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Publicado: 10 agosto, 2021 en Sin categoría

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Unamåe experimentó cierta dificultad para reconocerse a sí misma en el espejo de cuerpo entero en el que se reflejaba. Aquél vestido le sentaba como un guante. El hecho que por fin, después de tanto tiempo, hubiera llegado el momento de estrenarlo, la llenaba de júbilo. A medida que la hora de la verdad se aproximaba, Unamåe empezaba a ponerse cada vez más nerviosa. No obstante, también estaba ilusionada y expectante. Ese sería el día más importante de su corta vida, su transición de niña a adulta y, sin duda alguna, un punto de inflexión a partir del cual nada volvería a ser como antes.

            Era tradición que las madres raíz legaran su vestido de graduación a sus hijas, y que éste pasara de generación en generación, siendo guardado con celo hasta que pudiera ser usado de nuevo. Unamåe no había tenido ocasión de conocer a su madre raíz, por lo que carecía de un vestido legado para usar, de modo que había tomado la decisión de comenzar una nueva tradición en la pequeña familia que formaba con Eco.

Hap, una de las madres de Kurgoa, le había ofrecido el suyo, pero ella lo había rechazado amablemente, pues tenía en mente otros planes. Unamåe era una muy buena hilandera. Esa, junto a la de la música, había sido desde que era una cachorrilla una de sus principales aficiones, hasta el punto que se había convertido en una pequeña experta. Hacía casi un ciclo que había tomado la decisión de tejer su propio vestido de graduación, y había estado trabajando duramente en él desde entonces, dedicándole gran parte de su tiempo libre. Ahora que se lo veía puesto, no podía sentirse más orgullosa del fruto de su constante y perseverante trabajo.

            Por fortuna, lo había guardado a suficientemente buen recaudo dentro del armario de su cuarto, protegido por varias gasas de tripa de mípalo, que el nimbo no había conseguido mojarlo. Se trataba de un vestido de una sola pieza, hecho con la más fina y vaporosa tela de jaraí, traída desde la mismísima Ictaria en uno de los viajes de Eco para entregar sus mensajes. Lo había teñido en varios tonos de azul y turquesa, lo que hacía resaltar los juegos cromáticos de su particular furo, a medio camino de ser albino. Las mangas le llegaban a la altura del codo, permitiéndole libertad de movimiento, y era tan largo que llegaba prácticamente al suelo, aunque en este caso ello no tenía demasiado mérito, dada la corta estatura de la HaFuna.

Había recogido su cola en la cintura a modo de cinturón, pues había preferido mantener completa la parte posterior. En la parte delantera había bordado un intrincado dibujo que emulaba el místico árbol de Ymodaba. Éste emergía de la base de la falda e iba creciendo ramificadamente en todas direcciones, dando la vuelta por la espalda del vestido, e incluso alcanzando las mangas, en una explosión de color, con innumerables chorreras que emulaban sus hojas, sus flores y sus frutos. Cada pequeña porción del bordado tenía a las espaldas varias jornadas de trabajo incansable y meticuloso, y un nivel de detalle digno de elogio. No en vano era el mayor proyecto en el que ella hubiera trabajado jamás, y si todo salía según sus planes, su boleto al gremio de sus sueños.

            Unamåe se dio media vuelta al escuchar entrar a Eco en el cuarto. El HaFuno se mostró abiertamente sorprendido. Acostumbrado a verla vestida con unos pantalones holgados, una camisa cómoda y un sayo para volar, la diferencia que ofrecía su aspecto era radical. Ambos sonrieron al verse, y Eco le hizo un gesto para que se diera media vuelta.

Habían estado practicando bastante últimamente, y éste era el momento de la verdad. Eco anudó las tres cintas a la base de las astas de Unamåe: había una blanca, una turquesa y una cian. Acto seguido separó su turquesa furo piloso en tres porciones idénticas, asignándole una cinta a cada una. Las rodeó en espiral de extremo a extremo y comenzó a trenzar su furo piloso tal como ella misma le había enseñado. Tardó bastante menos de lo que había previsto, y la expresión de satisfacción en la cara de Unamåe al verse en el espejo fue suficiente para hacerle saber que lo había hecho correctamente.

            Eco sacó el birrete de la caja que había sobre el escritorio y lo contempló unos instantes. Aunque había pasado ya mucho tiempo, aún recordaba cuando él mismo había vivido esa experiencia. Guardaba un muy buen recuerdo de ello, lo cual hacía aún más doloroso rememorarlo. Pero ahora no era el momento de abstraerse en el pasado, de modo que se aproximó de nuevo e ella, y la invitó a inclinarse. Abrió el birrete, para poder colocárselo, aunque a duras penas hubiera hecho falta, pues las astas de Unamåe eran tan pequeñas que podría habérselo puesto directamente sin demasiados contratiempos, gracias al agujero que tenía en la parte superior.

ECO – Lamento mucho que tu madre raíz no esté aquí para poder acompañarte.

            Unamåe negó con la cabeza, convencida. La trenza quedó apoyada sobre su hombro.

UNAMÅE – No podría haberme dejado en mejores manos, Eco.

            Eco mostró una sonrisa sincera, algo apagada por la nostalgia. En momentos como ese, resultaba imposible no echar de menos todo cuanto había perdido por el camino. No obstante, era consciente de cuán afortunado era de tener a Unamåe a su lado.

            Ambos HaFunos abandonaron el molino tras despedirse de Snï, dejándole el platillo bajo el quinqué bien lleno de sabia de moaré. Al extremo de la larga plataforma de madera que acostumbraban a utilizar para emprender el vuelo les esperaba un transporte especial, que Eco había contratado largo tiempo atrás. Se trataba de una pequeña nave con espacio a duras penas para cuatro HaFunos, utilizada principalmente por la aristocracia. Tallada en madera noble y con intrincados grabados de temática botánica, era una pequeña obra de arte en sí misma.

            Se mantenía a flote gracias a unos quemadores que alimentaban un gran globo igualmente decorado con motivos florales, amarrado al cuerpo de la nave con unas gruesas cinchas de cuero. Entre la nave y el globo descansaba la cabina del piloto, que dirigía la nave con un gran timón, dos pedales y varias palancas, con los que movía unas hélices de metal que había en la parte trasera y dos grandes alas de tela.

            El piloto ya sabía que debía llevarles a la dorma, y se mostró abiertamente agradecido cuando Eco le entregó unas cuentas a modo de gratificación, principalmente porque el viaje ya estaba pagado. Ambos entraron al pequeño receptáculo, y se sentaron en los mullidos asientos, el uno frente al otro. Abandonaron el molino sujetándose las manos, observando el bello espectáculo de islas flotantes que el piloto sorteaba grácilmente para llevarles a su destino.

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