La luz de las antorchas que pendían de las paredes, en sus correspondientes candelabros de metal forjado, dotaba a la estancia de una iluminación titilante y oscilante, que hacía que aquella sugestiva visión resultase todavía más inverosímil y magnífica. Eco se sintió transportado en el tiempo, como si hubiese viajado muchos y muchos ciclos atrás. Por algún extraño motivo, a medida que avanzaba en su viaje inexorable hacia lo desconocido, cada vez se sentía más tranquilo. Parecía empezar a reconciliarse con la idea que ya nada estaba en su mano, y que por lo tanto, ya no había nada de qué preocuparse. Se preguntó si sería la compañía de Kyr la que le inspiraba tan imprevisible reacción.
El HaFuno cuernilampiño miró en derredor, con el hocico entreabierto, mientras la hija mayor del Gobernador charlaba con algunos de los HaFunos que les habían estado esperando ahí abajo. Todos vestían túnicas idénticas a la que lucía Måe en la Universidad de Taumaturgia. Pero a diferencia de la de la joven HaFuna, negra, éstas eran del blanco más impoluto, delatoras de que sus dueños habían superado su educación en la Universidad. Del mismo modo que lo había hecho él ciclos atrás. Del mismo modo que lo haría Måe próximamente, sin el menor atisbo de duda. El motivo por el que había tal cantidad de taumaturgos ahí abajo se escapaba a su entendimiento.
Habían bajado tantas, tantas escaleras, que Eco temió que de un momento a otro acabasen llegando a la cara opuesta de la pequeña isla en la que se encontraban, como el que se deja deglutir por un nimbo y cae por su parte inferior. Aquél lugar era realmente extraño y sugerente, sorprendentemente bien preservado, como extraído de otra época. Resultaba evidente que se trataba de una edificación preescisiva. Una construida mucho antes de la Gran guerra contra los HaGrúes; una época opulenta y preñada de posibilidades. Lo que había oculto ahí abajo había sido guardado con extremo celo. Eco creía saber el por qué.
En cierto modo, aunque a mucha, mucha menor escala, aquella sala ovalada en la que se encontraban le recordó a la enorme estancia que le había mostrado el maestro Gör en el sótano del gremio de mensajeros no hacía tanto; una reproducción a mucho mayor escala de la que él mismo había ayudado a construir, con la ayuda de Aru, bajo El abrazo de Tås. Se encontraban en el nexo de una red clandestina de portales. Una red igual de ilegal que la que él había ayudado a forjar, a juzgar por el extremo celo con el que la habían ocultado en las entrañas de Ictæria. Eco conocía mucho sobre aquella etapa de la Historia, y tan pronto llegó ahí abajo, se convenció del uso que debían haberle dado.
Resultaba evidente que la Gran Escisión había hecho mella en aquella red de portales. Eco no quería ni imaginar cuánto tiempo podrían haber tardado en sacar de ahí toda aquella tierra. Aunque, en el fondo, aquello había resultado una ventaja mayúscula para la conservación de los portales. Las piedras de las que estaban hechos se encontraban en un llamativo buen estado, y parte de ellos incluso daba la impresión que no habían requerido siquiera ser reconstruidos con las piedras caídas. Todo apuntaba a pensar que el derrumbe del sótano había sido muy temprano, y sobre todo, rápido.
No obstante, todos los portales estaban apagados, muertos. No eran más que piedras delicadamente talladas colocadas unas sobre las otras, formando arcos que no llevaban a ninguna parte, ahora exentos, como meras piezas de museo. El HaFuno cuernilampiño reconoció un símbolo muy característico y vetusto en la losa que había en el suelo, en el centro del círculo que formaban aquellos arcos. La había visto más de una vez en los libros de Historia que descansaban en su biblioteca particular. Lo observaba todo con suma atención, con la limitación que le imponía aquella incómoda máscara. Reconoció también las inscripciones que lucían los propios portales, delatoras de los lugares a los que antaño conducían a sus usuarios: a su juicio, traficantes de sustancias prohibidas, enérgicamente perseguidos por la ley. Algo que no había cambiado mucho desde entonces, pues incluso en esas fechas también se podían encontrar, en las calles más inhóspitas y oscuras de la cara inferior de Ictaria.
Eco se sintió genuinamente intimidado al darse cuenta de que estaba, junto con Kyr, en el mero centro de un círculo en cuyo perímetro se encontraban todos aquellos taumaturgos, y los viejos eruditos que hasta hacía tan poco habían estado charlando con Fin, que al igual qué él mismo, habían bajado las reconstruidas escaleras en espiral con gran esfuerzo. Todos le observaban con desmedida atención, ávidos de escuchar lo que tuviera que contarles. No en vano, llevaban mucho más tiempo del que querrían reconocer tratando sin éxito de dar contestación a una pregunta de la que sólo él de entre todos los HaFunos del anillo conocía la respuesta. Eco no esperó a que Kyr le dijese nada: sabía perfectamente lo que esperaban de él.
ECO – Entiendo que queréis restaurar estos portales.
Kyr se mordió el labio inferior, mostrando una tímida sonrisa en el rostro. Trataba de demostrar entereza, pero se la veía algo incómoda.
KYR – Lo hemos intentado de todas las maneras posibles… al menos todas las que se nos han ocurrido, pero… no ha habido modo. ¿La pregunta es… puedes hacerlo tú?
ECO – Depende.
KYR – ¿De qué depende?
ECO – Del estado en el que se encuentren sus portales homólogos.
La hija mayor del Gobernador asintió. De repente había perdido la sonrisa. Eso era algo con lo que contaba desde el principio, pero escucharlo de la distorsionada voz de Eco no hacía sino volverlo todavía más real.
KYR – ¿Podrías hacerlo, si los portales están en buen estado?
ECO – Podría hacerlo.
Kyr resopló, aliviada. Había apostado demasiado a ese kargú, y sintió que se quitaba un enorme peso de encima.
KYR – Pues empecemos. ¡No hay tiempo que perder! Mira. Ellos son…
El HaFuno cuernilampiño levantó la mano, instándola a mantenerse en silencio, al tiempo que negaba enérgicamente con la cabeza. Kyr frunció el ceño, contrariada. Los taumaturgos, a los que Kyr había invitado a acercarse, frenaron en seco su avance al verla asentir, dándole la razón a aquél intruso.
ECO – Haré lo que me pides, porque soy un HaFuno de palabra, y porque vosotros habéis cumplido vuestra parte del trato. Pero será con dos condiciones. O no será.
Kyr suspiró, tratando de calmarse. No le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación, pero supo mantener la compostura. Era mucho lo que se jugaba.
ECO – Ya se lo dijimos a Fin en su momento. No os vamos a enseñar a hacer portales. Eso era parte del trato.
Kyr miró hacia aquél viejo HaFuno, con el ceño ligeramente fruncido. Él parecía igualmente contrariado. Luego escrutó los ojos de Eco, a través de la máscara que éste llevaba. Pese a que sabía que era imposible que le reconociera de esa guisa, en ese momento sintió de nuevo una punzada de temor recorrerle el lomo.
ECO – Si quieres que lo hagamos, lo haremos a mi manera. Seremos sólo tú y yo. Necesito que todos los demás se marchen.
Al ver cómo la hija mayor del Gobernador asentía acto seguido, sin siquiera pensárselo, Eco sintió un alivio inconmensurable en su interior. Docenas de murmullos encolerizados se apoderaron de aquél sombrío sótano con olor a humedad y al humo de las antorchas.
KYR – ¡Silencio!
Todos acataron prestos la orden de Kyr, conscientes del rango que ésta ostentaba. No les interesaba en absoluto contrariarla ni enfadarla, por más indignados que estuvieran con el desarrollo de los acontecimientos.
KYR – Vale. Me parece justo.
Eco se sorprendió enormemente con la sencillez y la contundencia de aquella respuesta. Esa era una de las partes más delicadas, donde siempre se derrumbaba todo en las mil y una representaciones que había hecho en su cabeza de esa conversación con anterioridad. Y contra todo pronóstico, todo había salido a pedir de boca.
KYR – Todos. Fuera. No os necesitamos. Muchas gracias por vuestros servicios.
Fin no daba crédito, al igual que sus compañeros. Se las vio y se las deseó para convencerles para marcharse. Uno a uno, todos aquellos HaFunos fueron abandonando el sótano, hasta que finalmente dejaron solos a Eco y a Kyr. Muchos de ellos lucían caras largas, con expresiones evidentemente molestas y ofendidas por todo cuanto había ocurrido; por habérseles privado de desentrañar ese secreto prohibido durante tantos ciclos.