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Publicado: 25 octubre, 2022 en Sin categoría

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Eco tomó otro sorbo de su té. Se lamentó al comprobar que ya no estaba tan caliente como a él le gustaba. En esos momentos echó de menos a Snï, que siempre estaba encantado de recalentárselo un poco más, en sus largas noches de estudio en el ático del molino. Tomó la taza con ambas manos y la usó para calentarse las palmas. Era una sensación francamente agradable. Se encontraba en aquella lujosa habitación de la posada El abrazo de Tås. Había dormido mucho más de lo estrictamente necesario, muchas más llamadas seguidas de las que lo había hecho desde hacía mucho, mucho tiempo.

Echó un vistazo por la ventana y concluyó, incluso sorprendido, que ya había amanecido hacía largo rato. Desde que abandonase el molino había perdido la noción del tiempo, y pese a que estaba deseando volver, era consciente que debía seguir haciendo tiempo, para que Gör interpretase su vuelta como un trabajo excelentemente realizado, debido a su excelsa rapidez, y no como el fruto de un delito. A esas alturas podría haber entregado perfectamente ambos mensajes y haber vuelto al gremio de mensajeros con el albarán, pero eso hubiera sido una muy mala idea. Ese problema era recurrente siempre que se le ofrecía un destino tan alejado de su punto de partida, aunque no siempre le suponía un inconveniente: disponer de tanto tiempo libre solía resultar bastante útil, e incluso fructífero. El HaFuno cuernilampiño dejó la taza sobre la mesa de madera noble y giró otra hoja de aquél libro: La fábula de Ulg.

            Había estado leyéndolo desde que se despertase, y tan solo había parado para pedirle al tabernero aquél té amargo que ahora estaba degustando. Aquél libro no dejaba de sorprenderle: le tenía francamente fascinado. Había leído mucho sobre esa etapa de la Historia, y ese no era el primer libro que devoraba que trataba sobre aquél personaje histórico en concreto, pero ese era sin lugar a dudas muy distinto al resto. Su lectura era muy amena, y la representación que hacía de su protagonista, mucho más amable y desenfadada que ningún otro libro que hubiera leído con anterioridad. A resumidas cuentas narraba la misma historia, pero lo hacía desde un punto de vista inédito, y que el HaFuno cuernilampiño estaba encontrando especialmente edificante. No paraba de pensar quién habría podido ser su autor, y ello le tenía francamente trastornado, porque en cierto modo, el libro se podía considerar incluso herético.

            Esperó hasta acabar un capítulo especialmente interesante, y se obligó a dejarlo a un lado. Hubiera seguido devorándolo hasta la última página, pero tenía trabajo por hacer. Colocó aquella curiosa pluma cebrada de moghilla a modo de punto de libro, e introdujo el pesado volumen en su macuto de viaje. Aún no daba crédito a que el dueño de la librería no le hubiese cobrado una sola cuenta por él. Eco hubiera estado dispuesto a pagar muchas por un ejemplar como ese. Se vistió de nuevo, se calzó y abandonó la habitación. Al pasar frente la recepción de la posada, se entristeció al ver de nuevo a aquél joven HaFuno que le había facilitado el paso al distribuidor de los portales del sótano, y no a Aru. No le entregó la llave porque todavía pretendía pasar otra noche más ahí. Según sus cálculos, eso sería lo suficiente para no despertar sospechas en Gör.

            Al salir a de nuevo a la calle se obligó a no mirar hacia arriba. La imagen de Ictæria en toda su extensión siempre era una visión francamente agradable y sugerente, de una apabullante belleza. Lo era aún más desde esa posición privilegiada en la única parte del anillo desde la que se podía contemplar mirando hacia arriba, y no hacia abajo, incluso estando en tierra firme. Solía despertar en él una especie de nostalgia de un tiempo que había quedado muy, muy atrás. Los HaFunos habían nacido y crecido en ese enorme pedazo de roca, pero todo apuntaba a pensar que jamás podrían volver a él. Si no miró hacia arriba fue por temor a encontrarse aquella terrible edificación HaGrú: la Torre Ambarina. En las proximidades de Ictaria, la probabilidad de encontrársela era mucho mayor que en cualquier otro punto del anillo. No en vano los HaGrúes habían escogido esa localización para erigirla.

            Alzó el vuelo y se dirigió hacia el ascensor más cercano. Una vez en la cara superior de Ictaria, instintivamente se colocó la capucha de su sayo. Pese a no ser una mañana fría, la temperatura tampoco invitaba a tomar tantas precauciones. Lo hizo por miedo a ser reconocido, principalmente por Måe. A esas alturas, la joven HaFuna debía estar ya en la Universidad tomando la lección, pero aún así, prefirió no arriesgarse. Por más que sabía que lo hacía por su bien, y que su única intención era la de darle un mejor porvenir, maldecía no poder tener total franqueza con ella a ese respecto. Detestaba tener que engañarla, pero contárselo sería sin duda mucho peor. La ignorancia, bien medida, acostumbraba a ser una muy buena aliada.

Aquél tipo de viajes en los que se veía obligado a ocultarse para no despertar sospechas, siempre le hacían tener sentimientos encontrados, más a sabiendas que no estaba haciendo nada malo. Hacerlo había resultado mucho más sencillo cuando vivía en Hedonia, y la probabilidad que alguien le reconociera haciendo lo que no debía era mucho más baja o prácticamente nula. Anduvo por las atribuladas calles de la capital hasta cruzar aquella enorme muralla. El gremio al que se dirigía era uno de los más importantes de toda Ictaria, sino el más vetusto. Su edificio, uno de los más bellos de toda la ciudadela. Había sido diseñado por HaGapimús, mucho tiempo atrás, pero construido por HaFunos. La relación entre ambas razas había sido bastante afable en el pasado, no tanto como con los HaGrúes.

Al cruzar la enésima calle llegó hasta una plaza de forma rectangular, con uno de sus ejes mucho más largo que el otro. En el extremo más alejado de aquella profunda plaza se encontraba el gremio de justicia de Ictaria: su siguiente destino. Su fachada era negra como la noche total, su arquitectura de un estilo ya extinto, de una época en la que no se reparaba en gastos. Su principal objetivo era el de ser un referente visual temible para quienes se vieran tentados a violar la ley. Sin duda cumplía a la perfección su propósito, incluso después de tantos ciclos: Eco sintió un escalofrío al contemplarlo en toda su extensión.

Caminó y caminó por la estrecha plaza salpicada de árboles que otrora lucían grandes hojas blancas, pero que ahora habían quedado completamente desnudos, y permitían al viandante recibir el agradable abrazo del sol azul en una mañana fresca como lo era esa. Las puertas de entrada se encontraban bajo una escultura de descomunal tamaño que representaba una báscula con dos grandes platillos simbolizados con dos enormes pebeteros del tamaño de un kargú adulto. La puerta quedaba entremedias. Ambos estaban en llamas. Eco se preguntó si el edificio ya era negro originalmente, o si por el contrario había adquirido ese color por el hollín de tantos y tantos ciclos con los pebeteros ardiendo. Respiró hondo y se dirigió hacia los miembros de la Guardia Ictaria que flanqueaban la entrada.

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