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Publicado: 14 diciembre, 2021 en Sin categoría

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Eco despertó del sueño más reconfortante que había tenido desde hacía más tiempo del que se sentiría cómodo de reconocer. Estaba tumbado cuan largo era sobre la cama de su cuarto, tapado desde las patas hasta el cuello por una de aquellas pesadas y mullidas mantas a las que Måe había bordado infinidad de bellos motivos vegetales cuando era más pequeña y empezó a interesarse por la costura, en lo que ambos gustaban en denominar su etapa azul.

            La noche anterior Måe le había obligado a acostarse en la cama, después de una corta discusión. Para ello, tuvo que ayudarle a retirar de encima todos aquellos mil y un cachivaches que la tenían prácticamente sepultada. Él había accedido a regañadientes, principalmente porque estaba agotado física y mentalmente después de una jornada entera dedicada a sus estudios. Habida cuenta de lo bien que se encontraba ahora, no podía menos que sentirse agradecido de tener a la joven HaFuna velando por él: ambos se complementaban a la perfección.

            Aún con los ojos entornados, echó un vistazo a la ventana, y dio un salto de la cama. Era mucho más tarde de lo que él solía despertarse. Al parecer, en algún momento mientras él dormía, Måe había entrado sin hacer ruido y le había corrido las cortinas. Mientras se calzaba, contempló que también había recogido un poco el caos en el que estaba sumido el estudio. Se sorprendió gratamente al comprobar cuán grande era la mesa; no recordaba haber visto tanta madera desde hacía mucho tiempo.

            Bajó las escaleras olisqueando el ambiente: había algo fuera de lo común flotando por el aire que no era capaz de discernir. Al llegar a la sala principal, enseguida lo entendió. Estaba todo pulcramente limpio y recogido. Måe también había fregado el suelo, perfumado la casa y limpiado los cristales a conciencia. En esos momentos estaba encaramada a una escalera acabando de quitar el polvo de las molduras del techo.

ECO – ¡Caray, cómo tienes esto! Vas a tener que traer invitados más a menudo.

            Måe le sacó la lengua, mientras bajaba de la escalera.

MÅE – Tienes el desayuno en la cocina. Yo… me voy a ir marchando ya, que ayer casi llego tarde.

ECO – Pero si saliste prontísimo. ¿Te perdiste?

MÅE – Sí… Varias veces, de hecho.

ECO – ¿Quieres que te acompañe? Yo también tengo algunos recados que hacer en Ictaria y me vendría bien empezar pronto.

Måe reflexionó unos instantes.

MÅE – Debería ir espabilándome sola, pero… vale. Sí. Si te viene de camino… vayamos juntos, que ayer me costó mucho llegar, y… no quiero hacerla esperar… ahí abajo, ¿sabes?

            Eco asintió. No cabía duda que la cara inferior de Ictaria no era el lugar más adecuado para una HaFuna como Una.

MÅE – Si no tardas mucho, te espero. Aunque salgamos más tarde… seguro que de todas maneras llego antes.

ECO – Será un momento. Desayuno rápido y nos vamos. Así os dejo a solas.

            Måe se acercó a Eco y rozó su mejilla con la de él. Pese a que el desayuno aún estaba tibio, Eco pidió ayuda a Snï para calentarlo un poco más. El pequeño fuego fatuo se alegraba mucho cuando podía ayudarles, y a veces le pedían que calentase cosas, aunque realmente no lo necesitaran, tan solo por ver lo feliz que se ponía al sentirse útil. Ambos abandonaron la isla del molino. El viento les era favorable, y no les costó demasiado llegar a la cara inferior de Ictaria.

            Pese a que conocía más de media docena de redes de aterrizaje, Eco apostó por repetir la que le había mostrado hacía un par de jornadas. Måe ya tenía suficientes dificultades para orientarse como para ofrecerle más alternativas y distracciones. Al fin y al cabo, era la que tenía los ascensores más próximos la Universidad, y sin duda sería la que Måe utilizaría con más frecuencia. Por fortuna, la red no estaba muy transitada, y pudieron tomar tierra sin ningún sobresalto. Måe le pidió a Eco que no le dijera nada, y ella se encargó de guiarles hacia el ascensor. Para sorpresa de ambos, tomó la dirección correcta a la primera, y enseguida llegaron a aquél pintoresco edificio.

ECO – Te dejo sola, ¿vale? Hoy es posible que llegue un poco tarde; tengo bastantes cosas que hacer. Si ves que se hace de noche y no he vuelto… cena tú sola, no te preocupes. Tienes cuentas en el bolsillo interior del sayo, por si necesitas cualquier cosa.

            La joven HaFuna se llevó la mano al bolsillo, extrañada, y comprobó que Eco estaba en lo cierto. En algún momento había metido ahí un pequeño saco con muchas más cuentas de las que le había entregado la jornada anterior. Hinchó los carrillos tratando de mostrar su indignación, y Eco se apresuró a estrujárselos, con lo que consiguió una sonora pedorreta. Le encantaba hacer eso. Ambos estallaron en carcajadas.

ECO – Te quiero. Pórtate bien.

            Se despidieron, y Eco se alejó calle abajo, desapareciendo enseguida tras una de las esquinas de aquella zona especialmente densa de la ciudad. Måe entró al edificio del ascensor y echó un vistazo en derredor. Descubrió a Una sentada en uno de aquellos mullidos sofás que había en la zona de descanso del fondo, más allá de los ascensores. Iba vestida con pantalones ceñidos y una llamativa camisa con flecos. Llevaba un sayo de vuelo de color rosa chillón, y unas gafas de vuelo colocadas en la frente. Estaba tomando un té. La joven HaFuna se aproximó a ella, y Una le dio el último sorbo a su bebida antes de levantarse.

MÅE – Sí que eres puntual.

UNA – ¿Ah? Yo siempre.

MÅE – ¿Te ha costado mucho llegar?

UNA – Qué va. Pero… hacía muchísimo tiempo que no bajaba. Puede hacer… por lo menos tres ciclos. No te engaño.

MÅE – Es que… Es la manera más rápida de llegar a donde vivo. Ayer intenté volver desde arriba, y casi se me hace de noche. Bueno… ¿vamos ya?

UNA – Dale. Yo te sigo.

            Ambas abandonaron el edificio de los ascensores y se dirigieron hacia la rampa de vuelo más cercana. Muchas veces, en las islas más pequeñas, no hacía falta hacer uso de la gravedad para alzar el vuelo, y construían esas pistas para no tener que depender de un lugar en alto. Pese a encontrarse en la cara inferior del mayor continente flotante que había en el anillo, ahí abajo la fuerza de atracción era infinitamente más débil, al quedar contrarrestada por la gravedad de Ictæria. Una se puso sus gafas de aviación, ambas se dieron la mano, comenzaron a correr, contaron hasta cero y emprendieron el vuelo.

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