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Publicado: 5 marzo, 2022 en Sin categoría

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ELO – Ese es el que conocemos como el período de la Creación. Ymodaba había creado bosques, había creado mares y lagos, montañas y fosas, selvas de cristal, desiertos multicolores, glaciares, altos acantilados y playas de arena transparente, más fina que el pelo de un mípalo. Había creado peces y mamíferos, aves, reptiles e insectos, a los espíritus elementales e incluso a los ominosos colosos. Se trataba del planeta más hermoso y colorido imaginable, de una belleza imposible: la verdadera obra de una deidad. La Ictæria que conocemos hoy día nada tiene que ver con la previa a la Gran Escisión. En esa era, el planeta giraba sobre su eje, existía el día y la noche, y las estaciones, como aquí arriba, en el anillo. Ymodaba estaba orgulloso de su obra, pero aún no estaba plenamente satisfecho de ella, porque sentía que restaba inacabada.

Sin llegar a girar siquiera el cuello, Måe atisbó por el rabillo del ojo cómo uno de sus compañeros bostezaba con el hocico completamente abierto, enseñando los dientes, con los ojos fuertemente cerrados. No se había molestado siquiera en taparse la boca con la mano. Por el aspecto que presentaban sus compañeros, todo apuntaba a pensar que habían estado despiertos hasta deshoras de la madrugada. Alguno que otro daba raudas cabezadas, para despertarse asustado acto seguido, poco antes que su cabeza impactase contra el pupitre. La joven HaFuna, sin embargo, había caído rendida tan pronto se tumbó en la cama la noche anterior, más aún debido a la agradable temperatura que reinaba en el molino gracias a Eco, y ahora estaba en plena forma.

ELO – Ymodaba no estaba dispuesto a dejar su obra inconclusa, pero al mismo tiempo sabía muy bien cuál era el precio que debería pagar por ello. Subió a la cima más alta de la montaña más alta de toda Ictæria y, bañado por el sol que él mismo había creado, demostrándonos con su gesta su eterna generosidad, se arrancó las astas con sus propias manos. Haciéndolo, perdió todo su poder, al mismo tiempo que su inmortalidad. Aún goteando sangre, hundió las raíces de sus astas en el fértil suelo, y éstas enseguida comenzaron a hundirse en la tierra. No tardarían en convertirse en un árbol esplendoroso, más bello incluso que la propia Ictæria; un árbol que brillaría con luz propia y que heredaría su eternidad. Ymodaba cuidó y regó el árbol, jornada tras jornada, incansable. Éste fue creciendo, poco a poco, y de sus gruesas y fuertes ramas brotaron tres bulbos: uno pequeño, uno mediano y uno grande.

            Måe seguía tomando apuntes, pese a que tenía los dedos agarrotados de tanto escribir. Esa parecía más bien una clase de culto. La Historia de la Creación de Ictæria por parte de Ymodaba se enseñaba en los primeros ciclos de educación fundamental, y ella se la sabía de memoria. No alcanzaba a comprender por qué Elo había decidido narrársela a sus pupilos el segundo día de sus estudios de gremio. Pese a que tenía más que serias dudas sobre la veracidad de lo que, para ella, era tan solo una bonita fábula, mentiría si dijera que no estaba disfrutando de la narración. Aquél HaFuno tenía un don especial para atraer su atención, y hacer que todo cuanto dijese pareciera apasionante.

ELO – Del bulbo pequeño nació una criatura menuda y peluda. A ella se le ofreció el don de comunicarse con la fauna. Se trataba del primer HaGapimú. Éstos serían unos excelentes arquitectos e ingenieros, gente de paz y que desearían servir por encima de todas las cosas. Lamentablemente, se extinguieron mucho antes de la Gran Escisión. Del bulbo grande nació una criatura llena de escamas duras y violáceas, con unas alas que emergían de su espalda, más grandes incluso que su propio cuerpo. A ella se le ofreció el don de volar. Se trataba de Grúmagæ, la primera HaGrú. Ella daría a luz a unos seres increíblemente longevos, fuertes y de naturaleza beligerante. No obstante, todos y cada uno de ellos serían estériles. Del tercer y último bulbo nació una criatura a imagen y semejanza del propio Ymodaba. A ella se le ofreció el mejor don de todos, en cierto modo parecido al que ostentaba el propio Ymodaba antes de privarse de sus astas: el de la taumaturgia. Se trataba de la primera HaFuna.

            Como si hubiese estado concienzudamente orquestado por el propio profesor, en ese mismo instante sonaron con estridencia las campanas de la espadaña. Los HaFunos que habían estado dormitando en sus pupitres enseguida se desperezaron, y comenzaron a inquietarse, ansiosos por abandonar el aula para ir a comer. Elo, sin embargo, no finalizó ahí su discurso.

ELO – Ymodaba trató a aquellas criaturas como a sus propios hijos. Les crió como a hermanos y les enseñó todo lo que sabía, consciente de su propia finitud. Esas tres razas criaron a su propia descendencia, y entonces fue cuando comenzó la verdadera vida en Ictæria. Con el paso de los ciclos, Ymodaba fue envejeciendo, pues era mortal. Sus tres hijos cuidaron de él hasta el final de sus días, y en su lecho de muerte, Ymodaba les hizo prometer que cuidarían de Ictæria en su ausencia, que convivirían por siempre en paz y armonía entre ellos, y que honrarían al árbol que les había dado la vida.

Måe no pudo evitar recordar lo cerca que se encontraban del templo de Ymodaba. La joven HaFuna tenía serias dudas que en aquél templo en forma de pirámide de planta triangular hubiese árbol alguno, y en el caso que lo hubiese, que tuviese el poder que Elo les había estado explicando.

ELO – Pero como todos sabéis, los HaGrúes no tardaron en romper su palabra y llevaron la guerra, el hambre y la destrucción al planeta, deshonrando la memoria de su creador. Nosotros tuvimos que huir para no acabar extintos, como los HaGapimús, y ahora nos hallamos aquí arriba, en el exilio. La taumaturgia es al mismo tiempo nuestro gran don y nuestra gran prenda, pues fue la envidia que despertábamos en los HaGrúes la que les hizo actuar como lo hicieron. Si no fuera por ello, aún viviríamos en Ictæria. Pueden retirarse. Nos volveremos a encontrar aquí mismo la próxima llamada.

            Måe acabó de escribir las últimas palabras en su libreta. Acto seguido comenzó a masajearse la mano, mientras sus compañeros abandonaban el aula a toda prisa, hambrientos. La voz de Uli la cogió por completo por sorpresa. La joven HaFuna se giró hacia él, con los ojos en blanco. En el aula tan solo quedaban ella, él y aquellos tres HaFunos que no se apartaban de su vera: Pan, Sid y aquella odiosa HaFuna llamada Mei.

ULI – ¿No te vienes, Unamåe? Si no comes, se te va a quedar ese cuerpo ridículo para siempre.

            A Måe le cambió totalmente la expresión; del asco más profundo a la sorpresa más genuina. ¿Cómo era posible que Uli conociese su nombre completo?

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