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Publicado: 16 octubre, 2021 en Sin categoría

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El estallido de placer en las papilas gustativas de Måe resultó prácticamente doloroso. Eco estaba gozando de lo lindo viéndola de esa guisa. En cierto modo se veía a sí mismo reflejado en ella, y estaba convencido que disfrutaría esa bonita etapa de la vida de la joven HaFuna, pues le permitiría rememorar su propia juventud. Guardaba especial cariño de su paso por la Universidad de taumaturgia, y estaba deseando volver a posar sus pezuñas en ella, para ver cuánto había cambiado después de tanto tiempo.

            Habían entrado en aquella pequeña heladería artesanal poco después de salir del edificio de los ascensores. Måe a esas alturas ya había olvidado el amargo trayecto que había vivido para llegar hasta ahí desde la isla del molino. Pese a cuánto se habían alejado ya y lo íntimamente relacionados que estaban ambos lados del continente, sus diferencias eran tales que parecían más bien mundos opuestos. Eran tantos los estímulos sensoriales que le ofrecía la parte superior de Ictaria, que a la joven HaFuna le estaba resultando complicado incluso concentrarse.

Eri no había escatimado en adjetivos para elogiar aquella bella ciudad, pero resultaba evidente que se había quedado corta, y por mucho. Allá arriba todo estaba pulcramente diseñado y escrupulosamente limpio. Las calles eran mucho más anchas y luminosas, y había alcorques por doquier llenos de plantas, arbustos y árboles que ofrecían una amalgama de colores, frutos y fragancias que resultaban todo un presente para los sentidos. Incluso los HaFunos que se cruzaban por la generosa avenida pavimentada por la que transitaban parecían más altos, más sanos, más apuestos e incluso más educados que los que ella estaba acostumbrada a tratar.

            Aquél helado había costado nueve veces más que el trayecto en ascensor, pero si en esos momentos le hubieran preguntado a la joven HaFuna qué opinaba del precio, hubiera afirmado sin lugar a dudas que le parecía incluso barato. La comida del Gran comedor de la dorma de Hedonia era exquisita, guisada por los mejores miembros del gremio de cocineros de la comarca, entre los que se encontraba la madre raíz de Goa, pero eso estaba a otro nivel. La materia prima venía de mucho más lejos, y había sido trabajada con mucho más tiempo y esmero.

            Pese a su insistencia, Eco se había negado a decirle de qué estaba hecho, pues con toda seguridad la joven HaFuna lo hubiera tirado en la papelera más cercana, con un rictus de asco en la cara. Por separado, cualquiera de esos ingredientes era poco menos que repugnante, pero todos juntos, en su debida proporción, orden y temperatura, creaban un sabor único y muy característico, que había pasado de generación en generación prácticamente sin modificaciones desde tiempos inmemoriales.

            Su intenso y brillante color negro procedía del caparazón triturado de un insecto con más patas de las que un HaFuno podría contar con los dedos de ambas manos. Su dulzor y su potente olor procedían de la secreción de otro insecto, bastante más pequeño, cuyo objetivo original era atraer a pequeños animales para acto seguido inocularles un veneno bastante potente que les dejaba en estado comatoso, lo que les permitía entrar por sus mucosas, alimentarse de sus órganos y posar ahí sus huevos, que eclosionarían mientras éstos aún vivían. Su textura cremosa procedía del velo blanquecino que recubría los excrementos de las endritas, escrupulosamente separado de la materia fecal.

            Ambos salieron de la heladería tras despedirse de la amable tendera, que les deseó una espléndida jornada. El sonido de la campanilla de la puerta se prolongó unos segundos mientras retomaban su camino, descendiendo por aquella ancha y densamente transitada avenida. Las calles de la parte superior de Ictaria nada tenían que ver con las de la mitad inferior. Donde unas eran estrechas, oscuras y estaban plagadas de escaleras y rampas, con una orografía muy errática, las otras eran amplias, con un urbanismo muy estudiado, luminosas y tan planas que permitían ver a docenas de manzanas de distancia.

            Un pequeño dirigible sobrevolaba sus cabezas en esos momentos. Måe le dio el enésimo lametazo al bruno helado, maravillada por su dulce sabor, y continuó caminando mientras observaba la cabina inferior de aquella curiosa nave. Estaba acristalada, lo que le permitió ver su interior, aunque en esos momentos no había nadie dentro. Le recordó vagamente a la que Eco había alquilado para llevarla a su ceremonia de graduación, pero a su lado ésa hubiera parecido un desvencijado navío a pedales de los que usaban los pescadores aéreos.

            La joven HaFuna siguió caminando sin apenas mirar dónde posaba los pies, analizando los intrincados grabados cobrizos en la brillante madera azulada de la cabina de aquella particular nave, hasta que, irremediablemente, acabó chocando con un HaFuno que no tuvo ocasión de apartarse a tiempo. El impacto fue tal que ambos perdieron el equilibrio. Eco ofreció su mano a Måe, evitando de ese modo que cayera rodado al suelo. El joven, pese a estar acompañado por una cohorte de HaFunos mayores que él, no tuvo tanta suerte, y cayó de espaldas al suelo cuan largo era con un sonoro golpe. Un padre HaFuno que circulaba tuvo que llamar la atención a su hijo pequeño, cuando éste comenzó a reír y a señalar al HaFuno que había caído. Enseguida se lo llevó avenida arriba, tirándole de la mano mientras le amonestaba verbalmente.

            Måe observó entristecida el desfigurado helado que había estallado al impactar contra el pavimento, salpicándolo todo a su alrededor. Sin a duras penas solución de continuidad, y al mismo tiempo que los acompañantes de aquél avergonzado HaFuno se afanaban por echarle una mano para que se pusiera de nuevo sobre sus pezuñas, uno de los trabajadores que hacían su particular ronda por las calles se acercó a toda prisa a donde ellos estaban.

            El trabajador comenzó a limpiar aquél estropicio con diligencia y precisión militar. Antes que tuvieran ocasión de darse cuenta, ya no había rastro del helado, ni de la oscura mancha que había dejado al caer, y el trabajador había vuelto por donde había venido. No así podía decir lo mismo el traje de aquél alto HaFuno. Måe le miró a la cara, y enseguida comprendió que nada de lo que dijera podría enmendar lo que había ocurrido. La expresión facial del HaFuno, de cristalina lectura, mostraba la más absoluta indignación y enfado.

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