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Publicado: 2 abril, 2024 en Sin categoría

Måe se apretó mejor la capucha de la negra túnica, tanto como fue capaz. Se abrazó a sí misma, manteniendo los brazos firmemente apretados contra su pecho. Agradeció sobremanera que las astas no tuvieran terminaciones nerviosas, y por ende, que no le hicieran sentir todavía más frío del que ya sentía. Éstas, junto con la punta de su hocico y los ojos eran las únicas partes de su menudo cuerpo que no estaban en contacto con el gélido aire que reinaba en aquél antiquísimo patio de armas. Además, su furo era algo más corto que el de sus compañeros, lo cual aún acrecentaba más aquella gélida sensación de desamparo.

            Con el uso de la taumaturgia, deshacerse de aquella ingrata sensación hubiera resultado una tarea excepcionalmente sencilla para ella. No obstante, la joven HaFuna no disponía de ninguna fuente de calor en las proximidades que pudiese utilizar para transmitir a su propio cuerpo, por lo cual tuvo que fastidiarse, al igual que el resto de sus compañeros, evitando en la medida de lo posible que le castañeasen los dientes por no importunar a Tül. Caía un aguanieve que estaba empezando a empaparle la túnica, pese a que el tejido del que estaba hecha era bastante impermeable. Echó en falta no haber tomado algo más de ropa esa mañana, pero el cielo cuando abandonó la isla del molino era verde sin mácula y no parecía augurar en absoluto una jornada como esa. Ahora lucía de un lóbrego gris que amenazaba incluso lluvia.

            A no mucho tardar llegaría el siguiente período de libranza, que coincidía con el solsticio de invierno, cada vez más presente por Ictaria. Las festividades del solsticio servirían como aperitivo a la gran fiesta que se celebraba todos los ciclos en conmemoración de la Gran Escisión. Sólo en el anillo celeste se seguían sucediendo las estaciones, pues Ictæria perdió esa capacidad tras el Cataclismo. Seguía rotando, pero lo hacía en sincronía con el sol azul, lo que provocaba que una de sus caras estuviese siempre iluminada y la otra en noche permanente, dejando tan solo un cinturón habitable en el que tampoco había estaciones, y donde las jornadas eran ridículamente largas, o sencillamente se encontraban ancladas en un amanecer perpetuo. Muchos decían que ese, el de conservar las estaciones, había sido el regalo que les había brindado Ymodaba a los HaFunos por proteger el árbol al que daba nombre del yugo de los aborrecibles HaGrúes, que pretendieron sin éxito destruirlo.

            Esa jornada se habían trasladado fuera de la Universidad a la primera llamada, tras la reválida de las prácticas de la clase anterior, a un antiguo complejo miliar en el que se formaban los miembros de la Guardia Ictaria desde donde alcanzaba la memoria. El profesor Tül les estaba impartiendo una de aquellas, cada vez más frecuentes, clases de teoría e Historia bélica. Últimamente no es que hubiesen dejado de hacer prácticas, pero éstas no ocupaban toda la jornada lectiva como sí lo hacían al principio. Lo que resultaba un verdadero fastidio, porque las prácticas eran cada vez más exigentes, y el tiempo del que disponían para perfeccionarlas seguía menguando, proporcionalmente a su dificultad a medida que avanzaba el curso.

            La joven HaFuna trató de no mostrar su desagrado mientras Tül se deshacía en elogios explicándoles cómo funcionaban aquellas descomunales catapultas, narrándoles con todo lujo de detalles lo que provocaban los compuestos químicos de las cargas que disparaban a los HaGrúes durante la Gran Guerra; cómo les desmembraban y les desfiguraban. Obvió no obstante mencionar que con eso lo único que conseguían era ganar tiempo, pues aquellos inverosímiles seres acababan recomponiendo todos sus miembros mutilados y curando todas sus heridas, por profundas y complejas que fueran.

A Måe se le erizaba el furo de los brazos con sólo pensar que aquellos seres sacados del mundo de las pesadillas seguían vivos, después de tantos y tantos ciclos, y firmemente comprometidos a acabar con lo que habían empezado. Todo aquello le estaba resultando de muy mal gusto, e incluso notaba un cierto malestar en el estómago, pues a Tül se le daba especialmente bien explicarlo con todo lujo de detalles. La mayoría de sus compañeros, no obstante, resultaba evidente que estaban disfrutando de la lección. El visceral odio hacia los HaGrúes, a los que ninguno de los presentes había conocido jamás, a los que ni los abuelos de sus abuelos habían tenido ocasión de conocer, estaba tan extendido por el anillo que se había acabado transformando en algo más parecido al instinto.

            Måe todavía no había decidido qué disciplina escogería para el resto de sus ciclos en la Universidad. Pero había algo que tenía cada vez más claro: no sería la de artes bélicas. Y eso no significaba que no se le diesen bien aquellos prodigios, que de igual modo podían ser utilizados para infinidad de fines que no implicasen lastimar a nadie. La anterior clase de artes bélicas a la que acudió, hacía tres jornadas, incluso había sido ella misma la afortunada HaFuna que se había llevado la insignia morada. Era el único color que le faltaba a su túnica, y había servido para cerrar su segundo hexágono: toda una proeza a esas alturas del curso.

Aquél pequeño triunfo frente a Uli, no obstante, tras su vil atentado al pequeño cromatí, al que pese al paso de las jornadas Måe aún recordaba con cariño y pesar con más frecuencia de la que le gustaría reconocer, le resultó especialmente satisfactorio. No tanto por sí misma y su evolución como taumaturga, que también, sino por haber tenido la ocasión de ver la frustración y la ira reflejadas en los ojos de Uli.

El hijo menor del Gobernador era el que más insignias de la disciplina de artes bélicas lucía en su túnica a esas alturas, con bastante diferencia. Estaba claro que su intención era conseguir tantas como pudiera, para afianzar su futuro ingreso en la disciplina al acabar ese primer curso. Del mismo modo resultaba evidente que recibía clases particulares de artes bélicas fuera de la Universidad. O tal vez dentro de ella. Siempre parecía saber de antemano de qué trataría cada clase, y siempre demostraba una habilidad fingidamente innata para los prodigios más complejos de esa disciplina concreta, si bien no en las demás. Tül se mostraba encantado con sus avances, pero la joven HaFuna estaba cada vez más convencida que no jugaba limpio.

Haber podido privarle de eso, aunque fuera tan solo de una insignificante insignia, después de cuanto él le había arrebatado a ella desde que iniciaran las clases, había supuesto una satisfacción de la que la joven HaFuna secretamente se avergonzaba. Aunque no podía evitarlo. No en vano, Uli se había ganado a pulso su animadversión.