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Publicado: 12 julio, 2021 en Sin categoría

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Las dos amigas caminaban hacia la dorma cogidas de la mano, con una cálida sonrisa dibujada en el rostro, mientras otros HaFunos rezagados volaban sobre ellas para no llegar los últimos al reparto de labores. El discurrir de hedonios a esas horas de la mañana era incluso mayor del habitual. Ambas pararon antes de cruzar la calle, para dejar pasar un carro cargado de troncos de sájaco, tirado por un mípalo adulto, cuyo enorme cuerno apuntaba al cielo.

No podían ser más dispares, ambas HaFunas. Unamåe era bajita, la más baja de su clase con diferencia, y tenía el furo blanco como la nieve veteado de turquesa pálido, mucho más corto que el de su amiga. Kurgoa, sin ser especialmente alta, le sacaba al menos dos cabezas, y su furo era parduzco. Ambas tenían las astas igual de poco desarrolladas, dada su corta edad, pero donde las de Kurgoa eran del grisáceo habitual en esa zona del anillo celeste, Unamåe las tenía más blancas incluso que su propio pelaje.

Eran como la noche y el día, pero no podían llevarse mejor: se idolatraban la una a la otra. Eran amigas desde bien pequeñas, desde que Eco se mudase con Unamåe al archipiélago, hacía ya más de diez ciclos. Habían compartido clases desde entonces, volviéndose inseparables. Ahora estaban a un tiempo ilusionadas y algo acongojadas, pues eran conscientes que sus vidas, hasta el momento monótonas y apacibles, cambiarían drásticamente, sin que ellas pudiesen hacer nada por evitarlo.

Ambas habían superado sus clases de educación fundamental, la formación básica que recibía todo HaFuno que naciese en el anillo, independientemente de su clase o procedencia. Superada esa fase, ahora debían asistir a la ceremonia de graduación en la que se convertirían en adultas, y donde se les asignaría el gremio donde pasarían los próximos ciclos estudiando para convertirse en una herramienta útil para el resto de la sociedad.

La probabilidad que les asignasen el mismo gremio a las dos era muy pequeña, y ambas eran conscientes de ello, por más que se esforzasen por ignorarlo. Quizá por eso últimamente pasaban incluso más tiempo juntas del habitual. Estaban a un tiempo excitadas y expectantes por el cambio, pero tristes y melancólicas por dejar atrás la infancia, por dejar atrás tanto cuanto habían vivido juntas y, probablemente, por dejar atrás la una a la otra.

Ambas HaFunas se pusieron a la cola. Frente a ellas había HaFunos de toda clase, edad y condición. Las labores eran uno de los ejes fundamentales de su pequeña sociedad, y la única garantía que en ésta no reinase la injusticia, la pobreza o la desigualdad. Tan solo los HaFunos enfermos, los que eran demasiado pequeños para entenderlas o demasiado ancianos para llevarlas a cabo, eran exonerados de ellas, y aún así, lo hacían a regañadientes.

            En Hedonia, así como en otras muchas comarcas del anillo celeste, reinaba ese sistema social basado en el compañerismo y la fraternidad, en el que todo el mundo aportaba su pequeño granito de arena para hacerse la vida más fácil tanto a sí mismos como a sus vecinos. Se trataba de una tradición que había pasado de generación en generación, instaurada por el consejo de pensadores tantos ciclos atrás que no había siquiera registros de la misma, que había conseguido sobrevivir tanto tiempo por haberse demostrado genuinamente fructífera.

UNAMÅE – ¿Llevabas mucho rato esperando?

KURGOA – ¡Qué va! Acababa de llegar cuando te he visto bajar de la red. Hoy has llegado muy pronto.

UNAMÅE – Es que tengo un despertador espectacular. ¿Oye, qué tal está tu madre?

KURGOA – Bien. Bien… Bien. Un poco nerviosa, pero… claro, es normal. Es su primera vez. Está muy ilusionada.

            Unamåe sonrió. Kurgoa iba a tener otro hermano; una de sus madres tenía un capullo que no tardaría mucho en florecer.

KURGOA – ¿Y Eco? ¿Ha vuelto ya?

UNAMÅE – ¡Sí! Anoche. Te juro que pensé que no llegaría a tiempo.

KURGOA – Buena suerte con eso. ¡Ya te lo dije, que no tenías que preocuparte! Eco no se perdería tu graduación por nada del mundo.

UNAMÅE – No, ya… Pero últimamente cada vez tarda más en volver de sus viajes.

KURGOA – Eso es porque le envían muy lejos, Måe. Es el mejor mensajero de la comarca.

UNAMÅE – ¡Ah! Mira, espera.

            Unamåe se llevó la mano a uno de los bolsillitos laterales de su cinto y sacó una brillante hueva de dígramo. Se la entregó a su amiga, que le agradeció el regalo efusivamente, para acto seguido metérsela en la boca y comenzar a mordisquearla.

A medida que avanzaba la cola, acabaron entrando a la dorma. No pudieron evitar echar un vistazo al fondo, donde estaban montando el escenario para el evento que se llevaría a cabo la jornada siguiente; la ceremonia de graduación que tanto ansiaban y tanto temían. No mucho más tarde, alcanzaron el inicio de la cola. Kurgoa escupió el hueso repelado y se lo guardó. Esa jornada había un HaFuno muy joven asignando las tareas. Su madre le estaba supervisando desde la distancia, sin intervenir: debía aprender a valerse por sí mismo.

UNAMÅE – Vamos juntas. ¿Nos podrías dar la misma labor a las dos si eres tan amable, por favor?

            El niño asintió, sin siquiera mirarla a los ojos. Resultaba evidente que era la primera vez que ejercía de asignador. Sin siquiera mirar cuál, metió la mano en una de las cajitas que contenían las pequeñas monedas de madera de forma triangular, agarró dos y entregó una a cada HaFuna. Kurgoa se mostró sorprendida al leer la inscripción de la suya.

KURGOA – ¡Ah! Recoger caca de mípalo. ¡Justo lo que más me apetece a estas horas de la mañana!

            El niño se mostró sorprendido y avergonzado. Se disponía a entregarles otras monedas, pero al ver la mirada desaprobadora de su madre apartó la mano del cofre donde descansaban todas aquellas cajitas con las monedas que el consejo de pensadores había distribuido antes del alba, acordes a las necesidades de Hedonia esa jornada.

UNAMÅE – Te está tomando el furo. Estamos encantadas de poder ayudar. Muchas gracias por tu trabajo.

            Unamåe inclinó la cabeza con los ojos cerrados, dejando a la vista su incipiente cornamenta. Dada su corta estatura, ésta quedó a la altura de la mesa. El niño aún no tenía astas, pero repitió idéntico gesto, a modo de educada respuesta. Ambas HaFunas se alejaron de la mesa, dejando paso a un HaFuno anciano, cuyas astas carecían ya por completo de follaje. En este caso el niño sí miró dónde metía la mano, y le asignó la labor de repartidor de comida en el Gran comedor, una tarea igual de necesaria, pero para que la hacía falta menos fuerza física.

KURGOA – ¡Eh! Estaba dispuesto a cambiarnos la labor. ¡No haber dicho nada!

UNAMÅE – Nosotras no somos quién para juzgar la labor que se nos asigna.

KURGOA – ¡Pero si las ha cogido sin mirar! Luego nos va a oler el furo a caca.

UNAMÅE – Pues nos damos un baño, Goa. ¿Qué más da?

            Kurgoa hinchó los carrillos, algo frustrada. Recoger estiércol de mípalo era una de las labores menos apetecibles, pero alguien tenía que hacerla, para poder abonar los campos que darían los frutos de los que luego se alimentarían. Las dos HaFunas se dirigieron al establo, donde los mípalos pasaban la mayor parte de la jornada.

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