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Publicado: 16 julio, 2021 en Sin categoría

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Kurgoa y Unamåe volaban en dirección a un pequeño archipiélago de islas flotantes. Durante los trayectos a vuelo se mantenían en silencio, porque el ruido del viento apagaba sus voces, haciendo prácticamente imposible la comunicación, a no ser que gritasen a pleno pulmón.

            Tal y como Kurgoa  había vaticinado, ambas apestaban a heces de mípalo. El estiércol de esos grandes y majestuosos animales era tan eficaz para abonar los cultivos como hediondo. Pese a que habían sustituido sus ropas por los uniformes laborales recién lavados y perfumados que les ofrecieron al llegar, el furo se les había quedado impregnado de aquél olor rancio, que las acompañaría el resto de la jornada si no hacían nada por evitarlo.

Normalmente las labores se demoraban hasta la hora de la comida, pero ellas habían acabado mucho antes de lo previsto de cargar el estiércol, y la HaFuna encargada del establo les había permitido marchar, dejándoles el resto de la mañana libre.

Ambas bajaron de aquella pequeña red de aterrizaje, entrando por una trampilla a la caseta del árbol que Eco y Unamåe habían construido unos tres ciclos atrás. Un par de animalejos alados que habían estado descansando a la sombra dentro de la caseta emprendieron el vuelo al escucharlas. Kurgoa no era la primera vez que la visitaba, pero se sentía igualmente cautivada por ella, mirándola con fascinación y algo de aprensión, pues se mecía con el aire al compás del viento, y daba la impresión que fuese a venirse abajo de un momento a otro.

Eco, aún consciente que ese no era su fuerte, había construido aquella pequeña caseta con la ayuda de Unamåe un verano que ninguno de los dos olvidaría mientras viviese. Últimamente apenas tenía tiempo para ella, enfrascado en sus estudios y con sus frecuentes viajes para entregar mensajes, y eso era algo que entristecía a la pequeña Unamåe.

Ambas bajaron  por el tronco verdeazulado de aquél alto árbol y se dirigieron al lago que había justo delante. Unamåe ya se había aseado esa mañana, pero su furo agradecería algo más de hidratación, pues necesitaba que creciese algo más, ya que se acercaba el invierno. Se desvistieron y se dieron un buen chapuzón. Ninguna de las dos lo verbalizaba para no entristecer a la otra, pero ambas compartían idéntico nudo en el estómago.

Al salir del lago, ya exentas del olor a mípalo, se dirigieron de vuelta hacia sus ropas, que habían dejado sobre unas ramas bajas para que se aireasen. Unamåe agarró a Kurgoa del antebrazo, y ésta frenó su avance. Señaló hacia lo que a priori parecía un pequeño arbusto mecido por el viento. Al fijarse mejor, Kurgoa se dio cuenta que se traba de un vohaní. Una cría, a juzgar por su tamaño. La pequeña criatura avanzaba curiosa muy lentamente hacia la ropa, imitando el movimiento de las ramas del árbol que le daba sombra. Al parecer no se había percatado que no estaba sola.

            Los vohaníes eran unos animalejos muy pintorescos. Del tamaño de un balón en su edad adulta, tenían un follaje que se asemejaba mucho al de las ramas de los árboles junto a los que vivían, lo cual les permitía mimetizarse con ellos y protegerse así de los depredadores. Tenían cuatro extremidades de color azul oscuro, idéntico al de las cortezas de los árboles: dos patas largas y esbeltas, acabadas en tres dedos prensiles, y dos bracitos, ridículamente cortos en comparación.

Ambas observaron cómo la pequeña criatura alcanzaba finalmente su objetivo y comenzaba a olisquear las botas de Unamåe. Tratando de no alertarla, conscientes del carácter escurridizo de esas bestias, se acercaron lentamente hacía ella. El ruido que hizo Kurgoa al pisar una pequeña rama seca le alertó, y el vohaní comenzó a emitir un ruidillo agudo y estridente, visiblemente asustado.

A escasas zancadas del animalillo, lo que ambas habían confundido con una de las ramas más bajas del árbol se desprendió del mismo y cayó al suelo. Reconocieron a un vohaní adulto, que corrió con sus ágiles patas hacia la cría, la agarró con sus manitas y corrió con ella a cuestas hacia la espesura del bosque, perdiéndose enseguida entre la maleza.

En su estado de reposo esas bestias o bien hacían como había hecho aquél adulto, agarrándose con una de sus extremidades a la rama de un árbol, para mimetizarse con ella, o bien enterraban los pequeños dedos de una de sus patas en el suelo, metiendo el resto de extremidades entre su espeso follaje, de modo que resultaba imposible distinguirlos de un pequeño árbol.

            El anillo celeste estaba plagado de animales como aquellos, de diferente forma y condición. Ambas habían aprendido en sus clases de zoología que en Ictæria había muchas, muchas más especies, y que las que ellas conocían, criaban e incluso consumían eran tan solo una minúscula porción; las únicas que habían sobrevivido a la Gran Escisión. Por fortuna, los grandes depredadores, conocidos como colosos, se habían quedado en Ictæria durante aquél traumático episodio. Los que se encontraban sobre la tierra que ahora conformaba el anillo celeste, el anillo de islas flotantes que rodeaba Ictæria, o bien habían muerto de inanición, o habían perecido a manos de los afortunados HaFunos que habían conseguido huir con vida.

comentarios
  1. Bluminda dice:

    Gracias David, me gusta mucho.

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