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Publicado: 8 marzo, 2022 en Sin categoría

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Eco vació el cubo en la letrina y se incorporó con gracilidad. Esa era la última de ese piso, pero aún quedaban muchas más por limpiar; a duras penas había comenzado esa su segunda jornada en el gremio de mensajeros de Ictaria. Se secó el sudor de la frente con el corto furo del dorso de la mano, esforzándose al máximo por respirar por la boca. Metió aquél trapo humedecido en el cubo vacío y colgó éste del pequeño garfio que pendía de la carretilla, antes de irse por donde había venido.

            Salió de los lavabos con el mentón en alto. El trabajo que le habían asignado esa mañana era bastante más sensible y visto lo visto desagradable que el de la jornada anterior, pero al fin y al cabo no dejaba de ser un trabajo. El HaFuno lamentaba que no le hubieran asignado uno acorde a su formación y sus aptitudes, que sin duda desempeñaría con más tino y celeridad, pero de igual modo serviría para alimentarle a él y a Måe, por lo que cumplía a su propósito.

            Esa mañana había acudido al gremio mentalizado con que no sería una jornada sencilla. No obstante, cuando aquella HaFuna con cara de pocos amigos le había entregado una carretilla, un cubo, un par de trapos y dos esponjas, Eco se había llegado incluso a sorprender. A diferencia de la jornada anterior, no se molestó en corroborar que no se tratase de un error. Tras el tenso encontronazo la jornada anterior con el maestro Gör, ya no le cabía la menor duda que lo que le estaba ocurriendo no era ni casual ni fortuito.

Si cuanto estaba acaeciendo era debido a su origen humilde, viniendo como venía de un archipiélago de las comarcas, a su ausencia de cornamenta o si por el contrario había algo más detrás, Eco lo desconocía, pero no estaba dispuesto a darle el más mínimo motivo al maestro para justificar cualquier represalia que empeorase aún más las cosas. Estaba dispuesto a llevar a cabo toda tarea que se le asignase, y lo haría lo mejor que pudiera. Aunque tuviese que pasarse el resto de sus jornadas en el gremio recogiendo las heces de aquellos HaFunos y limpiando sus suelos, ese sería un trabajo que haría con mucho gusto, si con ello conseguía darle un futuro mejor a Måe.

Ignoró las miradas furtivas que le brindaban los que, pese a que no lo pareciera, eran sus compañeros de gremio, y enfiló el pasillo en dirección opuesta a la que iba el resto de HaFunos. Abandonó el edificio del gremio de mensajeros por la parte trasera, la de servicio, y arrastró la apestosa y pesada carretilla por aquella anodina vía sin adoquinar en dirección a la zona de compostaje.

En su camino por esa zona alejada de las calles principales de Ictaria comprobó que el perfil de los HaFunos que se cruzaba difería diametralmente del de los que trabajaban en el edificio. Todos compartían idéntico uniforme gris y aquellas miradas lánguidas de quienes han trabajado demasiadas horas y están extenuados. A diferencia de los HaFunos que se había cruzado en el gremio, ahí ninguno le miraba por encima del hombro; la mayoría de ellos ni siquiera le brindó un corto vistazo. Un par de ellos, no obstante, le saludaron amablemente y le desearon una buena jornada, a lo que el HaFuno respondió con idéntico gesto de educación.

Resultaba evidente que todos aquellos HaFunos no eran oriundos de la cara superior del continente. Algunos de ellos incluso volaban para dirigirse de un lugar a otro, pero lo hacían a muy baja altura, para no ser vistos por los transeúntes de las calles vecinas. Pese a que todos iban aseados, ninguno de ellos lucía decoración alguna en sus astas. No tenían joyas ni arriesgados cortes de furo piloso. Tampoco dejaban un reguero de perfume allá por donde pisaban. Resultaba triste reconocerlo, pero a efectos prácticos, eran pura mano de obra para los trabajos que habitantes de la parte superior de Ictaria no querían hacer, poco más que un kargú que tirase de una carreta.

            Allá atrás, de igual modo que dentro del gremio, los caminos estaban muy bien indicados. Pero en este caso, los carteles disponían de iconos que indicaban las diferentes direcciones, careciendo por completo de texto. Eco sabía muy bien a qué era debido, y ello le hizo sentir mal. Los habitantes de la cara inferior de Ictaria, al menos los de la zonas más pobres y marginales, que eran la mayoría, no recibían educación cuando eran cachorros. Era tal la superpoblación y el hambre en esa zona del anillo, que los HaFunos comenzaban a trabajar desde bien pequeños, y muchos de ellos llegaban a su edad adulta sin haber tenido ocasión de aprender a leer.

            Eco llegó a la zona que le había explicado la asignadora. Ciertamente podría haberlo hecho obviando las señales, guiándose tan solo por el olor. Uno de los Hafunos uniformados de gris que había por ahí se acercó a él. Le saludó con un breve asentimiento de astas, desenganchó el cubo de la carretilla, y se lo entregó, antes de dirigirse a la zona de compostaje con la carretilla a cuestas. Todos aquellos residuos sólidos servirían de abono, tras un exhaustivo y delicado tratamiento con hongos. Tras la Gran Escisión, la materia prima era finita en el anillo, y el reciclaje, incluso el de ese tipo de residuos, era imprescindible para mantener el equilibrio y la calidad de vida.

            Eco cogió una carretilla nueva, que aún estaba húmeda, pues acababan de limpiarla, se dio media vuelta, y desanduvo sus pasos. Se llevó la flexura del codo a la punta del hocico, e inhaló. Pese a que olía menos mal de lo que había esperado, no se sentía para nada cómodo. Sin saber muy bien cómo ni por qué, comenzó a reírse. En esta ocasión, ello sí le brindó algún que otro vistazo curioso de alguno de los HaFunos con los que se cruzó. Había recordado una de las últimas jornadas que había compartido labores con Måe, y estaba más que convencido que el olor que estaba teniendo que sufrir no era en nada comparable al de la raiga con la que le había tocado alimentar a los mípalos, aquella jornada. Sonrió al pensar que, al fin y al cabo, todavía podría haber sido peor.

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