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Publicado: 18 diciembre, 2021 en Sin categoría

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Una acabó de trepar por la rústica escalera de cuerda y aguardó a que subiera Måe, oteando en derredor desde la plataforma de madera. La joven HaFuna enseguida se reunió con ella. Ese día era algo ventoso, y las aspas del molino giraban a merced del viento, no muy lejos de donde ellas se encontraban. Måe respiró hondo, aún notando en el pecho el agradable traqueteo de su corazón tras el trayecto en vuelo desde Ictaria. Una volvió a ponerse las gafas de vuelo en la frente, y comenzó a peinarse con esmero y una pizca de ansiedad. Ambas se habían despeinado considerablemente tras el vuelo, por más que las dos llevaban el furo piloso recogido.

UNA – Ha sido divertido. ¡Mira que hacía tiempo que no volaba!

MÅE – ¿En serio? Pues no lo parece.

UNA – ¿A que no? No he perdido mis cualidades.

MÅE – Ya sabes lo que dicen: aprender a volar es para toda la vida.

UNA – Supongo que sí…

            Una dejó en paz por fin su furo piloso, para tranquilidad de Måe, que estaba empezando a ponerse nerviosa, y le ofreció una sonrisa.

MÅE – Eso es algo que no acabo de entender. ¿Por qué no voláis, en Ictaria?

            Una frunció ligeramente el ceño, dando a entender por su comunicación no verbal que Måe había formulado una pregunta estúpida.

UNA – En Ictaria hay demasiados HaFunos, Måe. Si nos pusiéramos todos a volar, no se vería el cielo.

MÅE – Pero… sabes volar. Quiero decir… ¿quién te ha enseñado?

UNA – Nos enseñaron en clases de educación fundamental. ¿A ti no?

MÅE – A mí también.

UNA – ¿Entonces? No entiendo la pregunta.

            Måe tragó saliva. Una se dio media vuelta, observando la isla del molino en toda su extensión.

UNA – Así que aquí es dónde vives.

            La joven HaFuna asintió, orgullosa.

UNA – No es… muy grande. Pensaba que era una isla más…

            Måe tragó saliva. La confianza en sí misma crecía y menguaba por momentos al lado de aquella HaFuna. No hacía más que compararla con Goa. Por más lejos que estuvieran, ella siempre la tenía muy presente, y la echaba mucho de menos. Nadie podría ocupar el espacio que aquella entrañable HaFuna ocupaba en su corazón.

MÅE – Es pequeñita, pero… como sólo vivimos Eco y yo… es más que suficiente. A mí me encanta.

Una asintió lentamente, mientras observaba con el hocico entreabierto por encima del hombro el edificio del molino. Se trataba de una edificación de piedra y madera, hecha a la antigua usanza. De hecho, daba la impresión que hubiera sido legada de generación en generación desde hacía muchos, muchos ciclos. Una no estaba acostumbrada a ese tipo de arquitectura.

UNA – Es muy pintoresco. Es como… los grabados antiguos, que nos enseñaban en clase de Historia, de antes de la Gran Escisión. ¿Cuántos ciclos tiene?

MÅE – Pues la verdad es que no lo sé… ¿quieres verlo por dentro?

UNA – ¡Claro!

            Ambas HaFunas emprendieron el camino de piedras que las llevó al molino. Måe echó mano del tirador y abrió la puerta. La cara que puso Una le hizo ponerse en tensión, mirando en todas direcciones.

MÅE – ¿Qué pasa?

UNA – ¿No cerráis con llave?

MÅE – No…

UNA – ¿En… en serio?

MÅE – Bueno, hay dos puertas, y… está todo lleno de ventanas por todos lados. No creo que sirviera de mucho, tampoco.

            Una se mantuvo ceñuda unos instantes. Acto seguido alzó los hombros, mostrando su indiferencia, y cruzó el umbral de la puerta que Måe mantenía abierta. La casa estaba escrupulosamente ordenada y olía a limpio. Sobre la mesa de la sala había algo de fruta fresca en una fuente y dulces típicos de Hedonia que habían traído consigo. Måe lo había preparado todo para agasajar a su invitada. Sin embargo, la atención de Una se centró en el quinqué que pendía del techo en el centro del salón. Aún recordaba el día que conoció a Snï, por lo cual Måe no la juzgó.

UNA – ¿Es esto de lo que me hablabas?

MÅE – Sí. Ese es mi amigo Snï.

UNA – Jamás había visto uno. En mi vida.

MÅE – Me lo trajo Eco de uno de sus viajes, hace…

            Måe trató de hacer memoria, pero fue incapaz.

MÅE – Hace mucho tiempo. Desde pequeña siempre he tenido miedo a la oscuridad, y… Snï me ha ayudado mucho a ese respecto.

            Una se acercó aún más al pequeño fuego fatuo, observándolo de puntillas. Snï ardía de un color verde pálido.

UNA – Qué cosa más rara, ¿no?

            La joven HaFuna descolgó el quinqué del gancho del que pendía, y lo dejó sobre la mesa de la sala principal del molino, para que Una pudiera ver mejor a Snï. Una se acercó a toda prisa, e hincó ambos codos en la mesa, colocando su hocico a muy corta distancia del quinqué. Snï la observaba, extrañado, ardiendo de un color morado con matices verdes. Ambos se aguantaron la mirada; Una no era consciente, pero había dejado incluso de respirar, obnubilada por cuanto le narraban sus ojos. Metió un dedo dentro del quinqué, pero enseguida lo apartó, al tiempo que profería un grito. Snï se puso a arder de un color verde intenso, y se alejó tanto como pudo de ella dentro de su quinqué.

UNA – Joder, ¡quema!

MÅE – Una, está hecho de fuego. Claro que quema. ¿Qué esperabas?

            Måe se acercó y la tomó de la mano, observando la piel enrojecida de su dedo índice. Una parecía más molesta que sorprendida.

MÅE – ¿Te has hecho daño?

            Una se llevó el dedo herido a la boca, lo volvió a mirar y lo sopló con los labios bien juntos.

MÅE – Déjate. Tengo un ungüento que va de fábula para las quemaduras. Acompáñame.

            Ambas se dirigieron al excusado, y Måe tomó un pequeño tarro del estante que había junto a la letrina. Lo abrió con un ágil movimiento de muñeca, y le mostró el contenido a su invitada. Se trataba de una especie de pomada natural hecha de hierbas con un intenso olor avinagrado. La cara de Una era todo un poema, y no tanto por el desagradable aspecto del ungüento, que también, sino por el del excusado. Pese a que estaba muy limpio, era muy humilde.

MÅE – Escuece un poco, pero enseguida se va, y… notas el fresquito. Lo que tarda más en irse es el olor, pero… vale la pena.

            Måe tomó una pequeña dosis de ungüento, del tamaño del hueso de una hueva de dígramo. Una comenzó a agitar la cabeza, realizando instintivamente un gesto de negación.

UNA – No. No…

MÅE – Si no es nada… Ya verás que… te hará bien.

UNA – En serio, Måe. No te preocupes. Ha sido sólo el susto. Ya… ya ni me duele.

            Una se dio un par de golpecitos con el dedo enrojecido en la palma de la mano opuesta, para demostrarle que no era necesaria una cura. Ambas se aguantaron la mirada unos instantes, y Måe acabó dándose por vencida. Devolvió al tarro el poco ungüento que había tomado, se lavó la mano en el barreño donde acostumbraba a asearse la cara todas las mañanas, y se la secó con una toalla, antes de acompañar a Una de vuelta al salón.

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