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Publicado: 26 julio, 2021 en Sin categoría

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La visión desde el mirador, no por familiar dejaba de resultar espectacular. El sol azul estaba a punto de ocultarse tras el curvo horizonte de Ictæria. El blanco hacía largo rato que había desaparecido. El cielo se había oscurecido y comenzaba a mostrar las primeras tímidas estrellas que pronto cubrirían la totalidad de la bóveda celeste. El encuentro entre el cielo e Ictæria había adquirido el habitual color verde rosáceo del atardecer, que parecía esforzarse por resaltar el sentimiento de paz y melancolía que inundaba los corazones de las dos pequeñas HaFunas.

Una vez el ocaso llegó a su clímax, el Gran Cráter se tornó aún más evidente. De una forma irregular, semejante al zarpazo errático de una bestia de tamaño inconmensurable, se trataba del único hito que se podía distinguir con claridad en la cara oculta de Ictæria, la única fuente de luz en un mundo donde reinaba la oscuridad. La herida en el terreno provocada por la Gran Escisión era de tal envergadura que permitía ver las capas más profundas de la tierra. Desde esa posición privilegiada, daba la impresión que se tratase de un enorme mar de lava, en el que el magma borbotaba a placer.

Esa herida imposible de cerrar provocaba periódicamente grandes tormentas y vientos de una velocidad asombrosa en la superficie del planeta. Ello hacía la vida en el mismo, tan solo plausible en esa estrecha frontera entre los desiertos donde jamás se ponía el sol y los parajes helados en perpetua oscuridad, aún más complicada. Los herederos de los HaFunos que habían conseguido huir a tiempo eran increíblemente afortunados, porque el anillo celeste orbitaba alrededor de Ictæria, de modo que ahí arriba disponían de día y noche y estaciones, y estaban a salvo de tales inclemencias. Ictæria no había salido tan bien parada.

            Se mantuvieron en el mirador un poco más, observando cómo el albedo iba decreciendo hasta prácticamente desaparecer. Finalmente se alejaron de la valla de madera que hacía de frontera entre la parcela de la casa de las madres de Kurgoa y un acantilado vertical desde el que se podían ver algunas otras de las islas flotantes que conformaban el archipiélago de Hedonia.

El barrio donde vivía Kurgoa era bastante tranquilo y hogareño, pese a encontrarse en la isla principal de la comarca, no demasiado lejos de la dorma. Unamåe en ocasiones envidiaba al resto de HaFunos que vivían en comunidad, tenían vecinos y podían salir a la plaza a jugar tan solo cruzando el umbral de sus puertas. Pero tampoco le disgustaba vivir en el molino, en su pequeña isla particular, de la que tan orgullosa se sentía.

            Regresaron por el camino de piedra de vuelta a la casa de Kurgoa, azuzadas por el frío que se hacía cada vez más presente. Pasaron frente a la pajarera de las endritas, y Unamåe no pudo evitar echarles un vistazo. Estaban todas durmiendo, hechas una amalgama de largas colas escamadas, alas recogidas y cabezas larguiruchas, entre la caseta donde comían y acostumbraban a poner sus huevos y la malla que les impedía volar libres. Sus escamas emitían un tenue brillo anaranjado, herencia de toda la luz que habían recibido durante el día, aunque no tardaría mucho en extinguirse.

            Al entrar a la cocina por la puerta trasera, Eiikuh se abalanzó sobre su hermana, y comenzó a tirarle con afán de la camisa.

EIIKUH – ¡Hugoaaaa!

Le pedía por señas, y ayudándose de alguna que otra sílaba que ninguna de las dos consiguió discernir, que se agachase. Él era aún muy pequeño y todavía estaba aprendiendo a hablar. Kurgoa se arrodilló finalmente, curiosa por descubrir lo que el HaFuno guardaba entre sus manitas con tanto celo.

KURGOA – ¿Qué pasa, cariño?

Eiikuh comenzó a mover la cabeza arriba y abajo. Kurgoa tardó en darse por aludida, pero finalmente le imitó. Al inclinarse hacia adelante, el cachorrillo estalló en júbilo y mostró lo que sostenía entre sus pequeños y rechonchos dedos. Se trataba de una pieza de tela de jaraí, hecha de varios pétalos unidos entre sí, formando algo bastante parecido a un capullo. El jaraí era un tejido rosado muy suave al tacto y bastante resistente a pesar de su ligereza, hecho por unos pequeños insectos con idéntico nombre, que se criaban con ese único propósito.

El niño enhebró el pequeño capullo de tela en el extremo de una de las astas de su hermana mayor. Kurgoa levantó la cabeza, esforzándose por verlo, pero le resultó imposible. Kurgoa y Unamåe aún eran muy jóvenes para decorar sus astas. Algunos HaFunos lo hacían cuando éstas alcanzaban la madurez y comenzaban a mostrar follaje. Se trataba de una práctica muy extendida entre la aristocracia de la capital del anillo celeste, hasta el punto que había un gremio dedicado en exclusiva a ese tipo de artesanía.

EIIKUH – ¡Hugoa guapaaa!

KURGOA – ¿Me queda bien?

UNAMÅE – ¡Sí! Pareces toda una noble de Ictaria, lista para ir a una cena de gala.

KURGOA – ¿Verdad que sí?

            Tras la puerta que daba al salón emergió Ena, la madre raíz de Kurgoa y Eiikuh. La expresión forzada de su cara mostraba un enfado fingido.

 ENA – ¿¡Se puede saber qué haces todavía por aquí danzando!? ¡A la cama ahora mismo!

            Eiikuh soltó un gritito. Al ver cómo su madre se dirigía hacia él comenzó a correr en dirección contraria, rodeando la gran mesa central donde aún quedaban los vestigios de la opípara cena que habían compartido. Dieron un par de cómicas vueltas a la mesa, haciendo que las dos jóvenes HaFunas estallasen en carcajadas. Kurgoa esperó a que su hermano pequeño pasara por delante de ella, y entonces se abalanzó sobre él.

KURGOA – ¡Lo cacé!

            Eiikuh gritaba entre risas, y aún lo hizo más fuerte cuando tanto su hermana como su madre raíz comenzaron a hacerle cosquillas. No tardó mucho en serenarse acto seguido, pues estaba francamente cansado. Ena le acunó en sus brazos.

ENA – Me llevo a esta bestia salvaje a la cama. Vosotras también deberíais acostaros pronto, que mañana será un día muy largo.

UNAMÅE – Muchas gracias por la cena.

KURGOA – ¡Y por la comida, no te olvides!

UNAMÅE – Es verdad. Hoy todo lo que he comido lo has cocinado tú. ¡Y estaba todo muy rico!

ENA – Eso es porque Kurgoa cuida muy bien del huerto.

            Kurgoa hizo un ademán con la mano, restándole importancia.

ENA – Buenas noches, chicas.

            Ena abandonó la cocina, y las jóvenes HaFunas la siguieron poco después. Cruzaron el salón, y vieron a Hap, la otra madre de Kurgoa, que se había quedado dormida en la mecedora, frente a la gran chimenea. En su regazo aún descansaban los utensilios de costura y los retazos de la tela de jaraí con los que había estado haciendo manualidades con el pequeño Eiikuh. Kurgoa se acercó y rozó su mejilla con la de su madre. Hap se agitó un poco, pero no llegó a despertarse. Unamåe se fijó en el capullo que coronaba sus astas. Era enorme, y estaba ya muy maduro. Daba la impresión que fuese a florecer de un momento a otro.

            Las dos amigas abandonaron el salón esforzándose por no hacer ruido y subieron las escaleras, dirigiéndose hacia el dormitorio de la anfitriona, donde pasarían mucho más tiempo del debido charlando y riendo entre murmullos, antes de acabar quedándose dormidas la una junto a la otra en una cama a todas luces demasiado pequeña para tal empresa.

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