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Publicado: 9 octubre, 2021 en Sin categoría

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Måe dio un respingo cuando aquél viejo comerciante al que le faltaba un ojo la agarró del antebrazo. Su ojo sano la escrutaba sin apenas parpadear. Afortunadamente la soltó enseguida. El anciano le ofreció la mejor de sus sonrisas, con los dientes más sucios que ella había visto jamás, y comenzó a hablarle. Su acento era tan cerrado que a la joven HaFuna le costó comprender lo que decía.

Al parecer, pretendía venderle algunas de las piezas de carne que tenía expuestas en aquél tenderete improvisado en plena calle. Måe les echó un vistazo, y se esforzó tanto como pudo por no mostrar repugnancia, ni por lo que le mostraban sus ojos ni por el intenso olor que de ellas emanaba. Resultaba más que evidente que llevaban mucho tiempo expuestas. La joven HaFuna no fue capaz de reconocer a qué animal o a qué animales habían pertenecido. Una miríada de pequeños bichejos voladores revoloteaban por encima, aunque el comerciante no parecía en absoluto molesto por ello, ni interesado en ponerle remedio.

Mientras le hablaba, Måe no podía apartar la mirada de la cuenca vacía de su ojo, de la que rezumaba un líquido amarillento con bastante mal aspecto, por más que sabía que no debía hacerlo, porque resultaba grosero. Él seguía adulándola con palabras zalameras, tratando de convencerla para que efectuase una compra. La joven HaFuna respiró aliviada cuando Eco acudió a su rescate.

ECO – Muchas gracias, amable tendero, pero tenemos algo de prisa.

Eco agarró nuevamente a Måe de la mano, y se la llevó consigo apresuradamente por aquella estrecha callejuela, mientras el comerciante mostraba su disgusto mascullando palabras de bastante mal gusto, que por fortuna ninguno de los dos tuvo ocasión de escuchar. Una vez hubieron avanzado un poco más, Eco se detuvo en una zona donde el tránsito de HaFunos era menos intenso, y se inclinó para dirigirse a Måe.

ECO – Intenta no prestar demasiada atención, ¿vale? No hace falta ser maleducado, pero si nos paramos cada vez que nos ofrezcan algo, no vamos a llegar hoy a la Universidad. Aquí hay mucha pobreza, y… es normal que al vernos así vestidos intenten ganarse unas pocas cuentas a nuestras expensas.

MÅE – ¿Vestidos cómo? Pero si vamos de lo más…

            Eco frunció el ceño, visiblemente incómodo por la situación, y Måe miró en derredor. Echó un vistazo a los HaFunos que circulaban por la estrecha calle, observándoles con otros ojos, y volvió a mirar a Eco. Él iba vestido con sus ropajes habituales: unas calzas negras, una camisa holgada y su inseparable sayo de vuelo. Ella llevaba un vestido de cuerpo entero, verde y azul, que había diseñado y cosido ella misma hacía cosa de un ciclo.

Tuvo que rendirse a la evidencia: no pudo negar que Eco tenía razón. Ellos, por más que iban vestidos de un modo bastante discreto e incluso humilde, desentonaban y mucho entre aquellos HaFunos. Si bien era cierto que había muchos que sí iban impecablemente vestidos, la mayoría tan solo tenían una pieza de ropa, y en muchas ocasiones ésta estaba ajada en demasía. Los más pequeños, iban directamente desnudos.

Siguieron avanzando por las empinadas calles, atrayendo las miradas de cuantos HaFunos se cruzaban. Måe no se había sentido más incómoda en mucho tiempo. No se había sentido tan observada ni siquiera durante su ceremonia de graduación, motivo por el cual ambos se encontraban ahí en esos momentos.

MÅE – Oye, Eco. ¿No hubiera sido más fácil ir volando directamente a Ictaria?

ECO – Esto también es Ictaria.

            Måe se sorprendió al ver la expresión seria y ceñuda que se había apoderado del rostro de Eco.

MÅE – Arriba. Me refiero… a la parte de arriba. Podríamos haber ido volando directamente ahí al salir del molino, y nos hubiéramos ahorrado el paseo.

            Eco negó con la cabeza. Respiró hondo y apretó el paso.

ECO – Para eso tendríamos que haber hecho un rodeo muy largo. Por aquí es más rápido. Además… ¿Sabes que en Hedonia está mal visto aterrizar directamente en tierra firme?

MÅE – Sí. Yo siempre voy a las redes de aterrizaje, como tú me enseñaste.

ECO – Y haces muy bien. Pues aquí… está mal visto volar.

MÅE – ¿Volar? ¿En serio? ¡Pero si… mira!

            La joven HaFuna señaló al cielo. En esos momentos se encontraban bajo una de aquellas mareas de HaFunos colocados en fila. Resiguiendo la dirección que éstos tomaban, se podía detectar sin siquiera verla la red de aterrizaje más próxima. En segundo plano se encontraba Ictæria. Aquél gran nimbo ya había pasado de largo, y la joven HaFuna también tuvo ocasión de contemplar de nuevo la omnipresente Torre ambarina. Enseguida bajó la mirada.

ECO – Arriba, Måe. De los HaFunos de aquí abajo no se preocupa nadie.

MÅE – ¿No se puede volar ahí?

ECO – Sí, sí se puede. Pero… no es lo habitual. Yo no te aconsejo que lo hagas. A no ser que… sea imprescindible.

MÅE – Pero yo vi HaFunos volando, cuando estábamos en el molino.

ECO – Los hay, pero…

            Eco chistó, visiblemente incómodo.

ECO – Tú intenta no hacerlo, ¿quieres?

            Måe no parecía demasiado convencida.

MÅE – ¿Y voy a tener que hacer todo este camino cada vez que vaya del molino a clase, todas las jornadas?

ECO – No está tan lejos. Mira, ya hemos llegado.

Eco fue haciéndose paso entre el gentío, y finalmente llegaron a un pequeño edificio cuyos alrededores estaban bastante menos concurridos que las calles adyacentes. Måe se sorprendió por su estado de conservación, que desentonaba mucho con los que le circundaban. Estaba construido enteramente de piedra y cerámica, y disponía de ventanas en todo su perímetro. Resultaba evidente que no hacía mucho había recibido una mano de pintura. Al entrar, la joven HaFuna se quedó maravillada por el estado del suelo. Éste estaba hecho de piedra pulida y pudo verse a sí misma reflejada, gracias a la luz de los grandes candelabros que pendían del techo.

Eco la guió hacia el centro del pequeño edificio. Ahí les esperaba una HaFuna vestida con un uniforme muy elegante y bien cuidado, con un gorro plano lleno de botones. La HaFuna les escrutó de arriba abajo.

ECO – Somos dos.

            El HaFuno le entregó dos cuentas a la ascensorista, y ésta les abrió la portezuela metálica. Ambos accedieron al interior. Eco se sentó en uno de los mullidos asientos y se colocó un cinturón en la cintura. Echó mano de la parte trasera de su asiento, y sacó otros dos cinturones, que cruzó sobre su pecho, y trabó a lado y lado de su cadera. Måe hizo lo mismo por puro instinto, sin saber muy bien para qué.

La ascensorista cerró la portezuela una vez se cercioró que ambos tenían correctamente colocados los cinturones, y giró una manivela. Con un suave traqueteo, el ascensor comenzó a bajar por un túnel vertical oscuro como la panza de un gálibo. Por fortuna, la cabina del ascensor disponía de su propio quinqué, por lo que no tendrían que hacer el trayecto a oscuras.

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