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Publicado: 28 diciembre, 2021 en Sin categoría

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Måe se sentía increíblemente incómoda en aquella nave tan grande y lujosa. Había asientos para al menos dos docenas de HaFunos, pero salvo los que ocupaban Una y ella misma, en esos momentos el resto estaban todos vacíos. Según le había explicado Una, la lanzadera daba una vuelta completa por llamada, del casco antiguo de Ictaria a su isla residencial, y de su isla residencial al casco antiguo de Ictaria, hubiera o no pasajeros a bordo. Tanto de día como de noche. A Måe le parecía un gasto frívolo mantener semejante trasto en funcionamiento con tan poca o incluso nula utilidad. No paraba de pensar que resultaría infinitamente más práctico e incluso más rápido limitarse a volar de un lugar al otro, sin tanta parafernalia.

            Ella había podido subir a la lanzadera exclusivamente porque acompañaba a Una, y ésta había informado a la tripulación de que estaba acompañada. Ese era un método de transporte privado, sufragado exclusivamente por las ocho familias que tenían su residencia en aquella enorme isla flotante hacia la que se dirigían. La nave funcionaba a vapor, y se sostenía en el aire gracias a varios globos de aire caliente que la tripulación mantenía bien hinchados en todo momento. Habida cuenta de lo cerca que se encontraba dicha isla de Ictaria, a la joven HaFuna le parecía todo un dispendio, un verdadero disparate.

            La isla en la que vivía Una con su familia, a diferencia de la del molino, orbitaba Ictaria por su parte superior, por lo que tenía una visión privilegiada de toda la capital del anillo celeste. Aunque dada su proximidad al continente, éste ocultaba por completo a Ictæria. El aterrizaje fue mucho más suave de lo que ella había previsto. La joven HaFuna se puso en pie tan pronto Una se lo indicó. Måe la siguió por el ancho pasadizo entre los mullidos asientos vacíos. Uno de los miembros de la tripulación les abrió la portezuela, e inclinó formalmente la cabeza, mostrándoles sus astas. Måe le correspondió con otro asentimiento de astas, y Una puso los ojos en blanco, mientras sonreía entre dientes al verla hacerlo.

            Se encontraban en una encrucijada de ocho caminos. La isla era tan grande y de una orografía tan errática, que la joven HaFuna no fue capaz de distinguir sus fronteras. Tan solo la finca en la que vivía Una con su familia era al menos veinte veces más grande que la isla del molino entera. Una la invitó a acompañarla, y ambas tomaron uno de los ocho caminos adoquinados y enmarcados por largas hileras de altos y robustos árboles de hoja perenne que confluían en la pista de aterrizaje, al tiempo que cuatro HaFunos a los que Una había saludado cortésmente accedían a la lanzadera, que no tardaría en volar de nuevo de vuelta al punto de partida. Una no paraba de hablar maravillas de aquella su isla, pero Måe estaba tan embelesada por cuanto veía, que le costaba bastante faena seguir el hilo de su particular perorata vanidosa.

            No tardaron mucho en llegar a los grandes portones de acceso a la finca. El escudo de armas de su familia, mitad rojo, mitad azul, se partió en dos cuando uno de los miembros del servicio los abrió para permitirles entrar. Una pasó de largo a aquél joven HaFuno, pero Måe, al cruzar a su lado, le agradeció las molestias, con lo que consiguió que el joven, que había estado inclinado mirando hacia el suelo, se incorporase ligeramente y la mirase con unos ojos que delataban una mezcla de sorpresa y desconfianza.

            Måe se quedó boquiabierta al contemplar lo que había al otro lado de aquellos grandes portones. El camino empedrado seguía adelante hasta dar con una mansión de tres plantas, de arquitectura contemporánea de exquisito gusto, con una fachada de brillante carmesí y mate blanco, cubierta a cuatro aguas de negra piedra noble, con grandes escalinatas, amplios vitrales, tres torrecillas y más chimeneas de las que la joven HaFuna tuvo ocasión de contar. Pero eso no fue lo que más le llamó la atención, sino el bello y cuidado jardín de cristal que la enmarcaba, a lado y lado del sendero empedrado.

            No era la primera vez que veía uno, pese a que en Hedonia no existían. Se trataba de un jardín hecho de delicadas construcciones minerales diseñadas sin lugar a dudas por manos HaFunas. Según había estudiado en sus clases de educación fundamental, ese tipo de formaciones cristalinas eran relativamente frecuentes en la superficie de Ictæria. Pero el jardín que ella tenía delante nada tenía que ver con esos crecimientos irregulares y erráticos. Resultaba evidente que ninguno de aquellos enormes cristales que emergían de la tierra estaba ahí por azar, sino que habían sido ubicados a conciencia, dibujando un bosque geométrico en el que las simetrías eran la voz cantante. El modo cómo brillaban con la luz de ambos soles resaltaba su belleza natural, enfatizada más si cabe por la elogiable destreza del maestro jardinero que se había encargado de darles forma.

            A medida que contemplaba aquél ostentoso muestrario de maravillas y opulencia, Måe se sentía cada vez peor, imaginando qué había podido pasarse por la cabeza de Una cuando le mostró la isla del molino y su humilde morada. No hacía más que lamentarse por haber permitido que ocurriese, aunque eso ya no sirviera de nada. No obstante, Una parecía encantada con la idea de compartir su tiempo con ella, y ahora se encontraba totalmente en su medio, exponiéndole orgullosa cuanto había conseguido su familia con grandes esfuerzos y duro trabajo, generación tras generación.

            Subieron la corta escalinata que les llevó al acceso principal a la mansión. Una pareja de miembros del servicio estaban apostados a lado y lado de las puertas de acceso, esgrimiendo sendas cimitarras, y al tiempo que ambas HaFunas se acercaban, las abrieron para permitirles entrar. Måe volvió a quedarse boquiabierta al ver el magnífico vestíbulo de la mansión en la que vivía Una. Ésta, a su vez, era incapaz de apartar la sonrisa orgullosa de su rostro al ver la mirada desconcertada de su invitada.

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