla, avergonzado por no haber salido en su defensa.

            Todavía estaba dándole vueltas a lo ocurrido, sentado a un banco del pasillo junto al despacho del maestro Gör, cuando le vio acercarse. Eco se irguió, y aguardó a que el maestro llegase a su altura. Gör también llegaba más pronto de lo debido a su puesto de trabajo esa jornada, aunque no tanto como Eco, que llevaría esperándole del orden de una llamada entera sentado en aquél mullido y cómodo banco.

GÖR – Caray, sí que madrugas.

ECO – Los mensajes urgentes no pueden esperar, maestro.

            Gör dio paso a Eco, y ambos accedieron al espacioso despacho. La luz entraba prácticamente horizontal por los grandes ventanales de la pared del fondo, mostrando una bella panorámica de la capital, salpicada de islas flotantes. El maestro Gör encendió uno de aquellos gordos puros. Dio una gran calada, y ofreció otro de los puros a Eco. Éste dudó durante un breve instante, pero enseguida se hizo con él. Gör accionó su encendedor de fricción, y Eco prendió la punta, mientras aspiraba el amargo y hediondo humo, esforzándose al máximo porque no se le notase cuánto le desagradaba.

            Sin mediar palabra, Gör tomó asiento, abrió uno de los cajones de su escritorio de madera tallada y sacó de él un sobre y un pergamino. Cogió la pluma, de moghilla bruna, la mojó en la tinta, y garabateó unas palabras en el pergamino, mientras Eco ponía a prueba la flexibilidad de su cuello mirando en derredor, con el noble propósito de no resultar grosero. Su mirada acabó irremediablemente en el retrato del Gobernador Lid. Aquél HaFuno era el último nexo con vida de la ilustre familia que se había encargado de proteger el Templo de Ymodaba desde donde alcanzaba la memoria, que fue masacrada por los HaGrúes durante la Gran Guerra. Cuando centró de nuevo su atención en el maestro, éste estaba acabando de lacrar el sobre, en cuyo interior se encontraba el pergamino que había manuscrito.

GÖR – Quiero que lleves esto al maestro del gremio de Ändor. Él te entregará otra cosa a cambio. Quiero que la traigas de vuelta. Hazlo todo lo rápido que puedas, Eco.

            Eco asintió, sin titubear ni mediar palabra, y tomó de las manos del maestro aquella carta. Su puro, al que no habría dado ni media docena de caladas, se quedó en el cenicero que había sobre el escritorio. Salió a toda prisa del despacho, sin siquiera despedirse. Cerró con suavidad la puerta, se metió la carta en la pechera del uniforme, con cuidado de no estropear el lacre, y subió a toda prisa las escaleras que le llevarían al puente que cruzaba por encima del edificio del gremio. Una vez sobre el puente, corrió hacia la balaustrada que protegía ambos lados, dio un ágil salto por encima de la misma y, sin pensárselo dos veces, se dejó caer al vacío. Sorteó varias naves voladoras que se encontró en su camino antes de tomar las riendas de su caída, y enseguida viró el rumbo hacia el destino que le había marcado el maestro Gör. No había tiempo que perder.

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