020

Publicado: 31 agosto, 2021 en Sin categoría

20

Ya habían pasado varias jornadas desde la ceremonia. Måe había tenido tiempo de empezar a asimilar el drástico cambio que se produciría en su vida dentro de tan poco. El desconcierto y el descontento inicial se habían tornado en expectativa e incluso en ilusión. Pese a la frustración original por no haber obtenido la asignación del gremio que ella deseaba, desde que el Gobernador le ofreciera la inesperada nueva, su ya habitualmente generosa curiosidad por aquél antiquísimo arte se había desbordado.

No habían sido pocas las veces que había solicitado a Eco que le enseñase algún truco nuevo, a lo que él había accedido encantado, siempre que su agenda se lo había permitido. Se trataba de ejercicios muy básicos y especialmente inofensivos, incluso poco prácticos, pero ella disfrutaba de lo lindo de igual modo. Se había llegado a pasar noches enteras revisando antiquísimos libros de la biblioteca particular de Eco en el ático del molino. Antiguos tratados de taumaturgia, diccionarios con listados interminables de nombres impronunciables, libros de historia que narraban las hazañas de quienes habían descubierto uno u otro truco, cuadros de combinaciones que más bien parecían jeroglíficos… Aunque no entendiera ni la mitad de lo que leía, ella seguía devorando ávidamente página tras página.

            En esos momentos Måe se encontraba en compañía de Eco haciendo labores en una de las granjas de Hedonia. Ello era harto infrecuente, ya que él tenía su propio trabajo en el gremio de mensajeros, y por ello estaba exonerado de hacer labores. Consciente de la inminente mudanza, su jefe había consentido en liberarlo de sus funciones, que retomaría una vez llegase a Ictaria. Eso sí, con la condición que se llevase todos los mensajes que tuvieran como destino la capital del anillo, así como numerosos paquetes. Gracias a ello disponía de más tiempo libre para prepararse para el viaje y ofrecer su ayuda a la comunidad.

            Pese a que la compañía era buena, Måe hubiera preferido pasar esos últimos días compartiendo sus labores con Goa. Lamentablemente para ella, eso no había sido posible. Un par de jornadas después de la graduación, el capullo de su madre había florecido. Como dictaba la tradición, Goa había adoptado el rol de aprendiz en la construcción de la casa en la que su madre Hap había estado trabajando antes de dar a luz, con lo que no había podido compartir labores con ella desde entonces.

            Un mípalo próximo yumeó. Los yumidos resultaban incluso ridículos para una bestia de tal envergadura. Agudos y largos, tanto como les permitía el aliento que tuvieran en ese momento en los pulmones, nadie sabía muy bien para qué servían, porque salvo en época de celo, los mípalos no prestaban demasiada atención a sus congéneres, y muchos de ellos se pasaban el día yumeando.

Eco bufó, indignado, y cargó otro saco de raiga en la carretilla. Por fortuna, les había sido asignada la labor de dar de comer a los animales, y no la de recoger sus heces. Aún así, Eco no parecía tenerlas todas consigo.

ECO – ¿Te encargas tú de la comida de los mípalos, por favor?

MÅE – Sí, claro.

Måe frunció el entrecejo. Asió otro de los sacos y lo colocó con cuidado sobre la carretilla.

ECO – Es que no soporto este olor. Me da… me da náuseas.

MÅE – ¿El olor de qué, de la raiga?

            Eco se llevó un puño al hocico, hizo un gesto raro con la cara, cerró los ojos con fuerza y asintió.

MÅE – Ah, pues yo encuentro que huele… la mar de bien. Huele como a… a campo. A naturaleza.

ECO – Mira, pues todo tuyo. Es que… es superior a mí.

MÅE – Tranquilo. Ve tú a darle de comer a las endritas, yo me encargo de los mípalos.

ECO – Gracias, Måe.

            La joven HaFuna contempló con una sonrisa divertida cómo Eco se marchaba del establo de los mípalos y se dirigía al aviario de la granja, donde las endritas correteaban y volaban en un entorno controlado, rodeadas y cubiertas por una malla que no les permitía marcharse. Ella acabó de cargar la carretilla y se dirigió al establo de los mípalos.

            Måe había aprendido en sus clases de zoología que había muchos más animales de granja que los que ella llegaría a conocer jamás. Tras la Gran Escisión, la enorme mayoría se habían quedado en Ictæria, a merced de los viles HaGrúes. De los que sí consiguieron llevarse consigo, muchos habían acabado extinguiéndose en el anillo celeste con el paso del tiempo. Quizá también lo habían hecho en Ictæria, aunque no había manera de saberlo a ciencia cierta, pues ningún HaFuno que hubiera abandonado el anillo con ese destino había vuelto jamás para contarlo. Ello, en cierto modo, se traducía en una buena noticia, pues garantizaba que los HaGrúes tampoco podían subir a acabar lo que empezaron tanto, tanto tiempo atrás.

También había otros animales a los que nadie echaba de menos, los denominados colosos. Algunos de ellos eran tan grandes que incluso se podían distinguir, aún con severas dificultades, desde los grandes telescopios de El observatorio. A parecer, no en todo habían salido perdiendo tras aquél drástico y traumático evento.

            Måe cerró la puerta del establo tras de sí. Los mípalos eran animales increíblemente mansos. Eran tan altos en su edad adulta como dos HaFunos, uno sobre los hombros del otro. Se trataba de animales cuadrúpedos y lanudos, herbívoros y con una gran joroba. Aunque lo más característico que tenían era su enorme e imponente cuerno, que emergía directamente de su cráneo.

            A diferencia de la cornamenta de los HaFunos, que se ramificaba a medida que crecía y borbotaba vida en forma de pequeñas hojas de forma vagamente triangular y bellas y olorosas flores que en condiciones óptimas les permitían reproducirse, el cuerno de los mípalos estaba hecho de hueso. Era duro como una roca, y salvo cuando se agachaban para comer o para beber, siempre apuntaba al cielo.

            Måe se acercó a un macho adulto y le acarició la mejilla. El mípalo yumeó e inclinó la cabeza hacia el lado opuesto, para facilitarle la muestra de afecto. La joven HaFuna agarró un saco de raiga, lo rasgó con la navaja que le habían prestado al iniciar las labores, y vertió su contenido en el comedero. Prácticamente al mismo tiempo que comenzaba a masticar la raiga, el mípalo se tiró un atronador pedo y comenzó a defecar generosamente. Måe rió, acordándose de Goa, y se acercó cautelosamente a un mípalo mucho más pequeño, que la miraba con ojos vidriosos. Llevaba un manojo de raiga en la mano, y se lo ofreció como muestra de paz. El animalillo tan pronto olisqueó la raiga, enseguida perdió el miedo y comenzó a comérsela directamente de la mano, al tiempo que ella sonreía abiertamente.

Deja un comentario