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Publicado: 4 octubre, 2022 en Sin categoría

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De no haber sido por su uniforme, jamás le hubieran permitido llegar tan lejos. En las inmediaciones de los gremios de justicia estaba especialmente mal visto carecer de astas. No en vano, ellos eran los encargados de sentenciar a su amputación a los integrantes del colectivo HaFuno que cometían los delitos más deleznables. En el pasado, Eco se había esforzado hasta la extenuación, justificándose por carecer de dicho apéndice, pero a esas alturas ya ni se molestaba. Entendía en cierto modo la reticencia de sus semejantes al verle de esa guisa, pero se había prometido no alimentar más esa bestia. Era plenamente consciente que esa era una guerra que jamás conseguiría ganar. Si preferían pensar que era un vulgar maleante antes siquiera de preguntarle dónde había perdido las astas, eran libres de hacerlo.

Tras esperar mucho más rato del que le hubiera gustado, una de aquellas HaFunas con cara de pocos amigos que le habían atendido al llegar se dirigió de nuevo a él y, sin mediar palabra, le indicó que le acompañase.

El gremio de justicia era uno de los edificios más nobles y distinguidos de Tárgal. A medida que avanzaban por aquellos interminables pasillos de altos techos, Eco pudo comprobar qué partes del edificio eran originales, y cuáles habían sido reconstruidas.

A consecuencia de la Gran Escisión, no fueron pocos los edificios que se vieron gravemente afectados por los terremotos y desprendimientos de islas. Muchos de ellos, al separarse semejante pedazo de la madre Ictæria acabaron completamente destruidos, sin posibilidad alguna de enmienda. Éste era un claro ejemplo de los que sí habían conseguido mantenerse en pie, aunque sólo parcialmente. Los constructores parecían haber escogido un estilo que, lejos de tratar de ocultar esa herida del pasado, la enfatizaba, cambiando el material en las zonas restauradas y resaltando con resina brillante los encuentros. Eco lo encontró especialmente sugerente, acertado e incluso bello.

             Tárgal, a diferencia de la mayoría de comarcas del anillo celeste, conservaba el nombre original de su ciudad homóloga en tiempos previos a la Gran Escisión. Pese a que no era lo más habitual, pues la enrome mayoría de los pedazos de Ictæria que ahora conformaban el anillo celeste habían sido bosques, montañas o valles, varias ciudades satélite habían conseguido, con mayor o menor fortuna, mantenerse en pie. De esas, la enorme mayoría conservaba sus edificaciones en la cara inferior, lo cual las hacía inhabitables al carecer de gravedad suficiente para poder atraer a un HaFuno, o en una posición angulada tan desafortunada que su uso quedaba tácitamente imposibilitado.

Otras antiguas ciudades, como era éste el caso, cumplían todos los requisitos para ser habitadas de nuevo. Esos y no otros fueron los primeros asentamientos hacia donde los HaFunos se dirigieron cuando la superpoblación en Ictaria se volvió insostenible. Algunos de ellos, aunque lamentablemente la minoría, habían conservado HaFunos con vida sobre ellos, los cuales se habían hecho fuertes, ignorantes del destino que habían sufrido sus semejantes, e igualmente ignorantes, al menos en un principio, que podían trasladarse a otras islas flotantes tan solo alzando el vuelo.

             No obstante, la arquitectura del resto de la ciudad era bastante insignificante, si uno la comparaba con la del lugar del que el HaFuno cuernilampiño venía. La arquitectura de la capital no tenía nada que ver con la de las comarcas, y ello era algo de lo que los habitantes de Ictaria siempre se habían enorgullecido sobremanera, incluso en tiempos previos a la Gran Escisión.

            El camino hacia el despacho del maestro del gremio lo hicieron en total silencio. La HaFuna que le había guiado hasta ahí abrió la puerta del despacho y, quedando de espaldas a ella, permitió a Eco acceder a su interior. El maestro Goo levantó su mirada del documento que había extraído de aquella carpeta de cuero marrón con el sello de su gremio que uno de sus subalternos le había entregado poco antes.

GOO – No le esperaba tan pronto. De hecho, no le esperábamos hasta de aquí varias jornadas.

ECO – El maestro Gör insistió mucho en que se trataba de un asunto urgente.

GOO – Y así lo es. Se lo puedo asegurar. Pero… no se quede ahí plantado. Hágame el favor de tomar asiento.

            Eco acató la sugerencia del maestro del gremio, y aposentó su trasero en aquella cómoda y mullida silla. Aprovechó para liberar su cola y comenzó a masajeársela, pues la tenía algo agarrotada después de tantas llamadas enroscada a la cintura. El camino hacia Tárgal había sido mucho más largo de lo que él esperaba, y desafortunadamente, algo accidentado. Eco estaba francamente cansado, y acumulaba ya algo de sueño.

            Mientras el maestro Goo seguía redactando su mensaje en uno de aquellos documentos oficiales, el que Eco tenía como misión traer de vuelta consigo, el HaFuno cuernilampiño aprovechó para echar un vistazo en derredor. Resultaba fascinante comprobar cómo en cada isla se replicaba una suerte de curiosa endogamia en cuanto a estilo y costumbres. Ésta le pareció especialmente sugerente. Le llamó especialmente la atención el cuadro que pendía de la pared azulada de madera pulida que había junto a la discreta ventana que dotaba de luz natural a la estancia.

Se trataba de un cuadro muy parecido al que pendía de una de las paredes del despacho de su propio maestro de gremio, allá en Ictaria. Mostraba de igual modo a un miembro de la nobleza a lomos de un kargú, ataviado con el atuendo militar. Pero en él no se encontraba el Gobernador Lid, sino Äyn, su madre raíz, la que fuera Gobernadora hasta su fallecimiento tantos ciclos atrás. Eco estaba convencido que aquél trágico incidente había ocurrido antes incluso de la eclosión de Måe.

El maestro Goo incluyó una última rúbrica y aguardó unos instantes a que la tinta se secase antes de meter el documento en el sobre que descansaba sobre la mesa. Se tomó su tiempo para deshacer algo de cera, y acto seguido lacró el sobre. La cera no tardó en secarse, y el maestro introdujo el sobre en la carpeta de cuero marrón, que seguidamente empujó con suavidad con ambos dedos centrales de su mano hacia Eco. El HaFuno cuernilampiño tomó la carpeta y le entregó al maestro otro documento. Éste se lo quedó mirando, extrañado.

ECO – ¿Sería tan amable de sellarme el albarán, por favor?

            Goo le ofreció una sonrisa llena de dientes a Eco. Se esforzaba por resultar cordial y educado, pero el HaFuno cuernilampiño supo leer entre líneas que no era bienvenido. No obstante, Goo firmó y selló el albarán de entrega, y se lo devolvió a Eco. Éste lo introdujo en la carpeta, junto a la carta que debería llevar de vuelta al gremio de justicia de Ictaria, y abandonó el despacho con un cortés asentimiento de sus ausentes astas, que Goo no llegó siquiera a ver, pues se había puesto a hurgar en sus cajones, sin encontrar el momento para despedirle.

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