Aquella densa nube de polvo aún tardaría bastante tiempo en asentarse. Al fin y al cabo, no paraba de crecer. Kyr estaba increíblemente irritable y frustrada por el desarrollo de los recientes acontecimientos. Había perdido su habitual pose risueña y vivaracha, sustituyéndola por órdenes secas y caras largas. Eso, y mucho más silencio del que era habitual en ella. Eco se encontraba en un elevado estado de tensión, consciente de las repercusiones que podría acarrear llevarle la contraria en esos momentos. Se mantenía con el perfil más bajo del que era capaz, dadas las circunstancias. Hasta el momento se le había dado bastante bien, pero sabía a ciencia cierta que todo podría cambiar de un momento a otro.
La creación de portales era una tarea increíblemente compleja. No en vano, ningún HaFuno había conseguido replicarla tras su censura poco después de la Gran Escisión. La explicación sobre cómo se creaban, inevitable para poder restaurarlos, por más que le pesara, había resultado mucho más sencilla de lo que Eco había imaginado. Kyr era una taumaturga increíblemente astuta e inteligente. Y aprendía increíblemente rápido. En gran medida, le recordó a sí mismo antes de perder las astas. Era una HaFuna con un vasto conocimiento sobre el tema, e increíblemente segura de sí misma, al igual que él. No obstante, ella no lo hacía con la intención de lucirse y ni de demostrarle nada a nadie. Al fin y al cabo, y siendo hija de quien era, eso no le hacía la menor falta. La mayoría de los HaFunos le obsequiaban con un asentimiento de astas tan solo por estar presente. Sin embargo, y a diferencia de él, ella era discreta e incluso humilde. No hacía alardes de su vasta capacidad por llevar a cabo los prodigios más complejos, que realizaba como si se tratase de un mero juego de cachorros. Para ella, hacerlo era tan normal como el dormir o el comer.
De todos modos, habían tardado poco más de una llamada en llevar a cabo aquella clase magistral prohibida, en la que Kyr construyó un pequeño portal tallando algunas de las rocas que había diseminadas por el suelo del sótano. Eco notó la pasión y el enorme compromiso que la HaFuna tenía por aquél noble arte. El más noble del que un descendiente de Ymodaba pudiese jamás jactarse, a su particular juicio. La enorme sonrisa que se había dibujado en el rostro de la HaFuna al ver su propio trasero a través de aquél pequeño portal, había convencido a Eco de lo acertado de haber decidido compartir ese gran secreto única y exclusivamente con ella, y no con todos aquellos eruditos ávidos de atisbar aquél conocimiento proscrito. Cualquier otro HaFuno no habría podido verlo, pero Eco leyó en esa expresión un inconmensurable gozo por el conocimiento, una actitud puramente epistemológica muy similar a la que había experimentado él mismo practicando la taumaturgia y creando sus propios portales en un pasado que cada vez quedaba más atrás.
La HaFuna no había hecho ninguna pregunta cuando él le indicó que no realizaría él mismo el prodigio, sino que le enseñaría a ella a hacerlo. Eso le sorprendió enormemente y le desembarazó de un peso gigantesco. Ese, con mucha, mucha diferencia, había sido el principal punto de inflexión que lo abocaba todo al desastre en la gran mayoría de los escenarios que Eco se había formado en la cabeza antes de acudir a aquella pequeña isla. A su parecer, negarse a practicar la taumaturgia debería haber resultado un motivo de gran sospecha y desconfianza hacia él. Incluso había fantaseado con que el hecho de negarse a realizar él mismo los prodigios, le habría hecho sospechar de su verdadera identidad. Al fin y al cabo, cruzarse con un HaFuno que careciera de astas era harto infrecuente en el anillo. Al menos en la cara superior de Ictaria, donde residía la hija mayor del Gobernador.
No obstante, y para su sosiego, Kyr no había mostrado el menor atisbo de suspicacia, sino literalmente todo lo contrario. Estaba encantada de que Eco hubiese preferido enseñarle a hacerlo a ella que hacerlo él mismo. De hecho, si no hubiese salido de él, ella lo hubiese reclamado con vehemencia. En ese aspecto, ambos se parecían también mucho más de lo que el HaFuno cuernilampiño imaginaba. Cuando la teoría, ya materializada en aquél pequeño portal, que ella misma se encargó de destruir a conciencia transformando todas aquellas rocas en fino polvo para que no quedase ninguna prueba que permitiese a nadie inferir de él los razonamientos intelectuales que le habían permitido restaurar aquél vetusto prodigio, dio paso a la práctica, personalizada en aquellos portales apagados desde hacía tantos y tantos ciclos, todo cambió radicalmente.
La práctica con el primer portal resultó un rotundo fracaso. Ambos comprobaron enseguida que no había nada que pudieran hacer por él. Su portal homólogo hacía incontables ciclos que había pasado a mejor vida. Las rocas que lo formaban, bien podrían estar distribuidas por media Ictæria o hundidas en el mismísimo Abismo de la Escisión: jamás podrían reactivarlo por más ganas que le pusieran. Por lo que a ellos respectaba, aquello no era más que un puñado de rocas formando un bonito arco. Arco que la hija mayor del Gobernador se encargó de destruir tan pronto se cercioró que no le permitiría culminar sus anhelos de encontrar un nexo con la madre Ictæria.
Uno tras otro, todos los portales se iban demostrando igualmente inútiles. Kyr se encargaba de destruirlos, uno tras otro, volcando en ellos toda la creciente ira y la frustración que aquella situación le despertaban. En realidad, la encrespada actitud de Kyr era perfectamente justificable. Había apostado todo a ese brindis a una idea feliz demasiado ingenua y poco o nada realista. Había tenido que enfrentarse duramente a su padre, el mismísimo Gobernador, que desaprobaba fervientemente sus descabelladas ideas. Había tenido incluso que renunciar a la única fuente de bavarita de todo el anillo para ello, y lo único que estaba consiguiendo a cambio eran un puñado de rocas hechas pedazos distribuidas por un suelo sucio y descuidado, en una isla perdida de la mano de Ymodaba en el anillo celeste.
Ahora tan solo quedaba un único portal. El último. Si aquél demostraba ser idéntico a los demás, todo habría fracasado para Kyr. Eco, instintivamente, lo había dejado para el final. El HaFuno cuernilampiño conocía muy bien las inscripciones que lucían todos aquellos portales, y los destinos de las ciudades ya olvidadas a las que en su tiempo debían haber llevado. Aquél último portal llevaba a Enharrubia, uno de los muchos pueblos satélite de la Ictaria preescisiva. Uno especialmente conocido por el tráfico de sustancias prohibidas. Era, de entre todos los portales que ahora descansaban hechos pedazos a su alrededor, el que más próximo estuvo a la capital en la época previa a la Gran Escisión de Ictaria, con bastante diferencia.
El HaFuno cuernilampiño notaba sensaciones muy contradictorias en su interior. Una parte de él anhelaba con todas sus fuerzas que ese portal fuese distinto al resto y que, en efecto, les llevase a Ictæria. Que permitiese a Kyr llevar a cabo su descabellado plan para derrotar a los HaGrúes con el efecto sorpresa de esa ventaja que de bien seguro no se esperarían. Pero por otra parte, se sentía incluso ilusionado ante la idea que aquél portal estuviese igual de muerto que el resto. Se sentía en cierto modo relajado y esperanzado ante la perspectiva que así fuera, porque de esa manera podría dar por zanjado definitivamente aquél tema, y seguir con su vida como si nada hubiera ocurrido. Quizá fuera por eso mismo que lo que ocurrió a continuación le cogió tan desprevenido.