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Publicado: 29 noviembre, 2022 en Sin categoría

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Eco no pudo evitar fijarse en los HaFunos que le estaban observando desde las demás filas. Todos iban ataviados con idéntico uniforme: el mismo que él llevaba. Lo único que les diferenciaba era el número de la placa que lucían en el pecho. Cuchicheaban entre sí mientras le ofrecían miradas furtivas y compartían algún que otro chascarrillo que el HaFuno cuernilampiño no fue capaz de discernir, de tanto ruido que había a su alrededor.

Todas las ventanillas de asignación estaban abiertas, y esa mañana había un tráfico especialmente nutrido de mensajeros. Quizá la ausencia de sus astas les había llamado la atención, o tal vez le habían reconocido limpiando letrinas, aguantando los portones de entrada o limpiando hangares durante sus primeras jornadas en el gremio de mensajeros. En cualquier caso, Eco trató de ignorarles. Enfrentándoles tan solo conseguiría generar un precedente que en absoluto le convenía.

Todos aguardaban pacientemente su turno para recibir el que sería el trabajo de la jornada. Finalmente llegó el de Eco. El HaFuno cuernilampiño había escogido la fila de aquella asignadora tan seria y malhumorada. Con el paso de las jornadas, había acabado cogiéndole cariño. Tenías las astas en bastante mejor estado que cuando la conoció: su follaje había comenzado a brotar de nuevo. No obstante, todavía acarreaba aquellas grandes ojeras. Eco no se molestó en abrir el hocico, pues ya la conocía, y sabía que la pondría aún de peor humor. Ella echó un vistazo al número de la placa que pendía de su pecho y comenzó a hurgar entre los papeles que tenía en su escritorio. De repente una idea cruzó la mente de Eco.

ECO – Disculpa… ¿Hacemos entregas en la parte inferior del continente?

            La asignadora ya había encontrado su carta de ruta, y estaba dispuesta a entregársela. No obstante, aquella pregunta la había cogido con la guardia baja. Dejó lo que estaba haciendo y levantó su mirada lentamente hasta que la cruzó con la de él. Tenía el ceño fruncido y, para su sorpresa, parecía más curiosa que malhumorada.

ASIGNADORA – Sí, claro que hacemos. Tenemos entregas en todo el anillo. Damos servicio a todas y cada una de las comarcas. Incluso a las más pequeñas, y a las que carecen de gremio.

ECO – ¿Podría… podría solicitar hacer mis entregas ahí?

            Aquella HaFuna mostró de nuevo su cara de pocos amigos. Temía que Eco le estuviera tomando el furo piloso. Eco comprobó por el rabillo del ojo que aquellos HaFunos habían dejado de murmurar entre sí, y estaban prestando atención a la conversación. No le importó lo más mínimo.

ASIGNADORA – Las entregas en la cara inferior del continente están reservadas para los aprendices.

ECO – Pero… es porque no las quiere hacer nadie, ¿verdad?

            La asignadora se mantuvo en silencio, dándole la razón. Eco sonrió.

ASIGNADORA – Según tu historial, tú eres un mensajero veterano. ¿Por qué podrías querer hacer tus entregas… ahí abajo?

ECO – Ya tengo muy vista Ictaria, y… cuando yo era aprendiz, hubiera agradecido que alguien tuviera un gesto bonito conmigo. ¿Si tú me das una de las rutas que tenías prevista para un aprendiz, le podrías dar a un aprendiz esas que tienes ahí?

            La HaFuna miró durante un instante la carta de ruta que sostenía entre sus cuatro dedos, y acto seguido le volvió a mirar a él.

ASIGNADORA – Sí… supongo que sí podría…

ECO – Pues si no te supone ningún inconveniente, te agradecería que así lo hicieras.

            La asignadora agitó la cabeza, mientras murmuraba algo que Eco no acabó de comprender. Dejó la carta de ruta sobre la mesa y se levantó, de visible mala gana.

ASIGNADORA – Espérame un momento.

            La HaFuna volvió enseguida con otra carta de ruta, en apariencia idéntica.

ASIGNADORA – Aquí tienes.

            Eco adelantó su mano y tomó la carta que la HaFuna le ofrecía. Para ambos aquello había sido un rotundo éxito. Él no disfrutaba especialmente haciendo entregas locales. Si de sí o sí debía hacerlas, al menos quería poder hacerlas volando, y eso era algo que le estaba vetado en la parte superior del continente. Ella, por su parte, sentía cierto placer morboso de poder entregar una de las peores rutas imaginables a un HaFuno veterano, y más a uno que parecía haber caído en gracia al maestro del gremio.

ECO – Muchas gracias por tu ayuda. ¿Podría repetir las siguientes jornadas?

ASIGNADORA – A mi me da exactamente igual lo que hagas. Por lo que a mí respecta, ya te las puedes quedar todas de aquí en adelante.

ECO – Pues trato hecho.

            La asignadora puso los ojo en blanco, y alzó la voz tan de sopetón que Eco incluso dio un respingo.

ASIGNADORA – ¡Siguiente!

            Eco se dio media vuelta, y los demás mensajeros que había tras él, que habían estado escuchando con atención la conversación, se le quedaron mirando. El HaFuno cuernilampiño les obsequió con la mejor de sus sonrisas.

ECO – Que tengáis una espléndida jornada, compañeros.

            Eco les ofreció un asentimiento de sus ausentes astas. Un par de HaFunos sonrieron, y otra HaFuna, aunque algo descolocada por la situación, le deseó igualmente un buen servicio. Eco echó un vistazo a su carta de ruta, y cruzó el umbral de los grandes portones que conducían a aquellos interminables y pasillos con todas aquellas estanterías en forma de comena donde descansaban los mensajes pendientes de entrega. Pese a que el lugar era bastante laberíntico, estaba lo suficientemente bien indicado, de modo que el HaFuno cuernilampiño no tardó mucho en dar con su objetivo.

            Se lamentó al comprobar que su ruta se encontraba muy lejos, y que se concentraba en un barrio especialmente conflictivo. Resultaba evidente que la asignadora le había entregado la peor ruta que había podido encontrar en tan corto período de tiempo. Él había fantaseado con que sus entregas le dejasen relativamente cerca de El abrazo de Tås, pero visto lo visto, eso no sería una opción, al menos no esa jornada. Tomó todos los mensajes, agradecido que todos fueran de reducido tamaño y peso: no había un solo paquete en toda la entrega. Los estudió detenidamente, formando la ruta en su cabeza. Una vez lo tuvo claro, los guardó en su faltriquera.

            Eco abandonó el gremio de mensajeros por las puertas principales. Tuvo que abrirlas él mismo.

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