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Publicado: 5 julio, 2021 en Sin categoría

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ECO – ¿Se puede saber qué estabais haciendo?

            Unamåe se mordió el labio inferior y se rascó la base de sus incipientes astas. Agachó la mirada, avergonzada.

UNAMÅE – Iba a tocar un poco, antes de acostarme y… como a Snï le gusta tanto…

ECO – Snï está encantado de la vida dentro de su quinqué. No le hace falta salir para nada. ¿Verdad que no, Snï?

            Eco se inclinó ligeramente para ver al fuego fatuo más allá de Unamåe. Snï se puso algo más verde y menguó ligeramente, oscureciendo la estancia.

UNAMÅE – Pero le estaba vigilando. Te lo prometo. No le he perdido de vista ni un momento. Y… y se ha portado muy bien.

ECO – Sí, ¿como la última vez?

            La vista de Unamåe se dirigió instintivamente hacia la puerta de la cocina. La parte superior estaba ennegrecida y le faltaba un pedacito. No era la única parte del molino que acusaba una quemadura, y probablemente no sería la última.

UNAMÅE – Lo siento.

ECO – Sentirlo no va a servir de nada si prende fuego al molino.

            Unamåe suspiró. Era consciente del peligro que entrañaba sacar a Snï del quinqué, pero detestaba verle pasar ahí jornadas y más jornadas sin poder revolotear un poco.

UNAMÅE – Eso fue un accidente, él no…

ECO – Unamåe…

UNAMÅE – ¡Llámame Måe!

ECO – No. Todavía eres una niña.

            Unamåe hinchó los carrillos, pero no pudo evitar estallar en una carcajada cuando Eco se los estrujó. El aire salió emitiendo una pedorreta ridícula que les obligó a reír de nuevo. Ahí acabó la discusión.

Unamåe cerró el quinqué, ayudó a Eco a quitarse el sayo y lo colgó junto a la puerta, antes de cerrarla, mientras él dejaba el macuto y el cinto sobre una mesa cercana, y hacía crujir las articulaciones de su cuello. Estaba agotado después de un viaje tan largo.

UNAMÅE – ¿Por qué has tardado tanto en volver a casa?

ECO – Tenía un montón de mensajes que entregar, Måe. Y cada uno en un sitio distinto. Ya sabes cómo son estas cosas.

UNAMÅE – Un poco más y no llegas a tiempo.

ECO – Es pasado mañana, ¿no?

UNAMÅE – Sí, pero… me tenías preocupada.

            Eco sonrió y empezó a hurgar en el saco de su cinto. Sacó una hueva de dígramo y se la mostró a Unamåe, que la observó desconcertada.

ECO – Mira qué te he traído.

UNAMÅE – Pero… por el amor de Ymodaba. ¿Es lo que creo que es? ¿Dónde la has conseguido?

ECO – Uno tiene sus contactos.

UNAMÅE – ¿Puedo…?

            Eco lanzó la hueva a Unamåe, y ésta la cogió al vuelo. La acercó al quinqué y observó de cerca, gracias a la luz que Snï le ofrecía, su nívea superficie granulada. El pequeño fuego fatuo contempló con detenimiento la hueva, haciendo ver que entendía algo de lo que estaba ocurriendo.

ECO – ¿No la quieres probar?

UNAMÅE – ¡No! La guardaré para una ocasión especial.

ECO – No hace falta. Traigo más.

            Eco entregó el resto de las huevas a Unamåe, y se dirigió hacia la cocina. Él sí estaba hambriento.

ECO – ¿Ya has cenado?

UNAMÅE – Sí, y debería acostarme ya, que mañana tengo labores a primera hora.

ECO – Pues ya sabes lo que tienes que hacer.

UNAMÅE – He hecho gachas. Tienes… una buena ración, ahí en la fresquera. Por si tienes hambre.

ECO – Gracias.

            Unamåe se despidió de Eco acariciando su mejilla con la de él como muestra de aprecio, y se dirigió a su cuarto. Él la acompañó con el quinqué poco después y la arropó en la cama. Encendió la vela circular que descansaba sobre su mesilla de noche con la ayuda de Snï y desanduvo sus pasos, no sin antes echarle un último vistazo con una cálida sonrisa en los labios.

ECO – Buenas noches, blanquita.

            Unamåe se acomodó, y Eco abandonó el cuarto, notando cómo le rugía el estómago. Se echó el macuto a la espalda, sin soltar el quinqué, se dirigió a la cocina y sacó el plato de gachas de la fresquera. Subió las escaleras en espiral que conducían al ático de aquella peculiar construcción de forma vagamente cónica, y suspiró al entrar de nuevo a aquella caótica habitación que servía a un tiempo de estudio y de dormitorio.

            Tuvo que apartar varias cajas llenas de pergaminos y libros saturados de marca páginas y anotaciones, amén de demás bártulos para poder acceder a la mesa. Las estanterías estaban tan repletas de montañas de libros que amenazaban con venirse abajo. Retiró de la silla la manta que la cubría, dejándola sobre la cama, y colocó cuanto llevaba sobre el único hueco libre que había en una esquina de la mesa. Se había levantado algo de viento, y las aspas del molino giraban lentamente, volviendo intermitente el bello espectáculo de la noche estrellada que tenía frente a sí, al que Eco no prestó la menor atención.

ECO – Me muero de hambre, Snï.

            Eco se sentó y metió la mano en las gachas. Se llevó un poco a la boca, e hizo una mueca de desaprobación. Snï lo observaba con deleite y sin pestañear, pues carecía de párpados. Unamåe no era mala cocinera, pero ese plato, frío, no valía nada. Eco se agachó un poco y abrió con cierta dificultad uno de los cajones. Sacó un viejo frasco lleno de un líquido negruzco y miró a Snï.

ECO – ¿Tienes hambre, tú? Necesito que me eches una mano.

Snï se agitó dentro del quinqué cuando le vio sacar la bandeja inferior y echar unas gotas de aquél mejunje viscoso. Eco desenroscó la parte superior del quinqué mientras el fuego fatuo se entretenía consumiendo la espesa sabia de moaré, y colocó encima el plato con las gachas, que pronto comenzó a humear.

Vació el macuto sobre la mesa como bien pudo, dado lo llena de objetos que estaba, y comenzó a estudiar de nuevo sus anotaciones, a medida que devoraba con deleite las gachas, especialmente concentrado en un mapa que extendió cuan largo era sobre cuanto había sobre la abarrotada mesa.

Como siempre le ocurría, enseguida perdió la noción del tiempo, enfrascado en sus estudios. Se dio cuenta algo más tarde, al comprobar que la luz que Snï desprendía era de color rosa pálido, delatora que el fuego fatuo se había quedado dormido.

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