La HaFuna agarró la parte delantera de su túnica y observó orgullosa, con una amplia sonrisa surcándole el hocico, la roja insignia que acababa de adherirle. La pieza de tela triangular parecía brillar con luz propia en aquél fondo oscuro como la panza de un gálibo. No en vano era la segunda que había conseguido desde que comenzase el curso, pasando a sumarse a otra de color verde. Iba francamente retrasada a ese respecto, pues había compañeros que tenían a esas alturas hasta diez, o incluso once como la propia Måe, a la que todos tenían una mezcla de envidia poco sana e inlcuso rabia por ello.
La joven HaFuna estaba demasiado distraída y triste por la reciente partida de Eco y el fallecimiento de su amigo cromatí, y le estaba costando seguir el hilo de la clase. Trató de recordar el nombre de su compañera, pero fue incapaz. Aquella HaFuna nunca le había insultado ni humillado, como sí lo habían hecho otros muchos de sus demás congéneres, azuzados por Uli, anhelando sin duda su aprobación. Tampoco se había molestado nunca en dirigirle la palabra, siquiera en saludarla. La había sometido al mismo ostracismo que el resto de sus compañeros. Instigada por el hijo menor del Gobernador y la presión social, para ella Måe sencillamente parecía no existir.
De un tiempo a esta parte y de manera totalmente instintiva, poniéndose de acuerdo sin necesidad siquiera de mediar palabra, los alumnos de primer curso habían tomado la costumbre de otorgarse entre sí las insignias de la disciplina de ingeniería. Siempre eran justos en su juicio, otorgándola con el mismo criterio que lo hacía el resto de profesores: al primer HaFuno que conseguía completar con éxito el prodigio propuesto por el profesor esa jornada. La anterior clase la insignia se la había llevado ella misma, que se había sorprendido en demasía porque sus compañeros tolerasen brindarle semejante galardón.
El profesor Mel, sin falta, siempre dejaba aquél saco lleno de insignias sobre su mesa al inicio de la clase, desentendiéndose por completo de lo que hicieran con él en adelante. Desde el principio había insitido en que no creía en aquél método de enseñanza que fomentaba la competitividad entre semejantes, cuando en su opinión la taumaturgia era una actividad que debía ser estrictamente colaborativa. Lo que ellos no sabían era que todos los cursos decía lo mismo, y que todos los cursos sus alumnos se acababan poniendo de acuerdo para hacer lo que ellos estaban haciendo ahora, formando sin saberlo parte de una tradición que se remontaba muchos ciclos atrás, y de la que Mel se sentía íntimamente orgulloso.
La joven HaFuna había notado un creciente aumento en la complejidad de las clases a medida que avanzaba el curso. Lo que en un principio parecía un bonito juego en el que aprendían prodigios sencillos y se divertían en el proceso, se había ido tornando poco a poco en algo mucho más profundo y arduo, que les permitió atisbar lo que el arte de la taumaturgia realmente tenía para ofrecerles. Los profesores se mostraban solícitos y pacientes, pero al mismo tiempo muy exigentes y disciplinados. Cada cual a su manera.
Los profesores dedicaban ahora más tiempo a profundizar fundamentos teóricos en sus clases, y las prácticas, que seguían ocupando la mayor parte de la jornada lectiva, eran cada vez más complejas. Muchos profesores iniciaban sus clases examinándoles con el prodigio que habían llevado a término la última clase que habían compartido con ellos, siempre que éste no hubiera sido ejecutado con éxito por todos los alumnos, cosa que ocurría cada vez con más asiduidad. Ello con frecuencia les obligaba a practicar durante más tiempo, e incluso a verse obligados a seguir practicando después de clase.
El profesor Tül se limitaba a expulsar de su clase de artes bélicas a todo el que no hubiese completado el prodigio durante esa reválida, lo cual añadía un plus de presión, porque a la jornada siguiente les exigiría que replicasen tanto ese como el de la clase a la que no habían podido siqueira atender. Ahora más que nunca Måe estaba convencida de las sabias palabras del profesor Elo, cuando repetía incansablemente en sus clases de teoría que el conocimiento en ese campo era tan vasto que una vida no era suficiente para estudiar todas las disciplinas, por lo cual escoger una en particular era de importancia capital. Y a ese respecto, ella todavía estaba sumida en un mar de dudas. Pese a que ya había superado el ecuador del curso, aún no tenía la más remota idea de cuál escoger.
La de esa jornada era una clase práctica que se había demostrado especialmente compleja. No en vano estaban a punto de sonar las campanas de la espadaña cuando aquella HaFuna consiguió contra todo pronóstico llevar a término al prodigio. Como de costumbre, el fundamento era muy sencillo de comprender: un objeto inanimado debía su integridad a la fuerza de atracción que sus distintas partes ejercían entre sí. Dicha fuerza se disipaba y desaparecía en forma de entropía si éste dividía en más de una parte.
Lo que el profesor Mel les proponía era absorber esa fuerza antes que se disipase y utilizarla acto seguido para mover la otra mitad del objeto a distancia. A más distancia, el prodigio se volvía más y más complicado. Cuando el profesor les mostró el prodigio, todos se sorprendieron ampliamente y asumieron que sería sencillo… hasta que lo intentaron ellos. Ese era uno de los principios activos que se utilizaban en las naves voladoras para mover simultáneamente las velas que las mantenían en el aire, conjuntamente con grandes bolsas de aire caliente. La ingeniería tenía muchas aplicaciones prácticas, muchas que ellos habían llegado a interiorizar, a normalizar y que ignoraban, pero que pensándolo en frío, echarían mucho en falta si se vieran en la necesidad a prescindir de ellas.
Esa tarde, al llegar al mercado al aire libre de la Ciudadela, Måe vio a Lia y a su abuelo en una pose extraña. Ella tenía una mano apoyada sobre su hombro, mientras él charlaba con una clienta, una HaFuna de edad provecta interesada en una pamela bastante extravagante. El viejo HaFuno tenía la misma mirada perdida que de costumbre, pero sus ojos habían adquirido un brillo especial, que Måe enseguida reconoció. Desconocía cómo Lia lo había hecho para convencerle, pero finalmente lo había conseguido, lo cual a su juicio era toda una proeza, porque Tyn era especialmente conservador a ese respecto.
Una mirada cruzada con la hilandera, que le regaló una sonrisa radiante replicada al mismo tiempo por su abuelo, fue suficiente para entenderse, sin necesidad de mediar una sola palabra. Charlando con ambos sobre lo inesperadamente bien que había ido la venta esa jornada, fueron recogiendo y se dirigieron hacia el Hoyo, como hacían todas las jornadas desde hacía tanto tiempo que a la joven HaFuna le costaba recordar qué hacía con su vida antes de empezar a trabajar en la Factoría. Esa jornada tampoco vio a Tahora, y eso le resultó extraño. No había vuelto a verla desde que acudiera a su minúscula vivienda, acompañada de Tac.