Archivos para marzo, 2024

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Publicado: 30 marzo, 2024 en Sin categoría

La HaFuna agarró la parte delantera de su túnica y observó orgullosa, con una amplia sonrisa surcándole el hocico, la roja insignia que acababa de adherirle. La pieza de tela triangular parecía brillar con luz propia en aquél fondo oscuro como la panza de un gálibo. No en vano era la segunda que había conseguido desde que comenzase el curso, pasando a sumarse a otra de color verde. Iba francamente retrasada a ese respecto, pues había compañeros que tenían a esas alturas hasta diez, o incluso once como la propia Måe, a la que todos tenían una mezcla de envidia poco sana e inlcuso rabia por ello.

La joven HaFuna estaba demasiado distraída y triste por la reciente partida de Eco y el fallecimiento de su amigo cromatí, y le estaba costando seguir el hilo de la clase. Trató de recordar el nombre de su compañera, pero fue incapaz. Aquella HaFuna nunca le había insultado ni humillado, como sí lo habían hecho otros muchos de sus demás congéneres, azuzados por Uli, anhelando sin duda su aprobación. Tampoco se había molestado nunca en dirigirle la palabra, siquiera en saludarla. La había sometido al mismo ostracismo que el resto de sus compañeros. Instigada por el hijo menor del Gobernador y la presión social, para ella Måe sencillamente parecía no existir.

            De un tiempo a esta parte y de manera totalmente instintiva, poniéndose de acuerdo sin necesidad siquiera de mediar palabra, los alumnos de primer curso habían tomado la costumbre de otorgarse entre sí las insignias de la disciplina de ingeniería. Siempre eran justos en su juicio, otorgándola con el mismo criterio que lo hacía el resto de profesores: al primer HaFuno que conseguía completar con éxito el prodigio propuesto por el profesor esa jornada. La anterior clase la insignia se la había llevado ella misma, que se había sorprendido en demasía porque sus compañeros tolerasen brindarle semejante galardón.

            El profesor Mel, sin falta, siempre dejaba aquél saco lleno de insignias sobre su mesa al inicio de la clase, desentendiéndose por completo de lo que hicieran con él en adelante. Desde el principio había insitido en que no creía en aquél método de enseñanza que fomentaba la competitividad entre semejantes, cuando en su opinión la taumaturgia era una actividad que debía ser estrictamente colaborativa. Lo que ellos no sabían era que todos los cursos decía lo mismo, y que todos los cursos sus alumnos se acababan poniendo de acuerdo para hacer lo que ellos estaban haciendo ahora, formando sin saberlo parte de una tradición que se remontaba muchos ciclos atrás, y de la que Mel se sentía íntimamente orgulloso.

            La joven HaFuna había notado un creciente aumento en la complejidad de las clases a medida que avanzaba el curso. Lo que en un principio parecía un bonito juego en el que aprendían prodigios sencillos y se divertían en el proceso, se había ido tornando poco a poco en algo mucho más profundo y arduo, que les permitió atisbar lo que el arte de la taumaturgia realmente tenía para ofrecerles. Los profesores se mostraban solícitos y pacientes, pero al mismo tiempo muy exigentes y disciplinados. Cada cual a su manera.

Los profesores dedicaban ahora más tiempo a profundizar fundamentos teóricos en sus clases, y las prácticas, que seguían ocupando la mayor parte de la jornada lectiva, eran cada vez más complejas. Muchos profesores iniciaban sus clases examinándoles con el prodigio que habían llevado a término la última clase que habían compartido con ellos, siempre que éste no hubiera sido ejecutado con éxito por todos los alumnos, cosa que ocurría cada vez con más asiduidad. Ello con frecuencia les obligaba a practicar durante más tiempo, e incluso a verse obligados a seguir practicando después de clase.

El profesor Tül se limitaba a expulsar de su clase de artes bélicas a todo el que no hubiese completado el prodigio durante esa reválida, lo cual añadía un plus de presión, porque a la jornada siguiente les exigiría que replicasen tanto ese como el de la clase a la que no habían podido siqueira atender. Ahora más que nunca Måe estaba convencida de las sabias palabras del profesor Elo, cuando repetía incansablemente en sus clases de teoría que el conocimiento en ese campo era tan vasto que una vida no era suficiente para estudiar todas las disciplinas, por lo cual escoger una en particular era de importancia capital. Y a ese respecto, ella todavía estaba sumida en un mar de dudas. Pese a que ya había superado el ecuador del curso, aún no tenía la más remota idea de cuál escoger.

La de esa jornada era una clase práctica que se había demostrado especialmente compleja. No en vano estaban a punto de sonar las campanas de la espadaña cuando aquella HaFuna consiguió contra todo pronóstico llevar a término al prodigio. Como de costumbre, el fundamento era muy sencillo de comprender: un objeto inanimado debía su integridad a la fuerza de atracción que sus distintas partes ejercían entre sí. Dicha fuerza se disipaba y desaparecía en forma de entropía si éste dividía en más de una parte.

Lo que el profesor Mel les proponía era absorber esa fuerza antes que se disipase y utilizarla acto seguido para mover la otra mitad del objeto a distancia. A más distancia, el prodigio se volvía más y más complicado. Cuando el profesor les mostró el prodigio, todos se sorprendieron ampliamente y asumieron que sería sencillo… hasta que lo intentaron ellos. Ese era uno de los principios activos que se utilizaban en las naves voladoras para mover simultáneamente las velas que las mantenían en el aire, conjuntamente con grandes bolsas de aire caliente. La ingeniería tenía muchas aplicaciones prácticas, muchas que ellos habían llegado a interiorizar, a normalizar y que ignoraban, pero que pensándolo en frío, echarían mucho en falta si se vieran en la necesidad a prescindir de ellas.

Esa tarde, al llegar al mercado al aire libre de la Ciudadela, Måe vio a Lia y a su abuelo en una pose extraña. Ella tenía una mano apoyada sobre su hombro, mientras él charlaba con una clienta, una HaFuna de edad provecta interesada en una pamela bastante extravagante. El viejo HaFuno tenía la misma mirada perdida que de costumbre, pero sus ojos habían adquirido un brillo especial, que Måe enseguida reconoció. Desconocía cómo Lia lo había hecho para convencerle, pero finalmente lo había conseguido, lo cual a su juicio era toda una proeza, porque Tyn era especialmente conservador a ese respecto.

            Una mirada cruzada con la hilandera, que le regaló una sonrisa radiante replicada al mismo tiempo por su abuelo, fue suficiente para entenderse, sin necesidad de mediar una sola palabra. Charlando con ambos sobre lo inesperadamente bien que había ido la venta esa jornada, fueron recogiendo y se dirigieron hacia el Hoyo, como hacían todas las jornadas desde hacía tanto tiempo que a la joven HaFuna le costaba recordar qué hacía con su vida antes de empezar a trabajar en la Factoría. Esa jornada tampoco vio a Tahora, y eso le resultó extraño. No había vuelto a verla desde que acudiera a su minúscula vivienda, acompañada de Tac.

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Publicado: 26 marzo, 2024 en Sin categoría

Måe llegó algo más pronto que de costumbre aquella tarde a la isla del molino. Había pasado por la Factoría al salir de la Universidad, pero apenas había hecho nada productivo en todo el tiempo que estuvo ahí. Tenía la mente muy dispersa, y estaba demasiado triste para concentrarse. Lo que sí hizo fue ayudar a Lia. La hilandera ya casi tenía controlado el prodigio de transmisión de la memoria, y no tardaría mucho en abordar de nuevo a su abuelo para invitarle a repetirlo y tratar de convencerle para replicarlo con frecuencia en el futuro. Estaba muy animada y contenta, y Måe prefirió no preocuparla contándole sus problemas. Al fin y al cabo, ya no tenían enmienda.

            Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, respiró hondo, forzó una cara neutra y abrió la puerta del molino. Al hacerlo encontró a Eco acomodando ropa de abrigo en su macuto de viaje. El HaFuno cuernilampiño se la quedó mirando con una expresión apesadumbrada y en cierto modo culpable en el rostro. Måe enseguida comprendió lo que estaba ocurriendo: aquél macuto tan solo lo utilizaba cuando hacía uno de aquellos largos viajes, que le mantenían ocupado decenas de jornadas. Måe le saludó con un gesto rápido, aguantándose las lágrimas. Entró a su cuarto para descargar lo que llevaba encima. Cuando se dio la vuelta, se lo encontró bajo el umbral de la puerta.

ECO – Lo siento, blanquita.

MÅE – No es… no es tu culpa. Sólo que… Hace tan poco de la última vez…

Eco abrazó a la joven HaFuna, que no pudo evitar estallar en llanto nuevamente. El HaFuno cuernilampiño entendió que esa tristeza se debía a su inminente marcha, y ella se aprovechó de ello para no explicarle lo que había ocurrido en el jardín de la Universidad, pues no se sentía con ganas de reabrir la herida. Al menos no tan pronto. Ambos tomaron una opípara cena charlando amistosamente, como si Eco no fuese a ausentarse la jornada siguiente. Siempre lo hacían. Se trataba como de una especie de ritual en el que ambos ignoraban la realidad para centrarse el uno en el otro, y poder así disfrutar con más intensidad del poco tiempo que les quedaba juntos.

            Había un montón de comida en la cocina. Mucha. Tanta que la joven HaFuna no alcanzó a comprender cómo Eco había podido traerla él solo. Y eso que aún no había abierto la fresquera, que también estaba a rebosar. El principal motivo residía en que no lo había hecho. Si bien Eco acostumbraba a traer las provisiones poco a poco, en esa ocasión había contratado ayuda. Sabía que estaría mucho tiempo fuera y no quería que Måe tuviese que preocuparse de nada más que de sus estudios y del trabajo en la Factoría. Era lo mínimo que podía hacer por ella. No había tenido tiempo de llenar la despensa desde la última vez que se había ausentado, y como no sabía cuánto tardaría en volver, quería irse con la conciencia tranquila. Esa, sin embargo, era la última preocupación de Måe en esos momentos.

            Se encontraban en el postre cuando Eco tuvo una idea, que no tardó en compartir con Måe.

ECO – Esta vez voy a pasar bastante cerca de Hedonia. He pensado en acercarme para saludar a los compañeros del gremio y…

            Por un momento la expresión triste y ceñuda del rostro de Måe adquirió un brillo especial.

ECO – ¿Quieres que le lleve algo a Goa? Me dijiste que estabas trabajando en una carta, no sé si…

MÅE – ¡Sí! Pero… pero… ¡tengo que acabarla!

            La joven HaFuna corrió hacia su cuarto y volvió con un puñado de hojas manuscritas y otras tantas en blanco, una pluma y un tintero. Las colocó sobre la mesa, en una zona bien iluminada por el fulgor de Snï.

ECO – Madre raíz. ¿Eso qué es, una carta o un libro? ¡Te voy a tener que cobrar extra por llevarla!

            La joven HaFuna rió, y comenzó a escribir en uno de los papeles que tenía ya empezados. Eco acabó de recoger la mesa y se dirigió de nuevo a ella.

ECO – Me voy arriba, a trabajar un rato antes de acostarme.

                La joven HaFuna asintió, algo distraída. Mojó de nuevo la pluma en el tintero y siguió escribiendo a toda prisa.

ECO – No marcharé hasta mañana a primera llamada. Pasaré la noche aquí.

MÅE – Vale, pero… no te vayas sin la carta.

Eco asintió. Tomó un quinqué del armario, pidió ayuda al pequeño espíritu ígneo para prenderlo, y subió las escaleras en espiral que llevaban al ático. Siempre gustaba de preparar bien sus viajes, y en esa ocasión no había tenido tiempo de hacerlo, por lo que se encerró de nuevo con su cuaderno de viaje y varios planos celestes y libros abiertos a su alrededor, dispuesto a contrarrestar el tiempo perdido. Todavía seguía con la cabeza entre libros, una llamada más tarde, cuando escuchó cómo la joven HaFuna volvía a su cuarto para acostarse.

            Cuando abandonó la isla del molino la mañana siguiente, algo antes que el sol azul emergiese del horizonte curvado de Ictæria, pese a que su luz ya había tintado de tonos turquesa la noche estrellada, Måe todavía dormía. Tomó la carta que descansaba en la mesa de la sala y la guardó en su macuto. Pese a todo el tiempo que llevaba trabajando en el gremio de mensajeros, pocas veces había visto una más nutrida y pesada que esa. La joven HaFuna se había molestado incluso en lacrar el sobre en el que había metido esa carta. Se compadecía de Goa, pero al mismo tiempo sabía que la HaFuna la agradecería sobremanera, pues idolatraba a Måe, a la que consideraba una hermana.

Eco se acercó sigilosamente al dormitorio de la joven HaFuna y la observó. Le llamó la atención cuán grandes tenía ya las astas. Sonrió, henchido de orgullo. Rozó con cuidado de no despertarla su mejilla con la de ella, volvió a la sala, de donde tomó el pesado macuto de viaje, y abandonó al vuelo la isla del molino. Miró hacia atrás en más de una ocasión a medida que se alejaba, con un nudo en el estómago, preguntándose si jamás volvería a verla.