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Publicado: 25 junio, 2024 en Sin categoría

Aquella había sido una jornada lectiva especialmente intensa. Måe contaba cuántas faltaban para que finalmente llegase el segundo período de libranza de ese primer curso en la Universidad de taumaturgia. Por fortuna, no eran ya muchas. Contando los dedos de ambas manos, incluso tenía de más. Estaba empezando a agotarse tanto mental como físicamente de esa rutina que la mantenía ocupada toda la jornada, y sentía que necesitaba un pequeño descanso para tomar fuerzas de cara a la recta final del curso. Le resultaba inverosímil imaginar cuánto tiempo hacía que se había mudado a Ictaria, y con relativa frecuencia se entristecía recordando a su adorada Hedonia y a todos los amigos que había dejado atrás para ir a vivir a la capital del anillo celeste.

            Esa jornada había tomado clases de sanación. La joven HaFuna adoraba a la profesora Maj. Había descubierto en la sanación una de sus disciplinas favoritas, y aquella HaFuna, por más excéntrica que fuera, no hacía sino afianzar esa sensación, jornada tras jornada. Despertaba en ella una pasión por la taumaturgia como pocos profesores habían conseguido. La tarea que llevaron a término consistía en discernir si una planta era comestible o si por el contrario era venenosa, mediante la imposición de manos. Enseguida le había cogido el tranquillo, y al principio incluso se lo había pasado en grande. No era para nada una tarea sencilla, pues implicaba grandes dotes de combinatoria, pero se le dio bastante bien, aunque no tanto como para hacerse con la insignia de la jornada, que se le escapó por bien poco.

            La idea del prodigio era sencilla: transferir la esencia de la planta a unos pequeños roedores del bosque que utilizaban para experimentar. Si la bestia enfermaba, ello se traducía en que la planta era tóxica para su consumo. Si por el contrario no sufría cambios, la planta no dañaría a un HaFuno si la ingería. Tanto más fácil hubiera sido hacerles ingerir directamente las plantas. No obstante, el resultado del prodigio era mucho, mucho más rápido, pues se saltaba todos los pasos del proceso digestivo. La reacción era prácticamente instantánea, una vez controlado el prodigio.

            Måe se había escandalizado sobremanera cuando Maj expuso la lección, pero enseguida se tranquilizó, pues la otra mitad del prodigio consistía en restablecer la salud del pequeño animalejo retirando de él la esencia que le habían inoculado, y por ende, el mal que le aquejaba. No en vano, estaban en clase de sanación. Ver a aquellos bichejos retorciéndose de dolor, palideciendo, hinchándose como globos, sangrando por todos sus orificios o haciéndose de vientre encima no era en absoluto una experiencia agradable, pero la joven HaFuna puso todo de su parte para hacerlo lo mejor posible.

Cuando llevaban tres llamadas seguidas haciendo literalmente lo mismo, revisando planta tras planta, enfermando y curando al pobre animalejo que les había sido encomendado, ya agotado, anotando los resultados en la ficha que les había entregado Maj al inicio de la lección… llegó un momento en el que la joven HaFuna quiso que se la tragase la tierra, de puro aburrimiento. Se trataba de una tarea demasiado monótona, y ver sufrir de aquél modo a todos aquellos roedores, por más que sus vidas no corriesen peligro, le acabó minando sobremanera la moral. Además, la joven HaFuna no era capaz de imaginar un escenario en el que ese tipo de prodigio le fuese a ser de utilidad jamás, y llegó incluso a convencerse que todo aquello no era más que una soberana pérdida de tiempo.

Ya de camino al mercado ambulante, después de acabar la lección de la jornada y de sufrir la enésima humillación por parte de Uli, que había aprovechado un descuido suyo para esconderle el macuto en lo alto de un árbol del jardín interior de la Universidad, la joven HaFuna no pudo evitar darle vueltas a la idea de cuánto estaba tardando Eco en volver de su última misión como mensajero privado de la Casa del Gobernador. Temía que pudiera haberle ocurrido algo malo. Aquella sensación siempre estaba latente cuando el HaFuno cuernilampiño se ausentaba, y no hacía más que acrecentarse a medida que pasaban las jornadas y éste no volvía al frío molino.

Pasar tantas llamadas seguidas volando por el anillo parecía algo inocente a primer golpe de vista, pero ella no podía parar de imaginarse que en un descuido, Eco podía acabar, por ejemplo topándose con un expirocombo que firmase su sentencia de muerte. Aunque a decir verdad, no recordaba haber visto ninguno desde hacía mucho, mucho tiempo. Lo que ella no sabía era que la capital tenía un sistema de seguridad particular, en el que vigías repartidos por todo su perímetro oteaban a todas llamadas en busca de esos seres tan bellos como letales, y enseguida los redirigían lejos de Ictaria, mucho antes que tuvieran ocasión de molestar a nadie.

La amigable voz de Lia, esforzándose sobremanera por imponerse al jaleo general del mercado, que le llamaba la atención agitando con entusiasmo desmedido un brazo, la abstrajo de sus cavilaciones.

LIA – ¡No te lo vas a creer!

MÅE – ¿Qué ha pasado?

LIA – ¡La colección! La hemos vendido.

MÅE – ¿Cómo? ¿Toda?

            La joven HaFuna echó un vistazo a la tiendecita, y en efecto, no fue capaz de encontrar ninguna de las piezas de la colección en la que tanto habían trabajado últimamente.

LIA – ¡Sí!

MÅE – ¿Pero cómo es posible?

            Måe no cabía en sí de gozo ante la buena nueva. Habían acabado la colección hacía bastante tiempo, muy ilusionadas con el resultado. La habían presentado en el puestecito ambulante, esperando replicar el inesperado éxito que había supuesto el tocado de la joven HaFuna, pero para su sorpresa, nadie se había interesado por ella desde entonces. Literalmente nadie.

El negocio en la cara superior de Ictaria iba en franco declive últimamente. Aunque la joven HaFuna no acababa de comprender muy bien la relación, Lia estaba convencida que eso se debía al cierre de las minas de Ötia. Al fin y al cabo, los únicos que podían permitirse obras de artesanía tan exquisitas y costosas como esas eran sus potenciales compradores, que a su vez eran quienes más intereses tenían puestos en las minas, y quienes más habían perdido desde que se clausurasen.

LIA – No era de aquí. Venía sólo de paso por la capital, pero se ha enamorado y… nos lo ha comprado todo. ¿Verdad, abuelo?

            Tyn asintió, mientras daba una calada a su pipa de té. No dijo nada; la sonrisa que tenía dibujada en el hocico hablaba por él.

LIA – Han tenido que contratar a un porteador sólo para llevárselo. ¡Tendrías que haber estado aquí para verlo! Se lo han llevado en una carreta. No nos han pagado tanto como la otra vez, pero… con esto tenemos para pagar el sueldo a medio Factoría.

MÅE – ¡Me alegro muchísimo!

LIA – Ahora hay que seguir trabajando duro, bonita, porque necesitamos una nueva colección para cuando lleguen los festejos.

            La hilandera estaba convencida que el negocio daría un vuelco  cuando llegasen los festejos de la Gran Escisión. Måe sería la primera vez que los viviese en la capital del anillo celeste, y le habían hablado tan bien de ellos, que estaba francamente ilusionada. Lia puso la mano en el hombro de su abuelo, ofreciéndole al instante el don de la visión. De su propia visión. La hilandera había perfeccionado mucho la técnica últimamente. A esas alturas, Måe estaba convencida que al menos ese prodigio concreto, se le daba ya mucho mejor de lo que a ella se le podría llegar a dar jamás. La joven HaFuna se sentía especialmente orgullosa al comprobar que ambos lo habían normalizado, pese a su reticencia inicial. Sobre todo la de Tyn.

            Los tres, como hacían todas las tardes, pusieron rumbo al Hoyo, y a una larga tarde trabajando codo con codo para llevar la Factoría adelante.