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Publicado: 30 octubre, 2021 en Sin categoría

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Aquella elevada construcción parecía crecer más y más a medida que se acercaban. De lo que no cabía la menor duda era que su altitud superaba con creces la de la torre más alta de cuantas se habían cruzado desde que llegaran a Ictaria. Su aspecto robusto y monolítico le daba un cariz de impenetrabilidad. No obstante, el gran arco de medio punto al que se dirigían por aquél ancho camino empedrado, desde el que se veía parte de la ciudad intramuros, gritaba al cielo todo lo contrario.

            A esas alturas de la Historia, aquella muralla era meramente anecdótica, una reverberación del pasado, donde aquellos gruesos y robustos muros habían servido para proteger a quienes vivían al otro lado del yugo de sus enemigos, entre los que los HaGrúes siempre habían ostentado un puesto de honor. En los tiempos que corrían, de poco servía una muralla en un lugar donde cualquier podría cruzarla volando.

            Dos parejas de miembros de la guardia Ictaria franqueaban la entrada, pese a ser ésta, al igual que las otras ocho que había en su perímetro, de libre circulación. En esos momentos no estaba muy transitada. Eco y Måe continuaron avanzando, observados por aquellos recios y serios funcionarios. A la joven HaFuna le llamaron especialmente la atención sus atuendos, pues eran literalmente los mismos que habían llevado los HaFunos que acompañaban al gobernador Lid, cuando éste visitó Ictaria con el no desdeñable propósito de poner patas arriba su vida.

            La joven HaFuna se les quedó mirando a medida que cruzaba el largo y sombrío umbral, bajo aquél bello arco, sin el menor atisbo de duda herencia de la arquitectura HaGapimú, plagado de inscripciones centenarias. Ellos mantenían la mirada fija en un punto indeterminado del horizonte, ni muy alta ni muy baja. Por un momento dudó incluso que no fueran meros muñecos, pero entonces vio cómo un pequeño insecto se posaba en el hocico de uno de ellos, y cómo éste lo espantaba de un manotazo, a tiempo de recuperar raudo su pose impertérrita.

            Lo primero que encontraron tan pronto estuvieron al otro lado del muro, fue un gran mercado al aire libre. En éste se vendía de todo cuanto uno pudiera imaginar; desde las viandas más selectas, hasta los vestidos más elegantes. Había puestos de artesanía, grandes carpas con animales de granja, zonas destinadas a la práctica de la puntería con arco e incluso un puesto de decoración de astas, que en esos momentos tenía tanta demanda que había una generosa cola de HaFunos aguardando su turno.

            Cruzaron el abarrotado mercado por el mero centro, y Måe tuvo ocasión de volverse a abstraer del mundo real, sumergida entre esa miríada de olores, voces y estímulos visuales que luchaban con todas sus fuerzas por dejarla boquiabierta. A diferencia de los puestos callejeros que se habían cruzado en la parte inferior de Ictaria, ahí los tenderos no eran en absoluto invasivos. Sabían muy bien que la excelente calidad de sus productos era su mejor propaganda, y no precisaban dar voces para atraer a los potenciales clientes.

Uno de los tenderos, no obstante, le ofreció a Måe un pedacito de queso, que ésta aceptó encantada. Eco rechazó amablemente otro pedacito que el afable tendero le acercó. No se trataba del típico queso de mípalo, al que tan acostumbrada estaba la joven HaFuna en Hedonia. Ese queso estaba hecho con la leche de unos animales mucho más pequeños, por lo cual era mucho más costoso de producir, y su sabor era más intenso y amargo. Pese a que no le acabó de gustar, la joven HaFuna agradeció con un asentimiento de astas el ofrecimiento del tendero, y continuó su camino.

Måe se guardaba bien de no alejarse de Eco, porque era consciente que si le perdía de vista, tendría serias dificultades para reencontrase con él, más a sabiendas que no podría subirse volando a cualquier lugar alto, desde el que llamarle a voces, como habría hecho en Hedonia sin pudor alguno. Incluso con el poco tiempo que llevaba en la capital, ella misma concluyó que eso no sería una opción. Pese a no existir unas normas como tales que lo explicitaran, tan solo pasar un pequeño lapso de tiempo ahí era suficiente para entender sus costumbres, e incluso sentirse obligado a replicarlas, aunque tan solo fuera por mero pudor.

            En esa zona, los habitantes tenían un aspecto aún más distinguido. Incluso en exceso. La joven HaFuna tuvo la sensación que se esforzaban en demasía por demostrar que su status social era más elevado que el del vecino. Más allá de los delicados atuendos que lucían, a Måe le llamó poderosamente la atención el modo cómo decoraban sus astas y sobre todo cómo peinaban el furo piloso de su cabeza.

Resultaba tan evidente que lo que llevaban eran pelucas, y que en sus astas la mayor parte de las hojas y las flores eran artificiales, que resultaba incluso cómico. Todos parecían muy orgullosos de sí mismos, no obstante, cuando de haberse presentado de esa guisa por las calles de Hedonia, los HaFunos más jóvenes habrían tenido serias dificultades para aguantarse la risa.

Una de ellas tenía un pequeño cromatí pigmeo en lo alto de sus astas. Måe no había visto jamás ninguno que no fuese salvaje, y le sorprendió mucho comprobar que también los existían domesticados. El animalejo estaba tumbado cuan largo era, que no era demasiado, sobre una especie de hamaca hecha de piel curtida, que se apoyaba en las astas de la anciana. Era tal el batiburrillo de colores que decoraban las astas de aquella pintoresca HaFuna, que las escamas del cromatí dibujaban algo parecido a un aro iris pintado en una acuarela a la que alguien hubiese echado encima un vaso de agua cuando aún estaba fresca. El animalejo, sorpresivamente, no parecía especialmente disgustado. Estaba royendo lo que en apariencia era el hueso de una baya cuya carne era morada. Todo apuntaba a pensar que estaba encantado de la vida que le había tocado vivir.

Finalmente llegaron al extremo opuesto del mercado, y continuaron su camino. En adelante, el terreno, que hasta el momento había sido principalmente llano, tomaba una pendiente más que considerable. De haber continuado hasta el final, esa pendiente les habría llevado hasta la segunda muralla, que circundaba las tierras donde se erigía el Templo de Ymodaba, y que a diferencia de la del casco antiguo, sí estaba fuertemente vigilada, y no tenía entrada libre. De hecho, cualquier intento de cruzar al otro lado de esa muralla estaba castigado con la pena máxima: la amputación de las astas. La Universidad, no obstante, se encontraba a mitad de camino, poco antes de la mansión del Gobernador.

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