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Publicado: 20 junio, 2023 en Sin categoría

Eco observaba su mano, con el hocico parcialmente abierto. La volteó para verla bien por ambos lados. Estaba maravillado por el resultado, aunque algo incómodo. Si no hubiera sabido que aquél prodigio era reversible, hubiera estado francamente preocupado. No era la primera vez que se teñían íntegramente de negro para acudir a una de sus citas clandestinas. Aunque a decir verdad, había pasado ya mucho tiempo desde la última.

El HaFuno cuernilampiño echó un vistazo a Aru y sintió un profundo rechazo. El resultado era tan extremo que resultaba hasta desagradable, por lo antinatural que se veía. La HaFuna lucía negras sus astas, negro su furo, incluido el piloso, negra su recia cola, negros sus dientes e incluso sus ojos habían adquirido la bruna tonalidad.

            Pese a que se trataba de un prodigio relativamente sencillo, resultaba muy vistoso. Contemplar a un HaFuno conocido de esa guisa, haría que hasta un familiar dudase de su identidad. Eso era precisamente lo que pretendían. No sabían con quién se iban a encontrar, y toda precaución era poca.

ARU – Muchas gracias, Nía.

NÍA – Lo que necesitéis. Esta es vuestra casa.

            Eco rozó su mejilla con la de ella. La HaFuna no parecía en absoluto intimidada por su aspecto, y le correspondió el afectuoso gesto, luciendo una sonrisa en su hocico. Eco echó un vistazo al cubo. La brea seguía ahí, pero se había quedado prácticamente transparente, asemejable a la viscosa y peligrosa secreción de un expirocombo. Aunque parecía imposible, resultaba incluso más desagradable que antes.

Habían dejado sus ropas en aquél viejo armario. Tanto Aru como él iban ataviados con sendos abrigos negros forrados de plumas de moghilla. Eran tan largos que les tapaban hasta las pezuñas. Resultaban muy voluminosos, por cuántas capas y cuántos forros tenían. Ello los hacía especialmente útiles para que sus interlocutores no pudieran discernir ni su complexión ni su peso. Habitualmente se quejaban del hecho que daban mucho calor, pero en este caso, incluso agradecieron que así fuera, pese a que les dificultaría un poco el vuelo.

            Los dos HaFunos se despidieron de Nía, mientras los copos de nieve les caían en lo alto, pasado el umbral de aquella humilde casa en la linde de un bosque, lejos de las miradas indiscretas. Las plumas de moghilla eran impermeables, por lo cual no deberían preocuparse demasiado de volar aunque siguiera nevando. Y si no, siempre podían atravesar el nimbo y sobrevolarlo.

El uso de los portales, en especial cuando viajaban tan lejos, hacía que de un momento a otro se encontrasen en un estadio de la jornada completamente distinto. En ese caso, abandonaron Ictaria poco antes que anocheciese, y donde ahora estaban a duras penas comenzaba a amanecer. Ello les beneficiaba, pues haría que el vuelo resultase mucho más sencillo y seguro.

ECO – Según mis cálculos, en un par de llamadas, lo más tardar, podemos estar ahí.

ARU – Te sigo. Que a ti se te dan mejor estas cosas.

            Eco tenía un muy buen sentido de la orientación por el anillo. Ese fue uno de los motivos por los que le aceptaron en el gremio de mensajeros sin hacer demasiadas preguntas. Lamentablemente, Måe no había heredado su buen hacer, pese a que ambos convivían desde que ella era un cachorro de asta. Eco se enfundó sus gafas de vuelo, con las que evitaría que le entrasen bichos en los ojos, que no en la boca, y le hizo un gesto afirmativo a su compañera de viaje. Ambos HaFunos se dieron la mano y corrieron a la par. Coordinaron el salto compartiendo en voz alta una cuenta atrás, y enseguida se pusieron en órbita. Al tratarse de una isla tan pequeña, emprender el vuelo resultaba mucho más sencillo que hacerlo en Ictaria.

            El HaFuno cuernilampiño llevaba su macuto bien afianzado al lomo. Siempre que emprendía el vuelo extremaba las precauciones, porque si perdía algo mientras volaba y no tenía ocasión de recogerlo a tiempo, Ictæria acabaría reclamándolo, y ya podía despedirse de ello para siempre. Ahí guardaba tanto las dos máscaras negras como aquél curioso casco con astas, que sobresalían considerablemente, dada su gran envergadura. Aru había intentado convencerle para que se lo pusiera, pero no había conseguido persuadirle. Al fin y al cabo, carecer de astas le ofrecía una ventaja frente al resto de HaFunos a la hora de volar que no estaba dispuesto a desaprovechar.

El vuelo no era en sí una tarea agotadora, siempre que uno aprovechase las corrientes de aire. Y para eso, Eco era todo un experto. Aru llevaba volando toda su vida cuando le conoció, pero desde entonces había perfeccionado mucho su técnica, gracias a los consejos que el HaFuno cuernilampiño le había ofrecido. Ambos volaron por el cielo mientras nevaba. El juego cromático verdeazulado que dibujaba el amanecer en la bóveda celeste, en contraste con la superficie aún oscura de Ictæria, que ellos veían desde aquella posición más que privilegiada tan por encima de su superficie, resultaba un espectáculo increíblemente bello. Ambos acostumbrados a verlo, pero aún así no pudieron evitar emocionarse. Esa era una de las pocas cosas buenas que la Gran Escisión había traído consigo, si no la única.

            Tal como Eco había previsto, a duras penas habían transcurrido dos llamadas cuando atisbaron el islote. A esas alturas ya había amanecido por completo, y hacía un buen rato que habían dejado el nimbo atrás. Las indicaciones del mensaje eran muy escuetas, pero lo suficientemente concretas como para no confundirse.

Se encontraban en un pequeño archipiélago formado por siete islas inhabitadas, una de las cuales se había convertido en una hidroesfera. Ese tipo de accidentes geográficos no eran muy frecuentes, pero sí útiles, e hipnóticamente bellos. No eran más que una pequeña isla con suficiente densidad para tener su propia gravedad, que había sido engullida por un nimbo detrás de otro. Ello había formado un lago que de tan grande, se había acabado transformando en un mar, cubriendo finalmente la totalidad de la isla, de modo que, según como le incidiera la luz, daba la impresión que fuese una esfera de agua suspendida en el cielo.

            La isla a la que ellos se dirigían, no obstante, estaba bajo la hidroesfera. No era ni la más pequeña ni la más grande, pero resultaba muy característica, porque contenía las ruinas de lo que antaño fuera un minúsculo poblado HaFuno. Los destrozos que la Gran Escisión había provocado en Ictæria habían sido mayúsculos. Aquél traumático evento se había llevado por delante un perímetro increíblemente grande de terreno alrededor de la zona que pretendían proteger de los HaGrúes. Buena fe de ello la daba la escala del Abismo de la Escisión, visible al ojo desnudo desde el anillo, pese a la distancia más que generosa que les separaba de Ictæria.

            Aquello parecía más bien un viejo cruce de caminos con alguna que otra edificación aislada. Todas ellas estaban en ruinas, y habían sido reclamadas por la naturaleza hacía muchos ciclos. No eran más que viejos vestigios de lo que fuera el gran imperio HaFuno de la antigüedad. Determinaron que estaban en buen camino porque vieron a más de una docena de HaFunos sobrevolando la isla en círculos. Eco le hizo una señal a Aru y ambos aterrizaron en el hemisferio opuesto de otra de las islas del archipiélago, lejos de las indiscretas miradas de aquellos centinelas.

            Se trataba de una isla minúscula pero cubierta hasta la última zancada por vegetación de todo tipo, de modo que pudieron rodearla sin mucha dificultad y lo más importante: sin peligro de ser vistos. Eco sacó unos catalejos de su macuto y contempló las ruinas. Ahí había muchos más HaFunos de los que él había previsto. Muchos más de los que le hubiera gustado encontrarse. Eso parecía algo bastante más serio de lo que había imaginado. Curiosamente ello, lejos de amedrentarle, acrecentó sus ganas de aventurarse a averiguar qué les tenía preparado el destino.

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