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Publicado: 5 septiembre, 2023 en Sin categoría

Esa tarde Måe se encontraba de bastante buen humor. Se despidió del profesor Hel con un sentido asentimiento de astas, al que éste correspondió con idéntica cortesía y una bonita sonrisa. Había insistido en ayudarle a recoger todos aquellos artilugios que habían dejado desperdigados por las amplias mesas de trabajo durante la clase, pero éste se había mostrado inflexible, aduciendo que no era necesario. Al parecer, esa era parte de las tareas que tenían encomendadas sus alumnos de cursos superiores. No en vano media docena de aquellos alumnos ataviados con túnicas amarillas le habían acompañado durante la práctica, ayudándole a asesorar a los nuevos alumnos a llevar a cabo sus primeros prodigios. Ahora se encargaban de limpiar y ordenar todo de cara a la siguiente clase, charlando distendidamente entre ellos, cruzando risas cómplices.

            Habían dedicado la entera totalidad de la clase a la materia de la creación de elixires, uno de los pilares básicos de la disciplina alquímica. La primera mitad, hasta la llamada para ir a comer, le había recordado mucho a las clases previas a la libranza. Teoría y más teoría. Nombres y más nombres. Combinaciones y más combinaciones. A la joven HaFuna incluso llegó a hacerle daño la muñeca de tomar tantos apuntes a toda prisa, pero lo disfrutó secretamente. Ella era una alumna muy aplicada, y pese a que le costaría reconocerlo delante de otros, más incluso delante de sus compañeros de curso, echaba en cierto modo de menos las interminables clases de teoría del profesor Elo. La taumaturgia parecía un pozo sin fin de sabiduría.

            Después de su paso por la cantina, no obstante, habían comenzado oficialmente las prácticas, y éstas habían sido igual de seductoras que todas las que llevaba a las espaldas, que a esas alturas no eran pocas. El profesor Hel les había repartido en pequeños grupos de cuatro HaFunos. Habían tenido que preparar un par de elixires cada uno. Ella fue la más rápida de toda la clase, para su propia sorpresa. Eran los elixires más básicos, baratos y sencillos que uno pudiera imaginar, pero tener la ocasión de hacerlos con sus propias manos le resultó extrañamente gratificante. Tan solo imaginar las mil y una posibilidades que ofrecía aquella bella y apasionante disciplina, le hacía esperar con ansia la siguiente clase. Todavía no había encontrado una sola que no le despertase idéntica pasión.

            Pese a ser de las últimas HaFunas que habían abandonado el aula, de todos modos salía mucho más pronto de lo habitual de la Universidad. Aún debían faltar un par de llamadas para que Lia y su abuelo comenzasen a recoger su puesto en la plaza. Hacía tanto que no disponía de tiempo libre, que en su mente se agolparon mil y una ideas sobre a qué dedicarlo, cada cual más peregrina que la anterior. Finalmente, y a su pesar, se decantó por la más práctica e inexcusable. Hacía tanto tiempo que se había quedado a solas con Snï en el molino, que la despensa empezaba a estar preocupantemente vacía. Todavía le quedaban prácticamente todas las cuentas que el HaFuno cuernilampiño le había entregado antes de marchar, que no eran pocas. Måe estaba dispuesta a ponerle enmienda a ambos problemas.

            De fondo le llegaba la melodía de un trovador que, en una plazuela cercana, aderezaba sus bellas fábulas con un baoré, una versión algo más pequeña y con menos cuerdas de un taoré, esperando recibir algunas cuentas a cambio de su bello arte. Echó un nuevo vistazo a su cuarta insignia, amarilla, igual que la primera, mientras cruzaba una de aquellas estrechas y oscuras calles adoquinadas. Todavía era la HaFuna con más insignias de su curso, pero al paso que éstas iban repartiéndose jornada tras jornada, temía que pronto eso cambiaría. Sus coloridas insignias estaban tomando la forma de un hexágono, en claro contraste con el negro fondo. La joven HaFuna estaba deseando enseñárselas a Eco.

Había perdido la cuenta del tiempo que hacía que el HaFuno cuernilampiño se había marchado. Desde que se fuera, había estado tan ocupada con sus clases prácticas y trabajando hasta tarde en la Factoría, que apenas había tenido ocasión de pensar al respecto, por lo cual se maldecía. Estaba empezando a normalizar la vida sin él, y eso era algo que detestaba. Siempre le ocurría cuando se marchaba tanto tiempo. Lo más triste es que pronto comenzaría la etapa en la que haría tanto que se había marchado, que ella, irremediablemente, empezaría a pensar que le había ocurrido algo malo, algo muy malo, y que jamás volvería a saber nada de él.

            Se esforzó en convencerse que Eco no tardaría mucho más en volver. Por más que le insistió al marchar, no consiguió que le dijera nada en claro sobre la fecha de su regreso. Principalmente, porque ni él mismo sabía cuánto le entretendría aquél nuevo trabajo que le había encomendado su maestro de gremio.

Siguió paseando por las calles, tratando de distraer la mente, maravillada por todo cuanto éstas contaban y las bellas fragancias que transportaba la fría brisa vespertina. Acabó llegando al barrio donde se encontraba uno de los ascensores que solía utilizar antes de descubrir el Hoyo. Fue directa hacia una tienda de donde había comprado el desayuno de camino a la Universidad en más de una ocasión.

            Cuando salió de aquella pintoresca tiendecilla, su bolsa de cuentas era mucho más ligera que al entrar. No obstante, la bolsa que llevaba al hombro pesaba tanto que temía tener problemas más que serios para volar con ella de vuelta a la isla del molino. Estaba pensando en dejar parte de la más que generosa compra que había hecho en la Factoría, cuando cruzó su mirada con la de aquél educado mendicante. Iba ataviado con el abrigo que ella le había regalado, y eso la hizo feliz. El anciano estaba sentado con el lomo apoyado en uno de los muros del edificio del ascensor, con su habitual pose suplicando alguna cuenta con la que alejar el fantasma del hambre una jornada más. Tan pronto la reconoció, Mio le regaló una cálida sonrisa, que hizo que Måe se acercase a él todavía de mejor humor.

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