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Publicado: 21 octubre, 2023 en Sin categoría

Eco se preguntó dónde estaban los miembros de la Guardia Ictaria cuando se les necesitaba. No era la primera vez que se veía involucrado en un aprieto similar a ese. A decir verdad, había incluso olvidado cuándo fue la última; por esos entonces, debía incluso conservar todavía sus astas. Carecer de ellas, en una situación tan delicada como la que se encontraba, resultaba a todas luces una desventaja mayúscula. Se le ocurrían tantas y tantas maneras de dar fin a esa persecución en un abrir y cerrar de ojos mediante el uso de la taumaturgia, que de nuevo se maldijo por su minusvalía.

            Al principio de aquella atropellada persecución aérea, Eco llegó a pensar que aquella detestable HaFuna tan solo estaba jugando con él, que su única intención era la de no perderle de vista, pero que no pretendía alcanzarle realmente. Una sensación de congoja muy desagradable se había apoderado de su pecho, pues se sentía como un animalillo indefenso huyendo de un depredador insaciable que se estuviera divirtiendo con él antes de darle caza para acto seguido comérselo vivo. En más de una ocasión tuvo la oportunidad de echarle el guante, pero entonces relentecía sutilmente su vuelo, dándole algo más de tregua para seguir adelante con su agonizante huida.

            Volar en la cara superior de Ictaria no estaba prohibido explícitamente, al menos no fuera del espacio aéreo de la Ciudadela, y muchísimo menos en la periferia del Templo de Ymodaba, donde estaba penado con la pena capital. Sencillamente era algo harto infrecuente de ver, y mucho menos en unas condiciones tal excepcionales como las que estaban protagonizando ellos dos. El hecho que no hubiera cientos de HaFunos revoloteando por encima, a diferencia de lo que hubiera ocurrido en la cara inferior del continente, era claramente algo que jugaba en la contra de Eco.

Los transeúntes y sobre todo los pilotos de las naves que sorteaban les miraban con un evidente gesto de rechazo. La persecución pronto se transformó en un sinsentido. Eco, sabiéndose un volador hábil y experimentado, no hacía más que tentar a su suerte. Se colaba por huecos a todas luces demasiado estrechos para volar con seguridad, cambiaba el rumbo drásticamente antes de impactar ya fuera con un edificio o con el simple suelo y zigzagueaba entre los enojados transeúntes a la espera que su persecutora se amedrentase por semejante despliegue de insensata temeridad, con la que se ponía en peligro tanto a sí mismo como a ella. Pero nada de eso parecía importarle lo más mínimo a aquella decidida HaFuna, que también apuntaba a ser una excelente voladora.

            Consciente que si no hacía algo drástico y rápido por cambiar el rumbo de los acontecimientos enseguida se agotaría y acabaría perdiendo la partida, Eco estudió muy bien el entorno en busca de algún modo de desembarazarse de su persecutora. Ahí arriba, perderla de vista resultaba mucho más complicado que en tierra firme, por no decir imposible. Se fijó en un edificio especialmente alto, con generosos ventanales, algunos de los cuales estaban abiertos, pese al frío que reinaba en el ambiente. Ni corto ni perezoso puso el cuerpo en forma de flecha y se metió por una de aquellas ventanas entreabiertas, esperando que su persecutora no fuese lo suficientemente hábil para seguirle.

            De repente se encontró en una gran sala de altos techos llena de enormes tinajas cerámicas, colocadas sobre pequeñas tarimas de madera en una malla perfecta que se extendía tanto que parecía infinita. Ahí dentro reinaba un olor fortísimo, que le recordó vagamente al almizcle de kargú; sin duda alguna el motivo por el que aquellas ventanas permanecían abiertas, pese al frío que se colaba desde fuera. El HaFuno cuernilampiño se ocultó tras una de aquellas tinajas, mucho más altas que él, a tiempo escuchar cómo su persecutora accedía a la sala por la misma ventana por la que él había entrado instantes antes. Cuando escuchó mentar su propio nombre en la, por otra parte, dulce y agradable voz de aquella HaFuna, el corazón le dio un vuelco. El eco de su voz se prolongó unos instantes en la sala de altos techos. Eso ya no se trataba de un simple atraco: si ella sabía quién era él, ya no había dudas sobre lo que pretendía. Eso lo volvía todo mucho más complicado, si es que eso era siquiera posible.

            Amparado por la protección visual que le ofrecían aquellas enormes tinajas, el HaFuno cuernilampiño comenzó a deambular por la sala en el más estricto de los silencios, guiándose por el sonido de los pasos de la HaFuna, esforzándose al máximo por alejarse de ella y evitar así ser descubierto. Pero ella enseguida se dio cuenta de lo que pretendía y comenzó a caminar de igual modo con mucho más sigilo. Llegó un momento en el que resultó imposible discernir quién perseguía a quién. Ambos se habían perdido de vista el uno al otro y caminaban erráticamente por la gran sala.

Tras un buen rato protagonizando aquél curioso baile ciego, llegó un momento en el que Eco vio a la HaFuna, que le daba el lomo, mientras sorteaba tinajas en su insaciable búsqueda. Se vio tentado a saltarle encima para inmovilizarla, pero concluyó que eso sólo empeoraría las cosas. Hacerle daño, por más que se lo hubiera ganado a pulso, no era algo que estuviese dispuesto siquiera contemplar, de modo que dio un paso atrás, con tan mala fortuna que tropezó con una de aquellas tarimas de madera sobre las que descansaban las tinajas, que servían para mantenerlas erguidas y seguras.

            Estaba tan cerca de ella que pudo incluso ver sus ojos, de un morado rosáceo, estrecharse de placer al reencontrarse con su víctima. Hacía muchos ciclos que Eco no veía a nadie hacer uso de las artes bélicas. Aquél brillante rayo azulado que manó del puño cerrado de la HaFuna a punto estuvo de impactar contra él. El HaFuno cuernilampiño consiguió apartarse justo a tiempo, tirándose en plancha al suelo. Falló por menos de media zancada. La HaFuna profirió una maldición al tiempo que el rayo se estrelló contra una de las tinajas, partiéndola en dos y derramando su contenido: un negruzco y espeso líquido que se extendió rápidamente por el suelo.

Las artes bélicas eran especialmente peligrosas e incluso mortíferas. Siempre y cuando la víctima no fuera inmortal, como ocurría con sus acérrimos enemigos, los HaGrúes. Eco conocía muy bien ese prodigio; él mismo lo había utilizado en más de una ocasión. Aquél ataque lo que hacía era inmovilizar a su víctima. Si bien no le habría provocado más que un ligero dolor de cabeza, sumado al daño que se hubiese hecho al caer a plomo al suelo, al menos le dio la impresión que no pretendía matarle, sino únicamente inmovilizarle. Inmovilizarle el tiempo suficiente para abrir su macuto y sacar de él una preciada pieza que él guardaba con especial celo.

            Algunos de los HaFunos que trabajaban ahí, alertados por el ruido, se acercaron a toda prisa e interpelaron a la HaFuna. Ésta se giró, molesta, para mirarlos, al tiempo que Eco se levantaba del suelo como una flecha y corría de nuevo hacia la ventana, sin importarle ya lo más mínimo el ruido que hacía con sus pisadas. Ella trató de seguirle, pero resbaló con el pegajoso líquido que ella misma había derramado, que a punto estuvo de hacerla caer de bruces al suelo. Ello ralentizó considerablemente su avance. La HaFuna consiguió saltar de nuevo por la ventana antes que los enojados trabajadores le pudieran reprender por el destrozo que había hecho, pero para entonces ya no había rastro de Eco.

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