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Publicado: 13 junio, 2023 en Sin categoría

ARU – ¿Vienes?

            Eco asintió. Tomó aliento y dio un paso al frente, cruzando el portal. En un abrir y cerrar de ojos, ambos se encontraron en la otra punta del anillo celeste. El HaFuno cuernilampiño reprimió un escalofrío. Lo había hecho en cientos de ocasiones con anterioridad, pero siempre se sentía incómodo cuando cruzaba un portal. Pese a cuánto tiempo hacía que había perdido sus astas, todavía se notaba desnudo e indefenso sin ellas siempre que hacía uso vicario de la taumaturgia. Aún con aquél curioso hormigueo en el cuerpo, miró en derredor.

La estancia era austera y discreta, como no podía ser de otro modo. En medio de la misma, tapándole la visión de la chimenea encendida, se encontraba Nía, aquella disciplinada HaFuna que hacía de guardiana del portal. Ambos la saludaron afectuosamente, pues hacía ya muchos ciclos que la conocían. Ella había trabajado codo a codo con Aru en las minas de Ötia. Fue ella quien la rescató cuando aquél desafortunado derrumbe apunto estuvo de acabar con su vida, privándole, eso sí, de la visión de uno de sus ojos.

            Aquél era uno de los portales que Eco más había transitado en el pasado, por su relativa proximidad con Hedonia, que no estaba ni a una jornada de distancia. De hecho, fue uno de los primeros que ayudó a fabricar. Al igual que el resto, se encontraba afincado en una edificación humilde, en un lugar apartado de una isla periférica y anodina donde las hubiera. Allá, la mayoría de los HaFunos que vivían lo hacían cuidando del ganado o del campo, ya fuera para consumo propio o como pequeños exportadores, pero sin apenas contacto con el exterior. Cada cual se ocupaba de sus asuntos, y nadie hacía preguntas importunas. Como debía ser.

La discreción era de importancia capital en ese tipo de negocio. Tanto quienes ofrecían el servicio como quienes lo disfrutaban, sabían que tenían mucho que perder, pues violar el acuerdo mutuo les perjudicaría enormemente, a ambos. El castigo por hacer uso de un portal era la pena capital, y todos estaban muy concienciados del peligro que corrían. Aunque en ese aspecto, a Eco le traía sin cuidado, pues nadie podría arrebatarle las astas que no tenía. Muchas veces se había preguntado qué pena le sería impuesta si, Ymodaba no lo quisiera, finalmente acababan descubriendo su red clandestina y ajusticiándole.

NÍA – Buenas noches, Aru. Eco. Bienvenidos.

            La educada HaFuna le ofreció un cortés y para su gusto demasiado largo asentimiento de astas. Al fin y al cabo, si ella tenía ese trabajo, con el que podía cuidar de toda su familia, era gracias a ellos dos. Iba ataviada con ropa de invierno hecha a mano, y su furo había adquirido un volumen más que considerable, preparándola para el frío invierno que ya había llegado a esa zona del anillo. Ella era más discreta que la mayoría de los guardianes de los demás portales de su red, pero ambos pudieron ver asomar de la funda la empuñadura de la larga y afilada daga que albergaba en su cinto.

NÍA – ¿Queréis que os prepare un té?

ARU – No, muchas gracias. Tenemos algo de prisa. Necesitaremos brea.

NÍA – ¿Brea? ¿Como para…?

            Aru asintió.

ARU – Sí. Y necesitaremos también que nos ayudes con eso.

NÍA – No será inconveniente. Creo que tengo… Dejadme… Dejadme un momento que vaya a recogerla. Tomad asiento y descansad. Vuelvo enseguida.

            Aru asintió, pero no siguió los consejos de Nía. La HaFuna se despidió de ambos, con ostensible prisa. Se atavió con un abrigo de gruesa lana, se puso un gorro con el que cubrió cabeza y orejas, y abandonó la estancia. Ambos pudieron atisbar cómo caía la nieve a través de la puerta abierta. Una ráfaga de viento nocturno y gélido invadió la estancia durante un momento, antes que la HaFuna cerrase de nuevo la puerta.

Eco sí hizo caso a Nía, y tomó asiento en una mullida butaca, mientras observaba a Aru. La dueña de la posada abrió uno de los armarios y comenzó a hurgar en él, como si estuviera en su propia casa. En cierto modo, así era, pues todas las residencias que conformaban la red de portales eran de su propiedad.

ARU – Sé que los había dejado por aquí…

ECO – ¿Qué buscas?

            Aru chistó y siguió escarbando, abriendo cajones y revolviendo ropa y demás enseres. Finalmente encontró lo que buscaba y se dio media vuelta, sosteniendo en sendas manos dos máscaras idénticas, que emulaban la espeluznante faz de un HaGrú, esculpidas en madera por expertos artesanos talladores. Dos pequeñas rendijas por las que ver se encontraban a la altura de los ojos. Aru las entregó a Eco y siguió su hurgando por el armario, mientras el HaFuno cuernilampiño reseguía fascinado con sus dedos las hábiles tallas hechas en aquella bella madera, negra y lustrosa.

ARU – Esto también te hará falta.

            Eco se giró de nuevo hacia ella y vio cómo arrastraba un cofre fuera del armario. Lo liberó de su atadura y lo abrió de par en par. En su interior, protegido por una suave gasa, se encontraba una especie de casco con unas nutridas astas en lo alto. No era como los que utilizaban los cachorros de HaFuno que aún carecían de sus propias astas, en sus representaciones en los festejos de la Gran Escisión, hechos con las ramas de los árboles. Esas eran unas astas reales, especialmente exuberantes y vistosas, de un color grisáceo azulado. Carecían de follaje, pero no por ello resultaban menos hermosas. Su base estaba montada en un trozo de cuero con la forma de medio hemisferio, con un par de cinchas pensadas para unirse entre sí bajo el hocico.

Se trataba de un extraño objeto de coleccionismo. La HaFuna nunca había querido compartir con él de dónde las había sacado. Sin raíz, no eran más que un objeto sin vida. Jamás podrían crecer, como sí lo hacían las que descansaban en los cementerios. Aru se las entregó, y Eco se las probó. Pese a que no le hacía la menor gracia, no era la primera vez que las llevaba. Se acercó hasta un espejo que pendía de la pared junto a la puerta del aseo y se miró en él. Un escalofrío recorrió su lomo al contemplarse a sí mismo luciendo aquellas astas de dueño incierto. Pese a que no se parecían en nada a las suyas, no pudo evitar notar cómo algo se quebraba dentro de sí. Aru pudo leer el pesar en sus ojos, y se acercó a él.

ARU – Lo siento, Eco, pero no podemos levantar sospechas. Y siento ser tan franca, pero… tu cabeza no es muy discreta.

            El HaFuno cuernilampiño asintió. La puerta se abrió, y ambos se giraron a tiempo de ver aparecer a Nía sosteniendo un cubo pequeño pero de apariencia muy pesada. Eco se apresuró a retirarse el casco y lo dejó de nuevo en aquél viejo cofre.

NÍA – Espero que haya suficiente…

            Aru echó un vistazo al contenido del cubo. Lo que había en su interior era tan negro que parecía pugnatina líquida. No había mucho, pero sería más que suficiente. Asintió, satisfecha.

NÍA – ¿Queréis que…?

ARU – Sí, por favor.

Aru se desvistió y ofreció una de sus manos a la HaFuna. Ella estaba más concentrada que nerviosa. No hizo ninguna pregunta, y eso fue algo que tanto Aru como Eco agradecieron sobremanera. Les gustaba mucho esa HaFuna porque era prudente. Hacía lo que debía hacer, sin quejarse y sin propiciar situaciones incómodas. Nía hundió una de sus manos en la brea de cubo y tomó la de Aru. Eco les observó a los dos con curiosidad y una pizca de envidia.

La HaFuna se concentró, e incluso gustó de cerrar los ojos antes de obrar el prodigio. A algunos HaFunos les ayudaba a concentrarse. No era sencillo, pero resultaba evidente que lo había practicado suficientes veces en el pasado como para hacerlo con naturalidad. El HaFuno cuernilampiño se mordió el labio al ver cómo el furo de la mano de Nía adquiría el negro color de la brea, y cómo éste, utilizándola a ella de enlace, penetraba en el de Aru, tiñéndolo a su vez. Él sería el siguiente.

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