028

Publicado: 28 septiembre, 2021 en Sin categoría

28

Eco observaba orgulloso a Måe. La joven HaFuna había demostrado grandes progresos las últimas jornadas, hasta el punto que Eco había decidido cederle su puesto tras el timón. Ella estaba tan concentrada con lo que se traía entre manos que no hubiera sido capaz siquiera de darse cuenta si un HaGrú hubiese entrado por la puerta en ese momento esgrimiendo una lanza.

Eco se había ofrecido a enseñarle a guiar la isla en esa última etapa del viaje, y ella había accedido encantada. Hostigada por la incertidumbre de lo que le depararía el destino al llegar a Ictaria, había encontrado en esa actividad la distracción perfecta para desviar su atención, que en condiciones normales viraba entre la nostalgia por cuanto dejaba atrás y el desasosiego por lo que estaba por llegar.

En esos momentos se encontraban en la recta final de un largo trayecto cuyo hito más reseñable se produjo cuando atravesaron un nimbo diez veces más grande que la propia isla del molino, que les había obligado a cerrar a conciencia todas las ventanas, amén de navegar al pairo durante mucho más tiempo del que hubiesen deseado, con el eterno pavor a chocar con una isla errante, cosa que afortunadamente no ocurrió. Sí sirvió, no obstante, para dejar la balsa de la isla a un nivel más que aceptable, pues últimamente se había quedado prácticamente vacía.

            Aquél gran pedazo de roca robado de la madre Ictæria se dejaba ya entrever en la distancia, mostrándose cada vez más y más grande. A medida que se aproximaban, Måe se sentía cada vez más incrédula por cuanto le narraban sus ojos, absorta en la contemplación de semejante satélite, cuyo tamaño y forma eran muy similares a la gran herida que aquejaba a Ictæria, especialmente visible durante las noches. Que aquél descomunal pedazo de tierra pudiese mantenerse suspendido en el aire resultaba cuanto menos ridículo. La HaFuna había visitado más de una comarca, pero jamás había visto un cuerpo celeste de tal tamaño. No en vano lo denominaban continente y no isla, dada su envergadura.

            Pese a que Ictaria tenía parques, plazas e incluso un mar interior navegable, en el que hacía tanto tiempo que se habían extinguido los peces que ya nadie recordaba ni su forma ni su sabor, salvo por las ilustraciones de arcaicos libros que se guardaban con celo en la Biblioteca Central, lo que más llamaba la atención era el hecho que se había colonizado hasta el último rincón en el que se pudiese construir un edificio. Contemplar la ciudad desde esa posición privilegiada, y más a esa distancia, resultaba a un tiempo fascinante y desolador.

            El continente carecía por completo de bosques, de prados e incluso de campos de cultivo. El paisaje que tanto conocía Måe, de grandes extensiones de terreno virgen, con un sinfín de animalillos campando a sus anchas en perfecta armonía con el resto de habitantes de la isla en cuestión, parecía más bien la ingenua ensoñación de un HaFuno soñador que creyese en las utopías de un mundo extinto.

            Era tal el nivel de saturación y colonización del espacio disponible, que incluso las muchas islas flotantes que orbitaban a su alrededor estaban igualmente colmadas de vida hasta la bandera. Pero lo que más le llamó la atención, incluso a esa distancia, fue el hecho que era tan, tan grande, que su fuerza gravitacional permitía que se pudiese circular por todo su perímetro, no exclusivamente por la parte superior, como ocurría con el resto de islas del anillo celeste. Y como no podía ser menos, la parte inferior del continente también había sido colonizada.

            Pese a que lo sabía, porque lo habían estudiado en sus clases de educación fundamental, Måe no era capaz de dar crédito a que el continente estuviese poblado tanto en su parte superior como en su parte inferior. El mero planteamiento parecía desafiar las leyes más básicas de la física. No obstante, la HaFuna tuvo que rendirse a la evidencia a medida que se acercaban y pudo intuir a lo lejos los edificios, que parecían amontonados los unos encima de los otros, dejando unos espacios ridículos para transitar entre los mismos, por donde circulaban centenares de HaFunos, como si de minúsculos ríos de vida se tratasen.

Tras la Gran Escisión, todos los HaFunos que habían conseguido huir de la guerra con los HaGrúes se encontraban en Ictaria. El resto, la enorme mayoría, fueron abandonados a su suerte en la superficie del planeta, y sólo Ymodaba sabía qué había sido de ellos después de tantos, tantos ciclos sometidos a quienes no tuvieron ocasión de ganar la guerra únicamente porque sus enemigos habían preferido huir. La mayoría les daban por extintos. Los más optimistas creían que se habían transformado en esclavos de los HaGrúes, pero que al menos aún seguían con vida.

            El enorme cambio en la morfología y la ecología del planeta que había supuesto aquél traumático evento había propiciado una infinidad de islas flotantes que con el paso del tiempo habían acabado adquiriendo cierto orden, navegando en órbita alrededor de Ictæria. Dicha miríada de pequeñas islas vírgenes, con el devenir de los ciclos habían acabado formando aquél cinturón tan característico alrededor de Ictæria, al que denominaban anillo celeste.

            La superpoblación en la capital llegó a unos extremos tan insostenibles que muchos HaFunos, los menos privilegiados, se vieron en la obligación de ir a vivir a la parte inferior del continente, un lugar lúgubre y decadente, en sombra perpetua. Los barrios ricos, donde se afincaban los mejores gremios, donde vivía la aristocracia y proliferaba el lujo, ya formaban parte de Ictaria antes de la Gran Escisión, y aquél evento no había hecho si no enfatizar dicha polaridad. Se trataba de las dos caras de una misma moneda.

            Cuando incluso vivir en la parte inferior del continente se volvió insostenible, muchos prefirieron emigrar y empezar de cero en el sinfín de islas flotantes que habían surgido a tenor de la Gran Escisión. Hedonia era un ejemplo de ello. La leyenda contaba que se sus primeros habitantes se habían asentado alrededor de lo que ahora era la dorma, y que sus descendientes habían ido colonizando el resto del archipiélago con el paso de los ciclos.

Deja un comentario